Read La isla de las tres sirenas Online
Authors: Irving Wallace
Como usted sabe, se asegura que esa ciudad existe. Decidí entonces organizar una pequeña y modesta expedición, con guías, un equipo cinematográfico, etc., y subir por el Amazonas, siguiendo la antigua ruta de Fawcett, para vivir una rara aventura. Pero para estas cosas hace falta dinero y entonces pensé en Cyrus, que es un viejo amigo mío, y le expuse la idea, pero Cyrus opinó que no era lo bastante científica…
Hackfeld se agitó con desazón.
—Yo no, Rex, sino el consejo de administración, el consejo de la Fundación.
—Bien, sea como sea, sigo creyendo que se equivocan —dijo Garrity, a quien la bebida había desatado la lengua—. No importa, no importa; de todos modos, ya he desechado la idea. —Se volvió de nuevo hacia Maud. Usted me ha convencido esta noche, doctora Hayden, de que la Ciudad de Oro no vale nada al lado de sus Tres Sirenas.
—Muchas gracias, pero no son mías —contestó Maud.
—No sabe usted lo que tiene, doctora Hayden. Se trata de una aventura, de un tema interesantísimo y al propio tiempo… perdóneme… puede ser tomada como empresa científica… es ciencia, pero con la taquilla preparada para la venta de localidades.
Claire se estremeció al pensar en el efecto que esta observación produciría a su madre política, pero sabía también que Maud tenía los nervios muy templados.
—No estoy de acuerdo con la descripción que ha dado a nuestro estudio etnológico, Mr. Garrity —dijo Maud, muy tiesa.
—No se ofenda —replicó Garrity—. Interprételo como un cumplido.
Dígame… ¿no tratamos los dos, usted y yo, con el público? De todos modos, voy a ir ahora mismo al grano… tiene que saber que siempre voy derecho al grano. Me gustaría ir con usted a Las Tres Sirenas. Hablaba de ello con Marc durante la cena. Me ha convencido usted. Se trata de un tema completamente nuevo. Podría ser sensacional. Nada menos que una isla desconocida convertida en laboratorio donde se experimentan nuevas formas de vida sexual y conyugal. Estoy seguro de que el número de mis contratos se duplicaría… se triplicaría… y escribiría un best seller que podría rivalizar con el suyo, porque ambos se ayudarían mutuamente, se lo aseguro. Yo puedo ayudarla mucho. A decir verdad, estoy dispuesto a ofrecerle parte de mis royalties…
—No —atajó secamente Maud.
Garrity se balanceó sobre una frase y no llegó a pronunciarla, quedándose con la boca entreabierta.
—Pero…
Marc se volvió hacia su madre.
—Matty, acaso más tarde podríamos hablar de ello con Mr. Garrity.
—No, de ningún modo —dijo Maud.
Todas las miradas se concentraron en ambos e inmediatamente Marc trató de defender su posición como científico.
—Lo que yo quiero decir, Matty, es que… sí, estoy completamente de acuerdo contigo en que debemos rehuir cualquier forma de publicidad barata… pero se me ocurrió que puede haber otras zonas… no sé, zonas más reducidas, en las que Mr. Garrity podría resultarnos beneficioso y donde nosotros podríamos… —Se interrumpió, alzó las manos con las palmas hacia fuera y se encogió de hombros—. Me limitaba a sugerir que acaso sería mejor hablar de ello en otro momento.
Maud contestó:
—Agradezco tu sugerencia, Marc, pero la verdad es que no hay que dejar nada para otro momento. —Pronunció estas últimas palabras con una leve sonrisa, que desapareció cuando se volvió para dirigirse a Garrity—. Respeto su situación y sus deseos, Mr. Garrity, pero usted debe hacer lo propio conmigo. Vamos a visitar un pueblo único en el mundo, que habita en una isla ignorada, bajo la condición de que se conserve para siempre su incógnito y no se revele la situación de la isla…
—¡Yo no la revelaría! —dijo Garrity con fervor.
… y que el relato que de su vida y costumbres se haga no peque de sensacionalista —prosiguió Maud—. Debido a su propia actitud ante la vida y a los éxitos que se ha apuntado como divulgador, podría usted querer sacar partido de Las Sirenas en forma que a la larga resultase perjudicial.
Estoy decidida a mantener enteramente esta empresa dentro del terreno científico. Cuando más adelante me refiera a ella, redacte libros o artículos sobre este pueblo, y lo mismo puedo decir de los demás miembros de mi equipo, será siempre dentro del terreno etnológico y las interpretaciones serán puramente sociológicas. Confío de esta manera presentar a esta tribu bajo la luz apropiada y hacer que su estudio resulte útil. Me he comprometido a no salirme de estos límites. Le ruego, por Dios, Mr. Garrity, que no se lo tome como un desprecio… usted tiene un lugar… usted y sus obras… y nosotros tenemos otro, pero no creo que sea posible una colaboración entre ambos… Marc, sirve otro brandy a Mr. Hackfeld.
A partir de aquel momento, Garrity cesó de intervenir en la conversación general y se hundió en un sombrío silencio, moviéndose únicamente para llenar de nuevo su copa con Armagnac. Lisa Hackfeld recuperó su animación, acribillando a Maud con nuevas preguntas acerca de lo que esperaba encontrar en Las Tres Sirenas y la vida en la Polinesia. Hackfeld parecía satisfecho al ver a su esposa tan interesada.
Poco antes de medianoche, Claire oyó que Garrity con voz ronca preguntaba a Marc dónde estaba el teléfono, pues tenía que llamar para una cuestión de negocios. Marc amablemente se levantó y acompañó al escritor por el vestíbulo hasta el teléfono, instalado en la sala donde estaba también el aparato de televisión. Hacía cinco minutos que ambos habían salido, cuando Hackfeld se levantó pesadamente.
—Querida —dijo a su esposa—, nos espera un largo viaje de regreso.
—¿Ya se van? —preguntó Maud.
—Con gusto me quedaría un poco más, se lo aseguro —dijo Lisa, levantándose—. Hace años que no sostenía una conversación tan interesante.
Los Loomis también se pusieron de pie y Claire fue al vestíbulo a buscar los abrigos. Desde el guardarropa vio a Marc y Garrity de pie dentro de la pequeña sala de la televisión, enfrascados en una animada conversación sostenida en voz baja. Qué raro, se dijo Claire. Garrity no quería telefonear, sino hablar con Marc…
Se detuvo con los gruesos abrigos al brazo.
—Mr. Garrity —dijo—. Los señores Hackfeld se van.
Garrity salió de la habitación haciendo signos afirmativos, dirigió una falsa sonrisa a Claire y atravesó el vestíbulo para regresar a la sala.
Marc le siguió, con aire pensativo, pero Claire se interpuso entre su marido y Garrity.
—Marc, ayúdame a llevar los abrigos.
Mientras él lo hacía, quedaron a solas.
—¿Qué estáis tramando, vosotros dos? —preguntó Claire.
La mirada de Marc se animó.
—Me hablaba de sus conferencias. Dice que con un tema como el de Las Tres Sirenas, podría conseguir para todos nosotros más de un millón de dólares, ¡un millón, imagínate! y sólo para empezar.
—¿Para todos nosotros?
—Es decir, caso de que Maud acepte su participación…
—Ese hombre sería la ruina de la empresa. Lo encuentro horrible.
—Deja por un momento tus juicios precipitados, Claire. Cuando se le conoce, es muy agradable. Y la fortuna le sonríe. A decir verdad, creo que es más pacato y conservador de lo que parece. En mi opinión, lo que a ti y a Matty os disgusta son sus modales en público.
—Es una sanguijuela —dijo Claire—. Hay docenas de chupadores de sangre como ése, desprovistos de talento, que viven gracias a personas que como tú y Maud, sí lo tienen. Os engañan con el espejuelo de las ganancias fabulosas exactamente como hace Garrity.
—Cuidado, Claire —dijo Marc, mirando con nerviosismo a su alrededor—. Puede oírte.
—Que me oiga.
Se dispuso a regresar a la sala, pero Marc la retuvo.
—Mira, sostengo lo que he dicho. Desde luego, no nos interesa hacer sensacionalismo con nuestros descubrimientos, pero… en fin, tú sabes tan bien como yo cuántos datos inocuos hay sepultados en los archivos. Creo que podríamos pasar los que no nos interesaran a Garrity, sin que eso significase comprometernos. Yo pienso que vale la pena aprovechar una ocasión como ésta, ¿no te parece? Me gustaría comprar un coche para ti, tener un guardarropa mejor provisto.
—A mí también —repuso Claire—, pero debe haber medios más fáciles. Por ejemplo, atracar un banco… No seas infiel a tus principios, Marc.
Deja que Mefistófeles se busque otro Fausto.
—Oh, no eran más que figuraciones, querida. Simple charla.
—Como la de Garrity. —Le tiró de una manga—. Vamos, nos esperan.
Cinco minutos después, Maud Hayden estaba de pie junto a la puerta, despidiendo a sus invitados. Claire se situó a su lado, sin poder dominar un escalofrío al contacto del frío aire nocturno. Pudo ver un extraño cuadro frente a la casa. El coche de los Loomis ya se había ido, pero el lujoso Cadillac de los Hackfeld estaba aún parado junto a la acera. Garrity ya se había instalado en el asiento delantero y el chofer permanecía de pie junto a la abierta portezuela posterior. Lisa Hackfeld había llevado a su marido a cierta distancia del automóvil, y ambos parecían estar discutiendo.
—Me gustaría saber qué pasa —comentó Claire.
—A mí también —repuso Maud—. Lo único que sé es que, por mi mala suerte, me ha dado un "no", diciendo que aún sabemos muy poco sobre Las Sirenas para ampliar la subvención.
—¿Cómo habrá que interpretar eso?
—Pues, verás…
Se interrumpió. La maciza figura de Cyrus Hackfeld se acercaba lentamente por el sendero, mientras su esposa se metía en el automóvil. El magnate se detuvo a unos metros.
—Doctora Hayden —dijo—. ¿Puedo hablar con usted un momento?
Maud se apresuró a abrir completamente la puerta corredera.
—Espera —dijo Claire—, voy a buscarte un suéter.
—No, no importa…
Con estas palabras descendió hasta el sendero. Claire la siguió un momento con la mirada, vio que empezaba a hablar con Hackfeld, después que asentía, y Claire abandonó la entrada para que no creyeran que estaba fisgoneando. Ayudó a Marc, llevando botellas y copas a la cocina, y vació los ceniceros, hasta que finalmente su madre política regresó.
Maud cerró la puerta de entrada y se apoyó de espaldas en ella, mientras frente a la casa el Cadillac se ponía en marcha, calentaba un momento el motor y después se alejaba, haciendo crujir la grava. Claire y Marc trataron de leer en el semblante de Maud cuando ella se acercó despacio a la mesita de café. Su expresión era de alivio, pero no de alegría.
—Bien, hijitos —dijo—, nos amplían la subvención… pero tendremos que cargar con Lisa Hackfeld.
Marc fue el primero en reaccionar.
—¿Qué demonios significa eso, Matty?
—Pues significa que Lisa Hackfeld se ha divertido esta noche como nunca se había divertido. Es una mujer rica que se aburre sin hacer nada y todo cuanto aquí se ha dicho esta noche sobre Las Sirenas la ha fascinado.
Mañana es su cumpleaños y ha pedido a su marido como único regalo que la permita acompañarnos. Sí, quiere ir con nosotros. Está decidida a ello.
Necesita tomarse unas vacaciones pero cree también que puede resultar de utilidad para nosotros. Dice que ha estudiado danza. Hackfeld haría cualquier cosa por complacerla. A decir verdad, no me dio ni tiempo de presentar objeciones. Me dijo: "Naturalmente, doctora Hayden, si usted tiene que llevar a otra persona, eso significará. Más gastos y yo tendré que aumentar la subvención, ¿no le parece? Muy bien, vamos a dejarlo en la suma que usted solicitó después de cenar. La pondré de mi propio bolsillo e incluso añadiré cinco mil más. ¿Le parece bien?". —Maud lanzó un bufido—. ¿Qué podía hacer yo? Tuve que decir que sí. Seremos un grupo extraño y abigarrado, pero lo importante, hijitos, es que iremos. ¡Esto es lo único que cuenta!
Aunque eran ya más de las dos de la madrugada y estaba físicamente cansada, Claire, a decir verdad, no estaba demasiado cansada para aquello.
Sabía que él la deseaba, como siempre que le dirigía taimadas indirectas y se le comía el busto con los ojos, aunque justo era reconocer que ello no sucedía con mucha frecuencia.
Ambos se habían desnudado y Claire estaba ya en la cama de matrimonio, con el leve y blanco camisón de nailon de finos tirantes y falda completamente plisada. El estaba aún en el cuarto de baño y entre tanto ella, tendida de espaldas, lo esperaba. A excepción de la tenue luz que esparcía la lamparilla de la mesita de noche, en la estancia reinaba una íntima semioscuridad y un agradable calor, pero ella esperaba con la mente y no con sus miembros inferiores, y se preguntó por qué sería. En realidad, lo sabía muy bien, pero le disgustaba reconocerlo. Siempre le había disgustado tener que reprocharse algo. La verdad era que aquel acto no le producía placer, sino únicamente la romántica idea que lo justificaba. Su realización era un símbolo. Aquella íntima unión hacía que se sintiese una mujer casada y normal, que vivía al unísono con las demás mujeres de la tierra. La simple unión carnal no le producía placer físico. En los últimos meses, temió que él adivinase sus verdaderos sentimientos. De no ser así, ¿por qué acudía a ella tan de tarde en tarde?
Marc salió del cuarto de baño, vistiendo su pijama a rayas, y cuando ella volvió la cabeza en la almohada para mirarlo, vio por su expresión y movimientos que ya se hallaba dispuesto. Permaneció tendida, esperándolo sin tensión ni expectación, porque aquello le era ya familiar. El empezaba por sentarse al borde de la cama, después se quitaba las zapatillas, se deslizaba entre las sábanas, apagaba la lamparilla y se tendía a su lado. Luego su mano avanzaba hacia ella, y de pronto se volvía para besarla en la boca, bajando al propio tiempo los finos tirantes, para besarle después los senos y asir finalmente el extremo inferior de su camisón. A los pocos minutos, todo había terminado y ella volvía a estar como antes. Valía cualquier cosa ser una persona normal y casada, se dijo Claire, mientras lo esperaba.
El se sentó al borde de la cama y se quitó las zapatillas.
—Hemos pasado una velada muy agradable, querido —dijo Claire—.
Me alegro de que todo haya ido tan bien.
—Sí —asintió él, pero una sombra de desaprobación cruzó su semblante—. Aunque hay una cosa que…
Se deslizó entre las sábanas pero permaneció medio incorporado sobre un codo.
Claire lo miraba con expresión intrigada.
… hay una cosa que me preocupa, Claire. ¿Qué te pasa, qué tienes para hablar tan libremente delante de personas completamente desconocidas? Me refiero a todas esas tonterías que dijiste al manifestar tu aprobación a esos obscenos festivales, diciendo que ojalá los tuviésemos aquí. ¿Qué pensarán los que te oyeron? Sin duda les produjo muy mal efecto. Como no te conocen, no podían saber que bromeabas.