Read La isla de las tres sirenas Online
Authors: Irving Wallace
—Muy bien, Maud; esperemos que tengas razón.
Maud regresó pensativa al sofá.
—Lo que más me preocupa, de verdad, es que me será muy difícil hablar a solas con Cyrus Hackfeld en presencia de Garrity… y también de Lisa Hackfeld. No puedo confiar demasiado en que los Loomis los acaparen.
—Pero puedes confiar en Marc y en mí —dijo Claire—. Tú quédate con Hackfeld después de cenar, que yo atenderé a nuestro autor de libros de viajes y a Ms. Hackfeld. A decir verdad, no es Garrity quien me preocupa. Estoy segura de que nada debe gustarle más que hablar de sus viejos triunfos. Lo que me preocupa… —y miró a Maud—. Lisa Hackfeld es quien más me preocupa. No sé si podremos congeniar. La única vez que te oí hablar de ella, dijiste que la considerabas una mujer frívola.
—¿Frívola? ¿Eso dije?
—Creo que sí…
—Es posible. Pues sí, esa fue la impresión que me produjo. Aunque reconozco que puedo haberme equivocado porque, en realidad, apenas la conozco. —Movió la cabeza, turbada—. Ojalá la conociese.
Hasta aquel momento, Claire no comprendió plenamente la importancia que aquella velada tenía para Maud. En cierto modo, Claire imaginaba que, si tan necesaria fuese la ayuda financiera de Hackfeld para efectuar la expedición, Maud iría a visitar al potentado en su despacho. Pero Claire se dio cuenta entonces de que su madre política no quería discutir el presupuesto acordado para la expedición en un ambiente de negocios, donde Hackfeld era el amo y estaba acostumbrado a contestar con negativas. Maud había querido servirle la cuestión en bandeja, durante la sobremesa, para que la encontrase tan agradable como un aromático coñac, en una atmósfera suave y desprovista de tensión, donde un duro y tajante "no" quedase fuera de lugar. Al comprender esto y la importancia que tenía obtener una buena tajada, Claire decidió calmar la desazón de su madre política.
—No quiero preocuparme más por lo de esta noche —dijo, con decisión—. Los ricachos no hacen lo que no les gusta. Si Mr. Hackfeld no sintiese interés por ti y por la expedición, no se molestaría en venir aquí esta noche. Esto es un tanto a nuestro favor. Maud, confío en que todo irá bien si la dejas a ella —y también a Garrity— al cuidado de Marc. Yo haré lo que pueda para ayudarlo, aunque no sé si será mucho. Verás como cuando hayamos terminado de cenar, ya habremos podido conquistar a Lisa Hackfeld… y después nos divertiremos todos como locos.
A las cinco y cinco de la tarde, Lisa Hackfeld al volante de su Continental blanco penetró en la entrada para coches de la enorme mansión de dos plantas de Bel-Air, que daba a Bellagio Road, y se detuvo frente a la puerta de servicio.
Tuvo que tocar dos veces el claxon para que acudiese Bretta, su doncella, a sacar varios paquetes que llevaba de la casa. Imagino a su lado en el asiento. Después se apeó del lujoso automóvil y entró con aire cansado en la mansión. En el vestíbulo se quitó el pañuelo de seda con el que había protegido sus rubios cabellos, lo dejó caer sobre el banco estilo Directorio, se despojó de su abrigo de piel de leopardo y, llevándolo medio a rastras, penetró en la espaciosa y soberbia sala, y lo tiró sobre el brazo de la butaca más próxima. Examinó distraídamente el correo, puesto sobre la repisa de la chimenea, se acercó después a las revistas, colocadas sobre la mesita del café y hojeó sin interés el último Harper's Bazaar. Por último se dirigió al sofá, para dejarse caer sobre los mullidos cojines, esperando con impaciencia que apareciese Averil, el mayordomo.
Al cabo de medio minuto vino Averil con el doble Martini seco acostumbrado sobre la bandejica de laca.
—Buenas tardes, señora. No ha llamado nadie.
—Gracias, Averil —dijo, tomando el Martini—. Sólo lo que ha prescrito el doctor—. El mayordomo se dispuso a marchar, mientras ella paladeaba la fría y agria bebida, pero Lisa lo llamó—. Tráigame otro dentro de un cuarto de hora. Y diga a Bretta que me prepare el baño.
—Sí, señora.
Cuando el mayordomo se hubo marchado, bebió medio Martini, hizo una mueca al probarlo —parecía que oliese a sales— y después notó con agrado el calorcillo que esparcía por sus miembros. Era aún demasiado pronto para notar su benéfico efecto. Tenía que dar tiempo a la poción. Hizo girar la copa entre sus dedos, hipnotizada por el brillo de la aceituna y después la dejó sobre la mesita, a su lado.
Inclinándose hacia delante con los codos apoyados en las rodillas, recriminó en silencio al Martini, por no poseer el poder mágico que hubiera podido curarla.
Aquel poder mágico no existía en el mundo, como sabía muy bien. Lloró de ojos para adentro, para que no se viera su llanto. Oh, Señor —rompió en llanto—. Oh, Mentiroso, tú no me dijiste que sería así, no me dijiste lo que ocurriría. Sin embargo, así es, sollozó. Hoy es el último día de la Vida y mañana empieza el largo, lento y tortuoso descenso hacia el Olvido. Mañana, a las nueve y tres minutos de la mañana, el Viejo revisará y apuntará sus últimos bienes en el Libro del Día del Juicio y la anotación que hará mañana rezará: "Tiene cuarenta años".
¿Qué artes mágicas podían impedir esta anotación que el Sumo Hacedor efectuaría al día siguiente? Cuando una mujer llegaba a los cuarenta años de vida, sus efectivos se acumulaban con rapidez y pronto era cincuenta, después sesenta, hasta que por último El se quedaba con todo y la mujer no tenía nada porque nada era y el dedo del destino borraba su nombre en el Libro del Juicio Final.
Lisa sabía que había perdido miserablemente el día, porque se ocultara donde se ocultase para proteger el último día de sus treinta y nueve años, sabía que el Viejo estaba allí, empujándola sonriendo con su boca desdentada y esperando en cada Samarra.
Desde el momento en que el sol, filtrándose a través de las persianas, acarició sus párpados a las diez de aquella mañana, ella supo que el día estaba predestinado, lo mismo que ella, y que ya nunca jamás volvería a ser joven. Lo supo porque al despertarse por completo y pasar a la ducha, se puso a pensar no en aquel día en particular, sino en todos los días anteriores, hasta el punto donde alcanzaban sus recuerdos.
Evocó su infancia en Omaha, cuando se llamaba Lisa Johnson y su padre era dueño de la ferretería que se alzaba cerca de las instalaciones de la Unión Stock. Estaba muy satisfecha de ser la niña más linda en la escuela de primeras letras, después la muchacha más popular en la escuela de segunda enseñanza y la actriz más joven que tuvo un papel en el teatro de Omaha. Necesitó muy pocas lecciones para convertirse en la mejor cantante y bailarina y en la más atractiva de la ciudad. De manera completamente natural sus aptitudes la llevaron a Hollywood, donde fue con una amiga que, como ella, tenía poco más de veinte años, dispuesta a convertirse en estrella de la noche a la mañana.
Quedó muy sorprendida al ver que, pese a ser la mejor cantante y bailarina y la más atractiva muchacha de Omaha, no obtuvo una situación parecida en Hollywood, ya que en Cineápolis había jóvenes agraciadas como ella a espuertas. Se convirtió en una del montón. Tuvo numerosas amistades y una de éstas, agente teatral, hizo de ella una corista y pasó a trabajar en cuatro vistosas comedias musicales producidas por uno de los principales estudios. No consiguió pasar de allí y continuó haciendo carrera, participando en emisiones comerciales y actuando como vocalista en algunos de los clubes nocturnos menos selectos. Gastó parte de sus ahorros tomando varias lecciones de arte dramático en un teatrito de La Brea Avenue, al cual Cyrus Hackfeld acudió como espectador, cuando después de la guerra fue licenciado honorablemente con el grado de oficial de Intendencia. Fue allí donde la vio por primera vez, quedó prendado de ella y consiguió hábilmente serle presentado. Aunque tenía quince años más que ella, Cyrus se mostraba más juvenil que los jóvenes con quienes Lisa salía. Tenía mayor vivacidad, más dinamismo, mayor prosperidad. Después de un año de relaciones continuadas, se casó con él muy contenta, experimentando un sentimiento de gran seguridad y amparo.
Recordó todo esto mientras se duchaba y no pudo por menos de sorprenderse al pensar con cuánta rapidez habían transcurrido los diecisiete años de su vida conyugal. Durante aquellos años lo único de sus antiguas aficiones que conservó, fue un gran interés por la danza. Continuó tomando algunas lecciones de manera esporádica, cada vez con más irregularidad cuando su hijo Merrill, que poseía su talante despreocupado en vez de la férrea energía de su padre, ingresó en la escuela preparatoria de Arizona. Y, por increíble que pareciese, allí estaba, con un solo día interponiéndose entre ella y los cuarenta años.
Durante toda aquella mañana, se esforzó por tomarlo con filosofía y reflexionar profundamente, proceso desconcertante que solía dejar para los conferenciantes que tomaban la palabra en la reunión mensual titulada Foro de los Grandes Libros, a la que ella nunca dejaba de asistir. Aquella particular mañana se aventuró por su cuenta en esta peligrosa estratosfera. Se puso a pensar que, si bien se miraba, los calendarios eran obra humana y por lo tanto arbitrarios y sujetos a error. Si no se hubiesen inventado los calendarios ni los relojes, y los hombres no se hubiesen puesto a contar las idas y venidas de la Luna, nadie sabría con certeza su edad, con el resultado de que todos serían siempre jóvenes. ¿Cómo era posible que de la noche a la mañana una se volviese vieja? Ello se debía a lo engañoso del sistema empleado para medir el tiempo.
Pero sus profundas cavilaciones no le aportaron el menor consuelo. En primer lugar, se puso a pensar en el pasado, lo cual, según todos decían, era señal segura de vejez. En segundo lugar, se puso a pensar en Merrill y se dio cuenta de que no podía tener un hijo tan mayor, pretendiendo al propio tiempo ser una mujer joven. Después pensó en Cyrus, recordando que, si bien antes, su marido era corpulento, a la sazón se había convertido en un paquidermo y que si cuando le conoció sólo tenía la primera fábrica, actualmente poseía veinte o treinta empresas, sin olvidar su Fundación; sólo los hombres ricos y viejos creaban fundaciones, los hombres jóvenes y ambiciosos no lo hacían y aunque ésta se hallase libre de impuestos y representase un pasatiempo, también significaba que habían transcurrido muchos años. En último lugar, pensó en sí misma.
Hubo un tiempo en que tenía un cabello sedoso de un rubio natural, pero ahora no tenía ni idea de cómo era en realidad, después de una década de champús, lavados de cabeza y tintes. En cuanto al resto de su persona, si por esta vez quería ser sincera, tenía que reconocer que había ido cambiando poco a poco, con el resultado de que el semblante de la joven más linda de Omaha se convirtió en el rostro de una mujer madura, de facciones marchitas, que había estado expuesto al sol demasiados años, redondo y carnoso, con arrugas en la frente, patas de gallo junto a sus ojazos y alguna que otra arruguita aquí y allá. Lo que estaba peor eran la garganta y las manos, pues habían perdido su primitiva tersura. Su figura ya no podía llamarse tal, a menos que se considerase la O una figura, había engordado, desdibujando las curvas, haciéndose cada vez más informe, aunque no podía decirse aún que estuviese obesa, no, eso no. Sin embargo, pese a las emboscadas que le tendía la naturaleza, su íntimo ser no había sucumbido al paso de los años. Una frase certera y penetrante, que había oído en una de aquellas conferencias mensuales, resumía a la perfección sus actuales sentimientos. La frase era de uno de aquellos autores teatrales ingleses que disfrazaban la verdad bajo el manto de la comedia. Probablemente, casi sin ninguna duda, Oscar Wilde. ¿Cuál era la frase? Sí: "La tragedia de la vejez no consiste en que uno es viejo, sino en que uno es joven"; Sí, exacto. Así transcurrió aquella aborrecible mañana.
Había llegado la tarde y allí estaba ella paladeando el Martini a sorbitos, mientras pensaba en las catastróficas horas transcurridas entre el despertar y aquel momento. Trató de huir de los recuerdos del pasado y de los espejos que poblaban su mansión, yendo en coche a Beverly Hills, intentando estar ocupada, creando demasiada actividad para poder pensar profundamente.
Mientras degustaba el Martini, pasó revista a las primeras horas de la tarde, como si participase de nuevo en todas las acciones y acontecimientos, como si de nuevo se actualizase todo, y de este modo dejase de ser pasado.
Volvió en espíritu a las doce y media.
A la una estaba citada con Lucy y Vivian para ir a almorzar a un nuevo restaurante escandinavo de Beverly Hills, The Great Dane, pero a las doce y media pensó que anularía el compromiso, si pudiese convencer a Cyrus para ir a comer juntos. Llevaba su última adquisición, un vestido verde jade que caía en suaves pliegues, con el resultado de suprimir kilos y años, y era una lástima malgastar aquel vestido luciéndolo ante personas de su propio sexo.
Marcó el número y la pusieron inmediatamente con su esposo.
—Dime, Lisa.
—Hola, querido. Tuve ganas de llamarte.
—Me has pescado por casualidad. Ahora mismo salía para encontrarme con Rex Garrity en el club.
—Oh. Eso quiere decir que tendrás que comer con él.
—Concertamos el compromiso hace unos días. Vino en avión para dar una conferencia y dijo que quería verme para hablar de algo relacionado con la Fundación. No estaré mucho tiempo con él… después volveré aquí y…
—Hizo una pausa—. ¿Por qué lo dices? ¿Te gustaría comer con nosotros?
—No, no. Sólo quería decirte hola.
—Te gustaría conocerle. Es un gran conversador.
—Te lo agradezco mucho, querido, pero no. Estoy citada con Lucy y Vivian.
—Lo siento. ¿Qué harás, hoy?
—De momento, ir a comer con ellas. Después al peluquero. Iré de compras. En fin, nada importante.
—Bien. Tengo que irme ahora. Hasta luego.
—Sí, hasta luego. Adiós, querido.
Después tomó el coche para dirigirse a Beverly Hills. Cyrus había sido muy amable al invitarla, pensó, teniendo en cuenta lo atareado que estaba siempre. Pero no tenía paciencia para soportar aquel autor de libros de viajes, al que no había leído, ni conocía, y tampoco sentía deseos de conocerlo o leer sus obras. Deseaba estar a solas con Cyrus para sentarse y charlar, de nada concreto, acaso de ellos mismos. Habían hablado tan poco aquellos últimos años, tal vez porque él hablaba durante todo el día en su despacho o quizá porque ella vivía tan apartada de su trabajo (o de cualquier cosa interesante) que a la sazón apenas sabían de qué hablar, como no fuese de Merrill, los amigos comunes y las últimas noticias.