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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (32 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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Rachel sonrió sólo de dientes afuera.

—Lo dudo, Ms. Hayden. O mucho me equivoco, o nos hallamos en la misma situación que los ingleses, que en los tiempos del Imperio vivían en Malasia y se vestían de etiqueta para cenar en la selva.

—Fue una suerte que existiesen personas así —comentó Lisa Hackfeld Y éstos… ¿cómo es posible que vayan por el mundo de esta manera?

—Por lo general, no tienen compañía —dijo Claire.

Rachel DeJong desvió la conversación:

—Creo que ahora llegan nuestros equipajes. Espero que tengan cuidado al desembarcarlos.

Todos contemplaban la aguzada proa de la canoa, que avanzaba rápidamente, a impulso de los canaletes manejados con vigor por ocho membrudos indígenas. En el centro de la canoa se amontonaban los equipajes de la expedición.

—No acabo de acostumbrarme a su aspecto —dijo Lisa—. Esperaba que fuesen más morenos, más "indígenas".

—Son mestizos de inglés y polinesio —le recordó Claire.

—Ya lo sé, pero de todos modos… Lo que tiene gracia es que el americano… me refiero a Mr. Courtney, es más moreno que ellos. Me gustaría ponerme tan morena. Al regresar, sería la envidia de todas mis amigas.

Rachel DeJong no quitaba ojo de la canoa que se aproximaba.

—Es posible que su tez sea clara —observó— pero sus facciones me parecen completamente polinesias. Todos son corpulentos y musculosos, tienen el cabello negro, la nariz ancha, labios más bien carnosos, lo cual no impide que tengan cierto aire afeminado, debido, supongo, a la gracia y soltura con que se mueven.

—Yo los encuentro muy masculinos —dijo Claire, dirigiendo una furtiva mirada hacia donde estaba Marc, temerosa de que la oyese.

—Desde luego, sobre eso no hay duda —dijo Rachel secamente.

La canoa, de diez metros de longitud, quedó varada en la arena y los remeros agitaron frenéticamente los canaletes en el agua para ayudar a su compañero, que tiraba de la proa para vararla en la playa.

—Quiero comprobar si mis cosas están ahí —dijo Lisa, encaminándose por la arena hacia la canoa.

—Yo también voy a verlo —dijo Rachel DeJong, yéndose en seguimiento de Lisa.

Claire, de momento, no sentía interés por su equipaje. Siguió con la mirada a Rachel y Lisa hasta la canoa y después se volvió para ver qué hacían los demás. A la sombra de un peñasco, Maud, Marc y Orville Pence se hallaban enzarzados en una discusión. Cerca de ellos estaba Courtney, agachado al lado de Hapai, repasando una lista, mientras Rasmussen estaba de pie, escuchando y secándose la frente con un pañuelo. A cierta distancia, a la orilla del mar, Mary Karpowicz andaba con el agua hasta los tobillos, mientras sus padres la miraban embelesados.

Claire pensó por un momento en ir a reunirse con su marido pero luego pensó que prefería estar sola. Volviéndose de espaldas a los demás, recogió su bolso de la arena y, balanceándolo perezosamente por la larga correa, cruzó con paso lento frente a la canoa que estaban descargando. De allí se dirigió hacia un grupo de encorvados cocoteros y cuando llegó al primero, se tendió en la arena, sacó un cigarrillo del bolso, lo encendió y después se apoyó en la base del árbol, para ponerse a mirar con expresión soñadora el paisaje que la rodeaba. Resultaba fácil despoblar aquel escenario, devolverle su prístino y virginal estado, pues tenía una magnífica grandeza que anulaba las figurillas que entonces lo poblaban temporalmente.

Al verse encerrada entre aquellos imponentes acantilados, la vegetación libre y desbordada, sintió por primera vez que había cortado todo contacto con la civilización, con todo cuanto le era familiar y conocido.

Era como si hubiese abandonado el mundo seguro en que habitaba para lanzarse al espacio cósmico y ser la primera en posar su planta en un cálido y desconocido planeta. Había desaparecido el mundo pasteurizado; higiénico, antibiótico, de aluminio, de plástico, eléctrico, automático y constitucional de toda su vida anterior. Se hallaba en el primer mundo, el primigenio, libre de reglas, sin trabas, aún no dominado, inculto, indómito, ignorante, desprovisto de cultura y de inhibiciones. Habían desaparecido las costumbres de los gentiles, la vida sofisticada y el proceso, sustituidas por las normas de la naturaleza, toscas, primordiales, paganas.

Por primera vez desde su infancia se hallaba a merced de otros. ¿Cómo podría existir? Volvió en espíritu a su abrigada y protegida vida reciente, su existencia fácil y cómoda, el blando lecho de plumón del que se levantaba, el cuarto de baño con sus esplendorosos cromados, la cocina con sus maravillas mecánicas, la sala y el estudio con sus telas, sus cueros y su mobiliario de lujo, con discos, libros y obras de arte. En su casa recibía la visita de amigos civilizados a quienes podía entender, que iban decorosamente vestidos y que estaban tan enterados de las amenidades y se mostraban tan obedientes ante las normas sociales como los caballeros del tiempo de la reina Victoria.

El pasado había sido arrinconado. ¿Qué quedaba ahora en su lugar? Una isla volcánica, una extensión de tierra y selva, tan perdida en un mar inconmensurable que ni siquiera figuraba en los mapas. Un pueblo con una cultura tan extraña que no sabía lo que eran un policía, un voto, una lámpara eléctrica, un Ford, una película, una lavadora, un traje de noche, un Martini, un supermercado, un premio literario, una boca de riego, un parque zoológico, una canción de navidad, unos sostenes, una vacuna contra la poliomielitis, una pelota de fútbol, un corsé, un aparato de alta fidelidad, un New York Times, un teléfono, un ascensor, un kleenex, una tarjeta de seguros sociales, una llave Phi Beta Kappa, una cena con televisión, un emplasto para los callos, la afiliación a un club de alta sociedad, un desodorante, una bomba nuclear, un lápiz, una operación cesárea… Todo esto, todas estas cosas, se habían esfumado de su vida, y allí estaba ella sobre aquellas arenas desoladas, en una mota de tierra perdida en la inmensidad de Oceanía, disponiendo únicamente de su metro sesenta y dos de estatura, sus 51 kilos de peso y sus veinticinco años de existencia superprotegida, supercivilizada, poco preparada y defendida. Únicamente treinta y dos horas separaban el cómodo paraíso mecanizado de Estados Unidos de las rudas y primitivas islas de Las Tres Sirenas. Había franqueado el tiempo y la distancia en cuerpo y alma.

¿Podría franquearlos asimismo en espíritu y corazón?

A pesar del resplandor del sol que le daba en la cabeza, se estremeció. Después de dar una última y prolongada chupada al cigarrillo, lo enterró en la arena y se puso en pie, para mirar al otro extremo de la playa. El grupo se estaba reuniendo cerca de los equipajes, amontonados junto a la canoa y comprendió que Maud necesitaría el inventario que ella llevaba en el bolso. Volvió a recorrer la arena con paso más enérgico que antes, y al hacerlo recordó la orilla del lago que en Chicago recorría de niña. A los pocos instantes volvía al grupo integrado por su madre política, su marido y los demás miembros del equipo.

Si bien se permitió a los expedicionarios que conservasen sus efectos personales, hasta un límite de dieciocho kilos, en sus propias maletas, el equipo científico se había reunido y embalado en cajas de madera. Después de que Maud hubo ayudado a todos a identificar los equipajes respectivos, llamó a Claire y pidió el inventario del equipo científico.

Claire, con la lista en la mano, permanecía de pie detrás de Maud, mientras ésta examinaba el exterior de las cajas.

—Parecen estar bien —declaró Maud—. Vamos a ver si están todas.

Tú lee la lista en voz alta y yo las iré identificando.

—Una caja con sacos de dormir, lámparas, pilas y magnetófono portátil —leyó Claire—. Después…

—Ya está —dijo Maud.

—Una caja con los instrumentos de herborizar del Dr. Karpowicz, prensas para plantas…

—Vale.

—Una caja con el recibo fotográfico del Dr. Karpowicz… cámara tomavistas, dos cámaras fotográficas, trípodes, laboratorio de revelado portátil, película…

—Adelante.

—Una caja… no, dos cajas… con los botiquines de Ms. Bleaska, otros medicamentos, insecticidas…

—Sí, aquí están, Claire.

—Después, seis cajas de provisiones variadas… conservas, leche en polvo…

—Espera Claire, sólo he localizado dos…, no tres… un momento.

Al ver a Maud de rodillas buscando las cajas, Claire recordó cuán curioso le había parecido tener que traerse la comida. Maud le explicó que, por lo general, comerían lo mismo que los habitantes de Las Sirenas, pero resultaría útil disponer de una despensa limitada con sus propias provisiones. A veces, añadió Maud, puede ocurrir que el pueblo que se visita pase un período de escasez o, incluso, hambre, y al disponer de víveres, no se les priva de los suyos. Otro motivo que le impulsó a traer aquellas provisiones era pensar que la exótica cocina nativa tal vez no fuera del agrado de algunos miembros del equipo, que preferirían pasar hambre antes que comer lo que les repugnaba o tal vez les sentara mal. Maud tenía un mal recuerdo de una expedición que realizó con Adley, durante la cual se vio obligada a comer rata de bosque hervida, pues se encontraba en la alternativa de insultar a su anfitrión negándose a comerla, o morir de hambre.

—Muy bien, Claire, continúa —dijo Maud.

Claire consultó su lista.

—Vamos a ver. Aquí, ya está. Una caja de artículos de escritorio… máquina de escribir portátil, varias resmas de papel, los tests del Dr. Pence, tus cuadernos de apuntes y lápices…

Maud asentía mientras rebuscaba entre las cajas.

—Sí, Adley solía decir: "Lo único que yo necesito de verdad en la expedición son lápices y jabón de afeitar…". Vale, ya lo tengo.

—Libros —dijo Claire—, una caja de libros.

Ella había preparado y empaquetado personalmente las obras fundamentales que, en número de algunas docenas, constituían la pequeña biblioteca de la expedición… El esquema de materiales culturales las Notas sobre el terreno, de Kennedy, las Notas y preguntas para antropólogos, del Museo Británico, el Manual de Merk (propiedad de Ms. Bleaska), los Argonautas del Pacifico Occidental, de Malinowski, la Sociedad Primitiva, de Lowie, el Varón y Hembra, de Mead (propiedad del Dr. Pence), fueron los primeros títulos que se le ocurrieron, pero los expedicionarios también se habían traído libros de carácter más ligero, destinados a matar el tiempo. Orville Pence había traído algunas novelas pornográficas, explicando que realizaba un estudio sobre aquel tema. Harriet Bleaska había metido en la caja media docena de novelas de misterio, en edición popular. Claire se había llevado consigo el Typee, de Melville, el Noa Noa, de Gauguin, los Viajes, de Hakluyt, las Sombras blancas de los Mares del Sur, de Frederick O'Brien, obras que eligió por considerarlas lectura apropiada para aquel viaje.

—Ya encontré los libros —dijo Maud.

Claire continuó leyendo apresuradamente su inventario. Las restantes cajas contenían artículos heterogéneos, como equipo topográfico, jabón, purificadores de agua, cintas métricas de acero, mapas en colores, álbumes fotográficos de indígenas pertenecientes a otras culturas, cartas marinas, aparejos de pescar, juguetes infantiles, todo ello destinado a ser empleado en estudios particulares. Finalmente Maud se enderezó y empezó a darse masaje en los riñones. Claire guardaba el inventario en el bolso, cuando Tom Courtney con su elevada estatura surgió entre ellas.

—¿No falta nada? —preguntó.

—Todo está aquí y nosotros también estamos aquí —dijo Maud con jovialidad—. ¿Qué hay que hacer ahora, Mr. Courtney?

—Ahora, doctora Hayden, hay que prepararse a andar —dijo sonriendo—. El camino no es muy largo, pero en algunos lugares el paso es difícil. El sendero asciende gradualmente hasta la meseta, después desciende para volver a ascender por un lugar muy abrupto y por último desciende nuevamente hasta el pueblo. Son unas cinco horas de camino, poco más o menos, contando tres o cuatro descansos durante la marcha. —Indicó las cajas y el equipaje—. No tienen que preocuparse por eso. Ahora vendrán de la aldea una docena de jóvenes, para ayudar a los nueve que ya están aquí. Llevarán el equipo por otro camino, un atajo, pero es demasiado abrupto para ustedes, a menos que sean escaladores.

—Iremos por el camino más largo y menos difícil —decidió Maud.

Marc se unió entonces a Claire y su madre, mientras casi todos los miembros del equipo se congregaban detrás de Courtney para escuchar lo que éste decía. Parecían bisoños soldados de infantería reunidos en torno al sargento, para escuchar ansiosamente sus palabras, que disiparían incógnitas y les tranquilizarían acerca de lo que de momento había que hacer.

Lisa Hackfeld levantó la mano y cuando Courtney la invitó a hablar, ella dijo con voz trémula:

—El camino que vamos a seguir… ¿está frecuentado por fieras?

—Aquí no hay fieras, señora —aseguró Courtney—. Como en muchas de estas pequeñas islas del Pacífico, la fauna es muy limitada y casi toda está formada por animales marinos, concentrados en las costas: tortugas, cangrejos, algunos lagartos inofensivos… A medida que penetremos hacia el interior, acaso vean algunas cabras, perros de pelo cono, gallinas y gallos descendientes de los animales domésticos traídos aquí por Daniel Wright en 1796. Esos animales vagan en completa libertad. Las ovejas se extinguieron. Después hay algunos verracos silvestres y cerdos muy flacos, propios de la isla y bastante dóciles. Es tabú matarlos, a excepción de los que se destinan a los festines del jefe y a la semana de las fiestas.

Mientras Courtney hablaba, una hermosa ave de largas patas descendió de un acantilado para posarse sobre un tronco de árbol empapado, desde donde tranquilamente les contempló.

—¿Qué pájaro es ése? —inquirió Claire.

—Es un chorlito dorado —repuso Courtney—. También verá, de vez en cuando, gran variedad de charranes, palomas de Noé, palomas coronadas. Estas son casi todas las especies de aves de la isla. —Su mirada se volvió a Lisa Hackfeld—. No tiene usted que temer a nada, excepto a una insolación.

—Parece tan seguro como una merienda campestre —dijo Maud, risueña.

—Le garantizo que así es —dijo Courtney. Pero al ver aún cierta inquietud pintada en los rostros de sus oyentes, reflexionó un momento y dijo—: Bien, ahora que el equipo ha desembarcado, ustedes conocen la ruta que vamos a seguir y también saben algo sobre la fauna, no creo que haya mucho que añadir de momento. Comprendo que todo esto les parezca extraño y que desearían saber muchas más cosas, pero no creo que esta playa sea el lugar más adecuado para hablar de ella. El sol calienta más a cada minuto que pasa y aquí no podemos refugiarnos a la sombra. No quiero que se asen antes de empezar. Tendré mucho gusto en responder, por intermedio de la doctora Hayden o directamente, a todas las preguntas que deseen hacerme, cuando estemos cómodamente instalados en el poblado.

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