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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (87 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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Desechando todos sus temores, Rachel tomó la pluma y empezó a escribir:

Por lo que se refiere a este amigo indígena, sólo le he visto una vez desde que estuvimos en el atolón. Desde que renuncié a ocuparme de su caso (véanse las Notas Clínicas), ya no había razón para que continuase recibiéndolo en el consultorio. Pero varias otras veces me invitó, ofreciéndose para enseñarme otras partes de la isla principal y también el tercer atolón. Me hizo estas invitaciones verbalmente, por medio de un mensajero, pero yo no pude aceptarlas. Tengo muy poco tiempo libre, pues estoy muy ocupada con mis pacientes, los estudios que realizo en la cabaña de Auxilio Social, mis investigaciones acerca de la Jerarquía como institución de ayuda mental y mis observaciones de la semana de festejos, que tengo que poner en orden.

La única vez que he vuelto a encontrarme con Moreturi ha sido esta mañana temprano, cuando fui a visitar a su madre, que está al frente de la Jerarquía (véanse Notas Clínicas). El me estaba esperando a la puerta y solicitó que lo recibiese en el consultorio, para una visita médica. Dijo que mi labor anterior con él había dado muy buen resultado, por lo visto, pues veía más claro lo que sucedía en su interior y sentía vivos deseos de explicarme lo que había conseguido, gracias a mi ayuda. Naturalmente, yo no pude negarme a esta petición, como psiquiatra, y le prometí que lo recibiría a título excepcional a las tres de esta tarde. Estoy intrigada por lo que tiene que revelarme. No puedo suponer qué será".

Su reloj le dijo que lo tendría allí dentro de siete minutos. Puso la capucha en la pluma, cerró el diario y dejó ambos objetos a un lado. Sacó el espejo del bolso, se miró en él y después se arregló el pelo y se dio un poco de rojo a los labios.

Se sintió complacida al notar su aspecto juvenil. ¿Por qué había intentado ser más que una mujer joven, si eso es lo que era? ¿Qué la hizo convertirse en una psicoanalista? Por un momento, trató de responder a estas preguntas con una sinceridad que nunca se había atrevido a emplear.

Cuando asistía a la universidad sintió miedo de la vida, pensó que si se lanzaba a la vida sólo como mujer y nada más, quedaría indefensa y expuesta a demasiados sufrimientos. Sus sentimientos femeninos serían escarnecidos y pisoteados. Por amarga experiencia sabía que los hombres se reían, se burlaban de las mujeres o las humillaban, jugaban con sus sentimientos y ellas no podían defenderse. Aunque por otra parte, las que sólo eran mujeres conocían a veces el placer, incluso el éxtasis, eran objeto de admiración, de deseo y estima, pero Rachel desechó todas estas ventajas. Los peligros de entrar en la vida como mujer únicamente, sin otros atributos, eran demasiado numerosos.

Y entonces, quizás como una póliza de seguros, como un medio de defensa y protección, para evitar que la humillasen, para no sentirse abandonada, se revistió con la armadura de una carrera universitaria. Cuando se doctoró en Medicina en la especialidad de Psiquiatría, ya no se sintió expuesta a las incertidumbres y sinsabores de su condición humana y perecedera. En cierto modo, dominaba a sus semejantes, era una diosa sintética sentada en un trono que se alzaba sobre el turbio río de la vida. A ella acudían los enfermos y los desgraciados, los tullidos y lisiados del alma, y ella los acogía y los amparaba, librándolos de sus tormentos. Su profesión tenía además otras ventajas. Desde su encumbrada posición, sentada tras aquella ventana mágica por la que veía sin ser vista, podía vivir cien vidas distintas, disfrutando y sufriendo con mil experiencias ajenas. Pero siempre segura, y dominando desde lo alto, la vida que discurría a sus pies. Ella podía tocarla, pero se hallaba libre de su contacto. Y para evitar cualquier remordimiento que pudiera producirle su despegue de la vida, siempre podía enarbolar la bandera de sus buenas intenciones; siempre podía decirse que guiaba a los inválidos y a los ciegos, que hacía un bien a sus semejantes y por lo tanto el Creador tendría que premiar sus buenas acciones.

Rachel DeJong guardó el espejo en el bolso, junto con el lápiz para labios. Sí, se dijo, todo fue a las mil maravillas, salvo cuando ella se hizo mayor y lo estropeó deliberadamente. Joe Morgen no podía alcanzarla en su encumbrada posición, y ella tenía los miembros tan agarrotados que no podía descender de su trono. El matrimonio hubiera significado entregar, le gustase o no, aquella carne llena de temor y aquellas emociones que había sabido guardar para sí misma. La cuestión era esta: ¿sería capaz de bajar del trono, de mirar a los demás a su propio nivel, dejar que la empujasen entre la muchedumbre o en la cama, convertirse en un miembro más del pueblo, en una mujer como todas y no en una psicoanalista?

¡Y había conseguido descender! Hacía seis noches, sobre la arena acogedora de una playa remota y solitaria, había renunciado a su papel de espectadora fría y distante. De salvadora de los demás, se convirtió en una mujer que buscaba su propia salvación. Se entregó a un hombre puramente animal, cuya tez era de otro color, un mestizo, de cultura y sensibilidad rudimentarias. Estaba indefensa. El la trató como a una mujer cualquiera, nada más, ella se entregó de manera normal, demostrando a un hombre y a sí misma que podía desempeñar cumplidamente el papel de hembra.

Sin embargo, pese a la satisfacción que sentía, no estaba segura de haber dado el paso principal. Hubo demasiadas circunstancias atenuantes. Moreturi la incitó a acompañarlo ridiculizándola y desafiándola de una manera propia de una mente primitiva. Ella aceptó su invitación de visitar el islote y de nadar semidesnuda porque estaba embriagada. Un simple incidente ocurrido en el agua la despojó de una de sus prendas más íntimas y de su resistencia, pero no porque ella lo hubiera querido. No se entregó deliberadamente a Moreturi. Se sometió a su amoroso ataque porque se hallaba demasiado extenuada para resistirlo. En realidad, según recordaba, durante el acto se serenó lo suficiente para intentar resistírsele. A decir verdad, le ofreció resistencia. Pero su tremenda virilidad, el agua que los rodeaba como una bendición, terminaron por excitarla. Su reacción fue física, no mental.

No respondió por su libre voluntad. Por consiguiente, apenas había resuelto nada. Reconocía que le daba miedo ver de nuevo a Moreturi, pese a la curiosidad que sentía su cuerpo (no ella, sino su cuerpo), no porque se sintiese mortificada, sino porque aún no estaba convencida de que pudiese portarse como una mujer ordinaria. Y no sólo estaba insegura en cuanto a sí misma, sino en cuanto a sus relaciones con Joe. Volvería a California tal como se fue de ella… como una psicoanalista, con todos sus conflictos interiores aún sin resolver, detrás de su apariencia imperturbable.

Cuando llegó a este punto de su introspección, algo la interrumpió. Llamaban a la puerta con los nudillos.

Pensó de pronto que no era prudente celebrar aquella última sesión.

Ella se sentiría violenta. Y él también. ¿Qué tenía que decirle, que fuese tan importante? Pero ya no podía volverse atrás. Haciendo un esfuerzo, se elevó a su encumbrada posición, detrás de la ventana mágica, y se dispuso a vivir una vida ajena, mientras ella permanecía en segura reclusión.

—¿La puerta está abierta, adelante! —gritó.

Moreturi entró en la estancia, cerró la puerta a su espalda. Su porte era respetuoso y cordial. No mostraba su familiar aplomo cuando se acercó a ella, sonriendo a medias.

—Te agradezco mucho que me hayas recibido otra vez —dijo.

Ella le indicó las esterillas apiladas a un lado.

—Dijiste que te había sido útil y las mujeres somos muy curiosas, como ya sabes.

—¿Tengo que tenderme como antes?

—Nada de eso.

Rachel observó con fascinación cómo se movían los músculos bajo su epidermis atenazada. El se acomodó sobre la esterilla, ajustando el cordel que sostenía su única y sumaria prenda.

Para Rachel, aquella situación, con su paciente reclinado en el diván y el terapeuta sentado en el suelo a su lado, prestaba visos de irrealidad a su encuentro nocturno. Ella había estado tendida de espaldas en la oscuridad, mientras él la dominaba con apasionamiento y después, sumergida a medias en el agua, hizo tonterías y dijo frases incoherentes. Pero ahora ya habían transcurrido seis días desde aquello y sus sentimientos eran muy distintos; se preguntó si él también lo recordaba.

—¿Quieres que hable? —preguntó Moreturi.

Sí, habla", deseó gritarle. Pero dijo:

—Por favor, dime todo lo que pienses.

El volvió la cabeza hacia ella.

—Al fin estoy enamorado, Rachel —dijo.

A ella se le aceleró el pulso y se le hizo un nudo en la garganta. El continuó hablándole directamente.

—Sé que siempre me has considerado como un niño con cuerpo de hombre, pero ahora mis sentimientos son más profundos. Todo empezó con el festival. ¿Quieres que te lo cuente?

—Sí… si ese es tu deseo…

—Voy a contártelo. Tú eres la única persona a quien puedo referirlo, a causa de nuestra intimidad. Cuando invité a la que yo me refiero para que me acompañase en la canoa al otro lado del canal no lo hice más que con intenciones de divertirme. Lo confieso. Mis sentimientos no eran profundos. Ella se me resistió mucho rato, me rechazó y yo me propuse demostrarle que era un ser humano lo mismo que yo. Además, una mujer que se resiste produce más placer…

Rachel tenía las mejillas arreboladas por la humillación. Tuvo que contenerse para no abofetearlo.

… pero después de bañarnos, cuando ella se me entregó sucedió algo. Algo que nunca me había sucedido con otra mujer. Era la primera vez que sentía amor aquí. —Se tocó el corazón—. Por una vez, me amaron mientras amaba. Aquella mujer, que parecía tan fría, era de fuego. Nunca fui más dichoso.

Ella sentía deseos de bajar de su alto pedestal, para arrodillarse a su lado y besarlo por sus dulces palabras. Quería envolver aquel ser amable y bondadoso con su agradecimiento.

—Rachel, he estado pensando en lo que me has dicho y en lo que me has hecho —prosiguió Moreturi—. Ahora comprendo que mi problema ya no existe. Juro fidelidad eterna, excepto durante esa única semana del año que permite la costumbre, y ser un esposo leal y bondadoso…

La alegría de Rachel se convirtió en alarma. Extendió a ciegas el brazo y le tomó la mano.

—No, Moreturi, ni una palabra más. Eres uno de los hombres más buenos que he conocido. Estoy extraordinariamente conmovida. Pero una sola noche, una aventura, no puede ser la base de unas relaciones permanentes. Además, nos separan infinidad de cosas y nuestra unión sería un fracaso. Has hecho más por mí que yo por ti, créeme, pero yo nunca podría…

—¿Tú? —exclamó él, incorporándose asombrado—. No me refería a ti, sino a Atetou.

—¿A Atetou? —dijo ella, boquiabierta.

—Sí, a mi mujer. Anoche la llevé al atolón y ambos hemos cambiado. Ya no habrá divorcio. —La miró fijamente y vio que ella seguía con la boca abierta, incapaz de hablar—. Perdóname si… —empezó a decir.

—¡Atetou! —repitió Rachel con voz aguda, abrazándose y balanceándose no con mortificación, sino llena de deleite—. ¡Oh, buen Dios!

Empezó a reír con sonoras y cristalinas carcajadas.

—¡Oh, Moreturi, esto es demasiado bueno para ser de verdad!

Reía como una loca. El júbilo le sacudía el cuerpo y le producía convulsiones.

Moreturi se levantó y le pasó un brazo en torno a los hombros acariciándola, tratando de calmarla, pero ella movía la cabeza como si quisiera decirle que no necesitaba consuelo, que aquello era algo inusitado y maravilloso, mientras lágrimas de alegría le corrían por las mejillas.

—¡Oh, Dios mío! —decía, ahogándose—. ¡Oh, Moreturi, esto es demasiado…!

Buscó a tientas el bolso, que había dejado detrás de ella, sacó un kleenex y se secó los ojos, mientras su risa se convertía en un gorjeo.

—¿Qué ce pasa, Rachel?

—Me hace gracia, no puedo evitarlo. Una mujer tan seria como yo, tan contenta y preocupada al mismo tiempo, al oírte hablar, seguro de que te referías a nosotros… de que hablabas de mí en serio…

El contempló su cara con el maquillaje deshecho.

—Hablaba en serio al referirme a ti —dijo—. Pero también tengo sentido práctico y sé que esto no puede ser. En tu país tienes mucho mana y eres demasiado inteligente para un estúpido como yo…

—Vamos, no digas eso, Moreturi; no soy más que una mujer como Atetou y otra cualquiera —dijo con alivio. Después, con mayor dominio, añadió—: Si sabías que no puede haber nada entre nosotros, ¿por qué me llevaste a aquella playa y… me hiciste el amor?

—Por pasatiempo —respondió él con sencillez.

—¿Por pasatiempo? —repitió Rachel, pronunciando aquellas dos palabras con un nuevo sentido.

—¿Hay acaso otro motivo para hacer el amor? Tener hijos no es el principal motivo sino el secundario. El placer es lo más importante de la vida. Nunca nos hace peores, sino que siempre nos hace mejores.

Entonces fue Rachel quien se sintió como una niña frente a una persona mayor.

—Por pasatiempo… por placer —repitió—. Ya comprendo. Sin duda nunca he pensado a fondo en ello… hasta este momento. Le daba demasiada importancia. Lo convertía en algo demasiado trascendental. Quizás ya no seré capaz de apreciarlo tal como es.

—¿Qué dices? —preguntó él.

—No importa. —Levantó la mirada hacia sus anchas y juveniles facciones—. Moreturi, ¿hallaste de verdad placer conmigo?

El asintió con mucha solemnidad.

—Mucho placer —repuso—. Eres una mujer que proporciona mucho placer. —Vaciló—. ¿Y tú no sentiste lo mismo?

Le sorprendió ver cuán fácilmente contestaba.

—Me gustó. Lo sabes muy bien.

—Lo suponía, pero… Como no querías verme de nuevo, no estaba seguro.

—Soy una mujer muy complicada —observó Rachel.

—Yo no tengo tu cerebro, sino el mío, que es como el de mi pueblo, y me dice que cuando el amor produce dicha, no hay que terminarlo.

—Estoy empezando a comprender esto —dijo Rachel—. Me cuesta, pero voy aprendiendo. Perdona mi antigua solemnidad, Moreturi. En realidad… —Tomó el rostro del indígena entre sus manos y le rozó la mejilla con un delicado beso—. Te doy las gracias.

Un brazo musculoso la acercó a su torso desnudo, estrechándola contra él y con la otra mano empezó a desabrocharle la falda. Ella miraba la mano, sin hacer nada por detenerla.

—No —susurró—, no debería hacerlo… va contra todas las normas, no está bien… me expulsarán de la Asociación Psicoanalítica Americana…

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