Mujer de genio y talento, la joven Juana de Ingelheim no se conforma con las costumbres imperantes en la sociedad medieval. Instruida por sus padres en el arte de las letras y la medicina. Juana adopta la personalidad de su hermano muerto para ingresar en el monasterio de Fulda, donde se inicia en la vida monacal. Allí, convertida en el hermano Juan, la joven destaca como un excelente escolástico. Enviada a Roma, pronto se verá inmersa en la compleja trama de intrigas políticas y amorosas que envuelve a los estados pontificios. Superando todos los escollos, Juana es elegida papa el año 855 con el seudónimo Juan Anglico, la única mujer que ha ocupado el trono papal. Aunque considerada en la actualidad un personaje legendario, la existencia de la papisa Juana fue reconocida durante largo tiempo por la Iglesia Católica, para posteriormente ser negada a partir del siglo XVII.
Leyenda o verdad histórica, esta conmovedora novela reconstruye con trazos nítidos el retrato vivo de una mujer extraordinaria, una heroína apasionada cuya ambición no fue el poder sino el conocimiento.
La Papisa
ha sido traducida a 36 idiomas. En Alemania fue el bestseller # 1 durante más de tres años consecutivos. La versión cinematográfica protagonizada por Johanna Wokalek, John Goodman, David Wenham y Iain Glen se estrenó en 2009, con enorme éxito.
Donna W. Cross
La Papisa
ePUB v1.0
LeoLuegoExisto01.04.25
Título de la edición original:
Pope Joan, A Time Under Heaven
© Donna Woolfolk Cross, 1996
Traducción del inglés: César Aira
Para mi padre, William Woolfolk,
y no hacen falta más palabras.
Por haberme ayudado en mis investigaciones estoy en deuda con Lucy Burgess, de Cornell; Caroline Suma, del Pontifical Institute for Medieval Studies de Toronto; Eileen DeRycke, de Syracuse University; Elizabeth Lukacs, de Lemoine College; doctor Paul J. Dine, doctor Arthur Hoffman y señor John Lawrence, así como con el personal de las bibliotecas de Vassar y Hamilton College, Universidad de Pensilvania y Universidad de California, de Los Ángeles. Un agradecimiento especial a Linda McNamara, Gail Rizzo y Gretchen Roberts, de Onondaga Community College, que trabajaron con incansable energía e inteligencia para conseguirme muchos libros raros de diversas bibliotecas tanto de este país como del extranjero. Gracias también a Lil Kinney, Liz Liddy y Susan Brown, expertas investigadoras que lograron rescatar mucha información poco difundida sobre el siglo IX.
Muchas personas leyeron el manuscrito en diversas fases y aportaron su saber de expertos. Estoy agradecida al doctor Joseph Roesch, a Roger Salzmann, Sharon Danley, Thomas McKague, David Ripper, Ellen Coin, Maureen McCarthy, Virginia Ruggiero, John Starkweather, y a mi madre, Dorothy Woolfolk. Sus sugerencias mejoraron mucho el libro.
También querría dar las gracias a mi agente, Jean Naggar, que se arriesgó a partir de un manuscrito sin terminar; a mi primera correctora de la editorial Crown, Irene Prokop, cuya energía y entusiasmo por el libro fueron muy estimulantes; y a Betty A. Prashker, que ocupó el lugar de Irene cuando ésta se marchó.
Es profunda mi gratitud para quienes me apoyaron y alentaron durante los siete años de investigaciones y redacción de este libro: mi hija Emily y mi marido Richard, en la primera línea de fuego; mi cuñada Donna Willis Cross, que creyó en mí y en este libro cuando vacilaba mi propia fe; Mary Putman, que se hizo cargo de tareas adicionales para que yo tuviera libertad para escribir; Patricia Waelder y Norma Chini, que se aseguraron de que yo dispusiera del tiempo sin interrupciones que necesitaba; Susan Francesconi, cuya compañía durante nuestras largas caminatas hizo mucho por mantener mi cordura; Joanna Woolfolk, Lisa Strick, James MacKillop y Kathleen Eisele. Como dijo William Shakespeare, «mi riqueza son mis amigos».
Y sobre todo, querría dar las gracias a mi padre, William Woolfolk, a quien el libro está dedicado con toda justicia; sin su guía constante y su aliento, nunca lo habría escrito.
Era el vigésimo octavo día de
Wintarmanoth
del año del Señor de 814, el invierno más crudo que se podía recordar.
Hrotrud, la partera de la aldea de Ingelheim, avanzaba penosamente por la nieve hacia el
grubenhaus
del canónigo. Una ráfaga de viento atravesó la barrera de árboles y dirigió sus dedos helados hacia el cuerpo de ella, buscando los agujeros y remiendos de sus delgadas prendas de lana. El sendero del bosque estaba cubierto de nieve; a cada paso se hundía casi hasta las rodillas. La nieve se le adhería a las cejas y pestañas; tenía que limpiarse la cara continuamente para poder ver. Le dolían de frío las manos y los pies, pese a las capas de trapos con que se los había envuelto.
Una mancha negra apareció en el sendero frente a ella. Era un cuervo muerto. Incluso aquellos duros carroñeros morían aquel invierno de hambre porque sus picos no podían desgarrar la carne de los cadáveres congelados. Hrotrud se estremeció y aceleró el paso.
Gudrun, la mujer del canónigo, había empezado con el parto un mes antes de lo esperado. «Hermoso clima para que venga la criatura —pensó Hrotrud con amargura—. En el último mes han nacido cinco niños y ninguno ha vivido más de una semana».
Una ráfaga de nieve arrastrada por el viento cegó a Hrotrud, que por un momento perdió de vista el camino, apenas visible de todos modos. Sintió un poco de pánico. Más de un aldeano había muerto así, errando en círculos a poca distancia de su casa. Intentó quedarse quieta mientras la nieve giraba a su alrededor, rodeándola de un monótono paisaje blanco. Cuando el viento amainó, de nuevo pudo distinguir el sendero. Volvió a avanzar. Ya no sentía dolor en las manos ni en los pies: los tenía completamente helados. Sabía lo que podía significar aquello, pero no podía permitirse pensarlo; lo importante era mantener la calma.
«Tengo que pensar en algo que no sea el frío».
Se imaginó el hogar en que había crecido, una próspera granja de unas seis hectáreas. La casa era cálida y cómoda, con gruesas paredes de madera, mucho mejor que las casas de los vecinos, hechas de simples tablas cubiertas con barro. En el hogar central había un gran fuego; el humo salía en espirales por una abertura en el techo. El padre de Hrotrud usaba una valiosa prenda de pieles de nutria sobre su buen
bliaud
de lino y la madre llevaba cintas de seda en su largo cabello negro. La propia Hrotrud había tenido dos túnicas de manga larga y una cálida capa de la mejor lana. Recordaba la suavidad del tacto de aquellas telas caras.
Todo había terminado tan rápido… Dos veranos de sequía y una helada mortal habían echado a perder la cosecha. En todas partes la gente se moría de hambre; en Turingia había rumores de canibalismo. Gracias a la oportuna venta de sus bienes, el padre de Hrotrud había mantenido a raya el hambre por un tiempo. Hrotrud lloró cuando se llevaron su capa de lana. Entonces le había parecido que ya no podría pasarle nada peor. Tenía ocho años y aún no conocía el horror y la crueldad del mundo.
Tuvo que atravesar otra oleada de viento con nieve, luchando contra un creciente mareo. Habían pasado varios días desde su última comida. «En fin. Si todo sale bien, comeré esta noche. Quizá, si el canónigo queda complacido, hasta tendré un trozo de tocino para llevar a casa». La idea le dio nuevas energías.
Salió al claro. Podía ver delante los borrosos contornos del
grubenhaus
. La nieve era más profunda allí, pues caía sin que la estorbaran los árboles, pero siguió adelante, abriéndose paso con sus fuertes muslos y brazos, confiada en que la meta estaba cerca.
Al llegar a la puerta llamó una sola vez y entró; hacía demasiado frío para demorarse en cortesías. Una vez dentro, permaneció un momento parpadeando en la oscuridad. El invierno había tapado la única ventana del
grubenhaus
; la única luz provenía del hogar y de unas pocas velas humeantes dispersas por el cuarto. Al cabo de un momento, sus ojos empezaron a adaptarse y vio a dos niños sentados junto al fuego.
—¿Ya ha nacido el niño? —preguntó.
—Todavía no —respondió el de más edad.
Hrotrud murmuró una breve oración de agradecimiento a san Cosme, patrón de las parteras. Más de una vez había perdido su paga por aquel motivo y había vuelto sin un solo
dinero
a cambio de las penurias del trayecto.
Cerca del fuego se quitó los trapos helados de pies y manos, y soltó un gemido de alarma al ver el mórbido color blanquiazulado que habían adquirido. «Virgen santa, que no los pierda». La aldea no tenía trabajo para una partera lisiada. Elías, el zapatero, había perdido su medio de vida por esa causa: lo sorprendió una tormenta al volver de Maguncia, las puntas de los dedos se le pusieron negras y se le cayeron en una semana. Ahora, flaco y harapiento, se alojaba en los atrios de las iglesias y pedía limosna.
Sacudiendo lúgubremente la cabeza, Hrotrud se pellizcó y frotó las manos y los pies mientras los dos niños la miraban en silencio. Verlos la tranquilizaba. «Será un parto fácil —se decía, tratando de no pensar en el pobre Elías—. Después de todo, ayudé a Gudrun a parir a estos dos sin problemas». El mayor debía de tener seis inviernos y era un niño robusto con aire inteligente. El menor, que tendría unos tres años, era de mejillas redondeadas y en aquel momento se mecía chupándose el pulgar. Los dos eran morenos como su padre; ninguno había heredado el extraordinario cabello rubio dorado de su madre sajona.
Hrotrud recordaba cómo habían mirado los hombres de la aldea el cabello de Gudrun cuando el canónigo la llevó al volver de uno de sus viajes misioneros a Sajonia. Al principio había causado escándalo el que el canónigo llevara una mujer. Algunos decían que eso estaba contra la ley, que el emperador había promulgado un edicto en el que prohibía a los hombres de la Iglesia tomar mujeres. Pero otros decían que no podía ser así porque estaba claro que sin una esposa un hombre estaba expuesto a toda clase de tentaciones y maldades. Bastaba ver a los monjes de Stablo, decían, que avergonzaban a la Iglesia con sus fornicaciones y sus borracheras. Y además el canónigo era un hombre sobrio y trabajador.
El cuarto estaba caldeado. La gran chimenea estaba llena de gruesos troncos de abedul y roble; el humo se elevaba en grandes espirales hacia el agujero del tejado de paja. Era una casa agradable. Las tablas de madera que formaban las paredes eran pesadas y gruesas, y las junturas entre ellas estaban bien selladas con arcilla y paja para impedir que entrara el frío. La ventana había sido tapiada con fuertes tablas de roble, una medida suplementaria de protección contra el
nordostroni
, el viento helado del noreste que soplaba en invierno. El tamaño de la construcción permitía una división en tres habitaciones separadas, una que servía de dormitorio para el canónigo y su esposa, otra para meter a los animales cuando hacía mal tiempo (Hrotrud oía el suave rumor de sus pezuñas a su izquierda) y aquel en que estaba ella, el cuarto central, donde la familia trabajaba y comía y de noche albergaba a los hijos. Salvo el obispo, cuya casa era de piedra, nadie en Ingelheim tenía una casa mejor.
Las extremidades de Hrotrud empezaron a hormiguear al recobrar la sensibilidad. Se miró los dedos de las manos; estaban duros y secos y el tono azulado había dado paso al resplandor de un sano color rosado. Suspiró de alivio y decidió al punto hacer una ofrenda a san Cosme en agradecimiento. Se quedó unos minutos más junto al fuego, entrando en calor; tras dar una palmada alentadora a los niños, fue deprisa hacia el cuarto donde la esperaba la parturienta.