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Authors: Juan Ramón Biedma

Tags: #Policiaco

El imán y la brújula

BOOK: El imán y la brújula
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En la Sevilla de 1926, Éctor Mena, un ex profesor de historia que se gana la vida gracias al pequeño contrabando tras cumplir condena por desertar de la guerra de Marruecos, es requerido para localizar dos películas que, junto a una tercera que acaba de salir al mercado negro, constituyen una trilogía filmada catorce años antes con los títulos de Donatien, Alphonse y François, los tres nombres del marqués de Sade.

Los responsables de las cintas, radicalmente transgresoras —en una de ellas se llega a rodar un asesinato—, eran siete jóvenes admiradores de cualquier forma de malditismo en el arte, pertenecientes a lo más alto de la sociedad de la época, hasta el punto de que la propia casa del rey está interesada en su recuperación; para ello, además de con Éctor, cuenta con la participación de un tal Piancastelli, un enigmático individuo capaz de realizar los más extraños prodigios. Pero hay otras fuerzas sobre el tablero. Un grupo de militares africanistas, conscientes del poder político que las películas les proporcionarían, están dispuestos a usar cualquier medio para conseguirlas.

Buscándolas, Éctor, con la colaboración no del todo voluntaria de Séptima, sobrina de uno de los miembros del grupo que las realizó, tendrá que trasladarse y recorrer el Madrid de los años veinte, y, al mismo tiempo que las rastrean, reconstruir la historia de cada integrante del grupo y contrastarla con su decadencia actual, desplazarse a lo largo de los más extremos márgenes sociales, recavar información de una extensa galería de personales que reflejan el cambio de época que está experimentando el país, y enfrentarse a los dos bandos que han terminado por hacer de las películas una cuestión de estado. En paralelo, Jacinto Ortega. Nos parece un monstruo. Se dedica a degollar niños para extraer su sangre. Después sabremos que su hijo padece tuberculosis, que se ha descartado la posibilidad de curarle por cualquier medio convencional.

Casi nada es lo que inicialmente nos parece.

Juan Ramón Biedma

El imán y la brújula

ePUB v1.0

Jianka
29.06.12

Título original:
El imán y la brújula

Juan Ramón Biedma, 2007

Diseño/retoque portada: Alejandro Colucci

Editor original: Jianka (v1.0)

ePub base v2.0

1. Jacinto Ortega y Jacinto Ortega

El cuerpo de la niña se desmorona cuando el hombre abre la mano izquierda y deja que dibuje en el suelo un lento garabato. La derecha sostiene el recipiente de barro que contiene la sangre que ha brotado al cortarle el cuello. Después toma la jarra de loza decorada con una ballena que él mismo ha pintado y la llena hasta el borde del líquido caliente.

Todavía siente en los dedos, ásperos de tanto tiempo en contacto con sal marina, la piel de crema de la pequeña de no más de ocho años, el cabello suave que casi se deshacía mientras lo sujetaba, los estertores de monigote de una de esas nuevas películas de dibujos animados, pero proyectada con un dispositivo defectuoso.

Para no mirar la agonía de la niña a sus pies, intenta fijar la mirada en el calendario de la pared, que le sirve para recordar que se encuentra en la cochera anexa a su casa, que el 23 de noviembre de 1926 aún no ha terminado.

Adelgazar sin drogas:

por la simple evaporación de un líquido resolutivo.

Desafío, a cualquiera, que pruebe que mi Agua Reductora no hace adelgazar en ocho días y desaparecer definitivamente los mofletes, la doble barba y, en general, toda grasa superfina.

La leyenda del almanaque publicitario va acompañada de una ilustración donde un individuo gordo y feliz se columpia en una balanza gigante. Su hijo siempre se ríe al ver el dibujo.

Aparta con el pie la navaja que dejó precipitadamente en el suelo para coger la vasija y no perder ni una sola gota de sangre, con cuidado de no mellar la herramienta, consciente de que ésta es la primera de otras muchas veces en las que tendrá que usarla para el mismo fin, y deja el recipiente en un rincón; ya lo limpiará todo después, ahora no puede perder más tiempo.

También tendrá que enterrar el pequeño cadáver. La garganta se le contrae en un nudo que no deja pasar ni el aire cuando repara en que tendrá que sepultarlo tan cerca de la esquina como pueda para dejar sitio a los muchos que lo seguirán.

Cuando empieza a caminar, despacio para no derramar nada, casi se sorprende de volver a respirar. Deja abierta la puerta que comunica el garaje con el salón, el niño nunca entra allí sin permiso y en la casa no vive nadie más; cruza la penumbra de la estancia y sube la escalera que le lleva frente al dormitorio.

Su hijo, pálido y adormilado, sonríe cuando lo ve llegar.

Se sienta al borde de la cama, le toca la frente y le acerca la jarra con la ballena a los labios, deshaciendo con una mirada severa los pucheros de protesta que inicia el pequeño ante la bebida.

—Es por tu bien, hijo. Es por tu bien.

Todo se enturbia durante un instante, y no está seguro de por cuál de los dos niños se le han llenado los ojos de lágrimas.

2. Donatien

“Y así los saturnianos deben sufrir y así morir —admitiendo que seamos mortales—, pues su plan de vida ha sido trazado línea a línea, por la lógica de una Influencia maligna”.

Paul Verlaine,
Poemas saturnianos

El columpio ha desaparecido.

El general se queda mirando el jardín de su casa, con la llave de la verja en la mano, haciendo un esfuerzo por cuadrar aquella realidad que se desquicia como si un bromista hubiera estado borrando la mitad de los términos de la ecuación que demuestra la existencia de Dios. No es posible que nadie lo haya movido de allí sin su consentimiento.

Recorre el senderillo de grava entre las primeras sombras del atardecer, con prisa por llegar a su casa; vive con su hermana y con su niña que, mucho más que el aeródromo al que dedica tantas horas, supone su motivo único. Nació, mientras moría su mujer, ciega y sorda, y nunca lograron que aprendiera a hablar. Eso sí, se la escucha llorar a veces, y reír, cuando la impulsa en el columpio, que es una de sus pocas distracciones. Tiene veintinueve años.

—¡Paquita!

Su hermana no responde, y ella nunca la deja sola. El general deja el abrigo, la gorra y el portafolios en la salita, sobre una silla, y cuando se está desabrochando la cartuchera, repara en la mecedora de su hija, en que no está.

Sale de la sala y sube la escalera, despacio, controlándose, no se permite ninguna interpretación de lo que está sucediendo, pero son los huecos blancuzcos de los retratos de su hija en la pared los que le guían hasta la habitación de la muchacha. Estaban por la mañana. Se colocaron allí a medida que se fueron haciendo, año tras año, veintinueve, son la historia en imágenes de su niña, y alguien o algo los ha eliminado, negando su existencia. Sólo han dejado en la pared el calendario con la hoja de noviembre de 1926, un hombre gordo subido a una balanza, dándole una medida del tiempo que ahora le parece absurda. La mano le tiembla cuando la acerca a la pistola, como si con ella pudiera solucionar algo.

La puerta del dormitorio está cerrada.

No debería haber pasado tanto tiempo en Tablada, pero las complicaciones se habían multiplicado desde que le dieron el mando del Parque Regional Sur, y el vuelo del
Plus Ultra
había puesto Sevilla frente a los observatorios del mundo entero. Habría tenido que…

Abre la puerta del cuarto.

Nada.

Ni la cama, ni los cuadros, ni los juguetes de peluche, ni el sillón verde. Abre el ropero. Ni la ropa. Se deja caer lentamente al suelo, siente algo parecido a lo que dicen que es el vértigo. Ni la alfombra.

Se queda quieto, buscando dentro de sí el camino de vuelta a la existencia que se le desdibuja. La ve, aunque no está, esperándole ansiosa cada tarde para jugar un rato hasta la hora de cenar. No encuentra el camino de vuelta.

Le da tiempo a la pesadilla, como un tonto.

Enterándose de que le han suprimido una parte de lo que es; mucho peor que los malos sueños, como si se le hubieran desvanecido los brazos, o como si cuando era un niño, hubiera vuelto un día del colegio y no reconociera la cara de su madre.

Lentamente repara en que sí han dejado algo en el suelo de la habitación; el billete del tren a Madrid que pensaba tomar a la mañana siguiente y que debía estar en uno de los compartimentos de su cartera.

Los mil pedazos en los que había saltado su existencia se van convirtiendo en piezas de un rompecabezas que, al encajar, forman una figura peor que el caos.

Hace dos semanas que cinco miembros del cuerpo de Regulares, un teniente, un sargento y tres soldados moros de patillas largas y largos cuchillos en la trasera del cinturón, fueron agregados al aeródromo; en el documento de asignación se mencionaba que pertenecían a la Comisión Investigadora de la Industria Civil, y se ordenaba que se les dieran las máximas facilidades en la ejecución de sus misiones. Sus misiones, según pudo comprobar con creciente indignación, las llevaban a cabo vestidos de paisano, saliendo y entrando a su antojo en el Hispano Suiza último modelo en el que habían llegado, negándose a darle cuenta de sus movimientos, sirviéndose de las instalaciones militares como si fuera un hotel, o más bien un escondite. Un viejo amigo de la Comisión le confió que nadie había oído hablar de ellos. El general de brigada que firmaba la orden se negaba a ponerse al teléfono. Cuando alguien le dijo que los había visto rondar por los Reales Alcázares, la residencia del monarca cuando visitaba la ciudad, decidió no seguir soportando aquella situación; los tiempos andaban revueltos en el ejército, mucho más desde el conflicto con los artilleros que había obligado a implicarse al propio Alfonso XIII, y no iba a tolerar que convirtieran su aeródromo en un nido de espías. Al día siguiente iba a visitar personalmente el Ministerio de la Guerra, y estaba dispuesto a entrevistarse con el mismísimo general Primo si hacía falta para aclarar la situación.

Alarga la mano y coge el billete, que se deshace entre sus dedos.

Lo han cortado cuidadosamente en cuatro mitades.

No tarda en recibir el mensaje. No sabe si era mejor la confusión o despertar a esto. Sean quienes sean, son capaces de hacerle cualquier cosa a la niña por detenerle. Arruga los fragmentos del billete hasta que se pierde en su mano, jurándoles, jurándose que, si recobra a su hija, nadie volverá a saber nada de él en esta historia.

—¡Entre!

Es la segunda vez en un mes, aproximadamente a la misma hora, que Éctor viene a este piso de la plaza de San Julián. La luz sigue cortada, todo está igual de sucio a la luz de la vela adherida a la mesa, los mismos diminutos espectros repulsivos se mueven entre las sombras, el niño también llora en alguna habitación del interior.

El hombre, en camiseta a pesar del frío, con los brazos agujereados, parece más descarnado, no ha interrumpido su rápido proceso de desintegración.

—Joven… ¿Sabe a qué se debe exactamente que haya llegado usted hasta aquí? —pregunta el dueño de la casa sin dejar de mirar fijamente un antiguo plano en forma de estrella enmarcado en la pared.

—Supongo que a mi inagotable reserva de buena suerte.

—Pues no. Mire este grabado, es la Fortaleza de Palmanova, cerca de Venecia. Pertenece a una colección de 1598,
Civitatis Orbis Terrarum
. Ya entonces sabían, lo sabían, que había que contar con la influencia astrológica para diseñar las ciudades y que éstas…

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