—¿Qué pasó?
—Un accidente —no quiere ahuyentarla—. Sigue.
—Es muy raro. Ha ardido hasta los cimientos. Han tardado toda la noche en apagarla. No parece accidental.
—Por si acaso, se ha quitado de en medio una temporada. No te preocupes. ¿Qué sabes del tipo de la cicatriz?
—Esto me gusta cada vez menos.
—…
—Te digo lo que me han dicho, o mejor, lo que no me han podido decir, y no quiero saber nada más de todo esto —espera un momento a que intente convencerla, pero él sólo la mira—. El hombre de la cicatriz no es de Sevilla. No lo conoce nadie ni nadie lo había visto antes por aquí. Tampoco se sabe dónde vive. No se sabe nada de nada.
Éctor asiente y se sonríe; pasa así un momento antes de volver a preguntar.
—Me ibas a dar los detalles del escándalo de Anselmo de la Fuente.
—¿No me has dicho que se ha ido? ¿Qué importancia tiene eso ya?
—Tú, dime.
Con cuidado de no tocarle, Adalfina toma de la mesa la libreta donde toma las medidas a los clientes y la abre por la última página.
—No tiene nada que ver con sus gustos, sino con su trabajo. Fue hace cinco años. —Se ayuda de las notas—. Por encargo de la familia de Benedicto Durango Díaz, ingresado en el manicomio de Nuestro Señor Extraviado, el notario tramitó un documento de autorización de administración de bienes por incapacidad, que permitía a los familiares hacer y deshacer con su patrimonio. Lo malo es que ningún juez había declarado incapaz a Benedicto. Lo malo es que había otros familiares que salían perjudicados y que denunciaron el asunto. Anselmo de la Fuente podría haber sido suspendido hasta por tres años y su carrera se habría acabado para siempre. Pero al final, se retiró la denuncia y aquello quedó en nada. Me han dicho que fue el director del manicomio el que echó un cable al notario; el doctor don Higinio Cuesta. No sé si has oído hablar de él.
—No.
—Fue el que atendió a Alfonso y a Victoria Eugenia por la crisis nerviosa que sufrieron los reyes tras el atentado del día de su boda, en 1906.
—¿Algo más?
La mujer niega con la cabeza. Éctor se toma algo de tiempo para sacar conclusiones y decidir sus próximos pasos. Pregunta:
—¿Sabes si el tal Higinio Cuesta sigue siendo director del manicomio de Nuestro Señor Extraviado?
—Creo que sí.
—Compramilagros. He tenido tratos con algunos. Los hay de todas las clases, desde los chupacirios que sólo quieren trincar cualquier reliquia para presumir de piadosos ante sus compañeros de cofradía, hasta los fanáticos dispuestos a lo que sea por conseguir una en concreto. ¿Qué tienes tú que ver con esa gente?
—Yo también me he hecho hermano de una cofradía —responde Éctor—. ¿Sabes de alguna reliquia que sea especialmente buscada?
—Esos cachivaches no son lo mío —responde Vidal con cara de asco—. La verdad, me dan un poco de grima.
—Y de esos… compramilagros. ¿Conoces a alguno de aquí, de Sevilla, o que opere por aquí?
—No. Los coleccionistas viajan o han viajado por todo el mundo para conseguir lo que buscan. Después están los que compran una reliquia una vez, normalmente porque se la ofrecen; a ésos les dan a menudo gato por conejo. Y por último, los que te decía antes, los fanáticos de verdad, ésos tienen fe y eso da mucha mala sangre; imagínate que la madre de uno de ellos tiene una cosa mala y los médicos no pueden hacer nada, y se enteran de que el dedo chico de
san Yonosequién
cura todos los males; pues se llevan por delante al que sea para hacerse con él.
A esa hora de la tarde el mercado de la Encarnación está prácticamente desmantelado. Los dos hombres pasean despacio, camino de la calle Puente y Pellón. Esportilleros, lejos y cerca.
—Éctor, Éctor, Éctor. Ten mucho cuidado. Te lo he dicho muchas veces: para los negocios no sirves. El peor negocio que hiciste fue ir a la guerra; a ver si tu familia no tenía dinero de sobra para haberle dado unos miles de reales a cualquier familia para que mandaran a alguno de los suyos a filas en tu lugar; y si no una Permuta, al menos, una Cuota al ejército, que te habría permitido elegir un destino tranquilito y corto, y volverte a tu casa sin un arañazo. Pero no. El señorito era un idealista y no estaba de acuerdo con esos chanchullos. Y así te fue.
Éctor se ha dejado reconvenir por su antiguo asistente con frases muy similares a ésas en tantas ocasiones que no se molesta en responderle.
Hoy Vidal parece amistoso, cordial, entrañable. Pero no le ha hecho ni una sola pregunta sobre Lucio ni sobre las películas, y eso es indicio más que suficiente de que ha iniciado algún tipo de movimiento a sus espaldas.
Aunque lo habitual es que la criada se encargara de los recados, hace dos semanas que ha tenido que mandarla a su pueblo para recuperarse de unas fiebres, y tiene que simultanear los trabajos de la casa con la dirección del negocio. Anunciación vuelve cargada de la tienda de ultramarinos, andando deprisa, menuda y fuerte, deseosa de llegar a casa antes de que le caiga la noche encima. Lo cierto es que no tiene mucho que comprar; Éctor, como si no estuviera.
Las primeras sombras son las que caen sobre su ánimo, cuando piensa en el hombre al que está perdiendo, por mucho que se resista a hacerse a la idea.
Las segundas son las del atardecer, que llegan casi sin avisar en esta época del año.
Las terceras sombras son las de dos esportilleros, que la siguen a unos metros de distancia desde que salió de la camisería.
—¡Deberíamos haber traído una lámpara!
Afirma Éctor, cuando en realidad está pensando en que debería haber traído la pistola. Ha llegado a tenerla en el bolsillo, cargada y limpia, pero la ha dejado en casa a última hora, pensado que, si no la llevaba encima, podía desentenderse del asunto en cualquier momento, y dejar que Lucio se las arreglara por su cuenta; ahora, mientras vuelven a cruzar la oscuridad de los jardines de la Lonja, no está tan seguro de haber hecho lo correcto.
Hay momentos en que el resplandor de la luna, tamizado por la niebla ocre, basta para orientarse sin que Lucio eche mano de sus cerillas.
Pero no basta para tranquilizar a Éctor, que no puede quitarse de la cabeza otras incursiones en otros agujeros guardados por marroquíes enloquecidos de hachís dispuestos a todo por defender su tierra de los invasores.
—¡Espera un momento! —Cogiendo a Lucio del brazo—. Hacer esto así es una gilipollez. Esos meaderos son una ratonera.
—¿Y qué propones? —Divertido, inconsciente del peligro.
—Dame la mierda de hueso.
Lucio sólo duda un instante en entregarle la cabeza del fémur, del tamaño y la forma aproximada del puño de un niño pequeño, envuelto en un pañuelo blanco.
Con su navaja, el otro excava un palmo al pie de una de las columnas, introduce el hueso y lo vuelve a cubrir de tierra.
—Escúchame —sacudiéndose las manos—: Déjame hablar a mí con esa gente. Del dinero, no; eso lo tratas tú. Pero lo demás, me lo dejas. Ten presente que vamos a apostarnos el cuello ahí dentro.
—A veces creo que hace cien años que te conozco —balancea ligeramente la melena, de manera más femenina de lo que lo harían la mayor parte de las mujeres, pero puede ser un efecto óptico provocado por la falta de luz.
—…
Llegan enseguida.
No hay nada en la superficie que los identifique aún, y aunque de momento sólo los utilizan los obreros que están construyendo los jardines, los urinarios subterráneos ya están operativos; dos rectángulos negros rodeados por caballetes de madera para evitar accidentes.
La mujer que los ha citado no aparece por ninguna parte.
De cerca, las entradas son todavía más siniestras; las escaleras casi verticales parecen descender sin fin.
No les especificó si la cita sería en las instalaciones destinadas a hombres o a mujeres, y de todas formas no hay nada que distinga los accesos; tienen que acercarse hasta el borde para descubrir una débil iluminación al fondo de las escaleras de la derecha.
Comienzan a bajar los escalones sin enlosar a la luz de las cerillas; las paredes, también descubiertas, brillan por la humedad al paso de la llama; la temperatura ha bajado varios grados repentinamente. No se oye nada. Las escaleras no dejan de hundirse en el suelo. Lucio empieza a celebrar que, si les rebanan el pescuezo, ya tendrán hecho la mitad del camino al infierno, cuando Éctor lo corta con un suave golpe en el brazo. Han llegado a una puerta entreabierta.
El conjunto de los servicios masculinos y femeninos son dos cámaras paralelas separadas arriba pero comunicadas en el interior por una verja que permite vigilar ambas zonas a una sola empleada; ven la silla de ésta, y la mesa con varios rollos del papel higiénico que dispensa a cambio de una propina, pero ella no está.
Enfrente, un largo corredor.
Recorren el pasillo, con las cabinas de los retretes a cada lado, y al fondo, tras un recodo, cuatro mingitorios de pared y un lavabo sobre el que han dejado el candil de aceite que les ha guiado hasta allí. Nada más.
Un ruido metálico a su espalda.
Los tres hombres y la mujer debían de estar ocultos en las cabinas para acorralar a Éctor y a Lucio entre la pared y el doble cañón de la escopeta de caza con la que les apunta uno de ellos.
Habla Éctor.
—No traemos el hueso encima. Así que, o bajáis eso —señala el arma— y os dejáis de mamoneo, o me hago un puchero con él y se acabaron los milagros.
—Les aseguro que eso no es necesario —Lucio, con una de las sonrisas que más practicaba cuando pretendía ser actor—. ¿Qué fue del honor entre malhechores? Al fin y al cabo, todos traficamos con lo mismo, que Dios nos perdone.
Dos tipos entre los veinte y los treinta, un cuarentón, y la mujer que los dirige, de unos sesenta años. Llevan viejos trajes camperos, limpios y bien remendados, botos. El pelo rubio entrecano, los ojos clarísimos y la cabeza cuadrada heredados de alguna remota ascendencia germánica los identifican como miembros de una misma familia. La matriarca, con su negra falda rociera hasta los tobillos, se adelanta, hace una señal a su espalda para que bajen la escopeta, se mete en los ojos de Éctor y habla con acento cerrado de la sierra de Huelva.
—¿Tenéis el puto hueso o no?
—Lo tenemos, pero no aquí —Éctor, que ha tardado en recuperarse por la falta de respeto hacia la reliquia de santa Rosalía de Palermo; no era el tipo de gente que esperaba.
—¿Se lo habéis quitado al viejo maricón?
—Eso no es cosa suya.
—¿Por qué no lo habéis traído? —tragándose la mala leche con un suspiro.
—Porque si hacíamos aquí el negocio lo más seguro es que nos pagara con eso —un gesto a la escopeta.
Todos escuchan algo parecido a un quejido, procedente de la entrada a los urinarios pero no se vuelve a repetir, y siguen con lo suyo.
—Estás equivocado —otra pausa para repostar paciencia—. ¿Dónde queréis hacerlo?
—Antes hay que acordar el precio.
—Veinte mil reales. Ni una perra más.
—El precio de mercado. —Lucio parece seguir pasándoselo bien—. Es justo.
—Muy bien —Éctor—. Ahora, atiéndame. Está claro que la reliquia no es para ustedes. Y me he hartado ya de tanto intermediario. Además, me importa el dinero, pero me importa más que no me den dos tiros en la barriga. Así que, si la quieren, la entrega deberá ser en la casa del auténtico comprador. O no hay trato.
Los tres hombres clavan su mirada en la portavoz, dejando que sea ella quien decida.
Lo mastica.
Lo digiere.
—En el palacio de los Cuervos —abortando la furia con un nuevo suspiro—. Mañana. A las nueve de la noche. Venir solos. Por la entrada de servicio, la que da a la calle Cuervos.
Desde la entrada, se repite el sonido de antes; debe de haberse colado algún animalejo.
A Éctor debería bastarle con la cita, pero sigue.
—Todo esto es muy extraño. ¿Cómo van a autentificar la reliquia? Podríamos llevarles la cabeza del fémur de la abuela de éste. —Lucio lo mira.
—Ella la reconocerá. —Reflexiona un segundo—. La verdad es que vale con que se crea que la reconoce. Nos vamos. —Arrepintiéndose de haber proporcionado esa última información—. No se mováis de aquí hasta dentro de una chispa; que nos dé tiempo a irnos. Y no olvidarse: por la puerta de servicio.
Uno de los jóvenes coge el candil del lavabo y, mientras el de la escopeta les cubre, desaparecen los cuatro.
Lucio vuelve a encender cerillas y Éctor fabrica un cigarro con rapidez.
—¡Cinco mil pesetas me llegan para invitarte a cenar en el mejor restaurante de Madrid!
Éctor asiente, enciende el cigarro con la cerilla del otro y comienza a salir.
Al final del pasillo, a la altura de la reja que los separa de los servicios de mujeres, vuelve a escucharse el quejido.
—¿Escuchas eso?
Mientras pregunta, Lucio se desvía en dirección a la reja, descubre que el candado está roto, la abre y pasa al otro lado. A Éctor siempre le asombra su impredecible valentía. Se va detrás de él.
Con la cerilla en alto, Lucio abre una por una las cabinas, llega hasta el fondo del corredor, y vuelve en dirección a la puerta de salida; junto a ésta, descubre otra puerta más estrecha. El lamento se escucha allí con mayor claridad.
El cerrojo, forzado.
Se trata de la habitación donde guardan cubos, escobas y aljofifas.
La empleada de los servicios está en el suelo, con las tres filas de dientes destrozados, la cabeza sobre un charco de sangre, más cerca del ultramundo que nunca.
Desde su escondite, entre la arboleda, no sólo puede ver perfectamente los juegos y paseos de los niños uniformados con sus batas grises, sino que escucha palabras sueltas, evalúa los grados de tristeza en sus rostros, los clasifica según su sociabilidad y capacidad de resistencia.
A veces sale del edificio una vieja monja malencarada con las manos ocultas bajo el hábito, preparadas para cualquier tipo de admonición, pero la evidente repulsión que le producen los críos hace que desaparezca enseguida.
El planteamiento casi científico con el que ha concebido su tercer asesinato carece de desviaciones: si bien es cierto que no puede reducir el sufrimiento de la víctima, lo que sí está en su mano es eliminar el dolor de sus seres queridos; en adelante, siempre que le sea posible, procurará elegir únicamente a niños solitarios, sin familia.