Hasta ahora.
Rodea el mostrador y se dirige a la escalera.
Mientras sube, se tranquiliza al constatar que la decisión sobre la que ha dudado las últimas horas ya está tomada. No va a decirle nada a Éctor sobre el asalto en el cementerio. Porque sería como concederles el triunfo a los cabrones que le hicieron aquello. Porque no se le ocurre otra manera de ayudar a su marido. Al abrir la puerta del cuarto, el macuto militar abierto sobre la cama donde está introduciendo sus cosas le basta para reconocer, al fin, que todo está perdido. Lo que le dirá no tiene nada que ver con la esperanza.
—Te vas.
—Sí.
—Podemos vender la casa y el negocio. Con eso y los ahorros tenemos para empezar algo. Donde sea.
Se ha cambiado de traje y ha dejado el viejo sombrero gris y el gabán al borde de la cama. Ya casi ha terminado de hacer el equipaje, falta la pistola, una caja de municiones y la carta inconclusa a su primo Luis; al final, la foto de los hombres que rodaron las películas que busca; se queda mirándola un momento para no responder. La guarda y cierra el macuto. No puede explicarle que va en busca de la maldición que les alcanzó a ellos y que es una variante de la que le acompaña. Coge macuto, gabán y sombrero.
—Deja aquí las llaves de la tienda y de la casa —susurra ella, sin ninguna clase de resentimiento.
Mientras las saca del llavero y las deja en la mesita de noche, para no pensar, Éctor hace un rápido recuento de su equipaje. Cree que no se lleva ningún recuerdo de su mujer.
No hay nada más cruel que un médico diciendo «no hay más calmantes» a un herido desesperado por el dolor.
Aunque su criterio fuera correcto, me daba igual; durante los meses que pasé ingresado en el Hospital Militar, llegué a desarrollar un odio compacto y sostenido por los médicos que nos atendían. Casi la mitad de las camas estaban ocupadas por señoritos perfectamente sanos que, valiéndose de sus influencias, habían logrado un refugio lejos del frente para cumplir su servicio militar; los médicos no sólo toleraban la situación, sino que, en muchos casos, se detenían junto a ellos, para cambiar una risa o un comentario.
Mientras, los verdaderos heridos los llamaban a voces, pidiendo algo que les calmara.
Algunas veces asentían y la enfermera se lo administraba, pero casi siempre rechazaban la posibilidad con voz neutra y seguían recorriendo las camas del hospital, leyendo los historiales en vez de mirar la cara de sus ocupantes.
Los golpes que escucha en la puerta son lo mejor que le ha pasado en su vida. Adalfina se queda mirando la entrada, en medio del taller de confección vacío, deseando salir corriendo para abrirle. Deseándolo tanto, que no se mueve. Ha vuelto. Ni siquiera se atrevía a imaginarlo. Cuando Éctor se marchó, con el amanecer y sin palabras, pensó que nunca volvería a verlo. Se ha pasado la vida organizando esa otra existencia que veían los demás, su trabajo, los ambiguos encargos que realizaba bajo la cobertura del taller, incluso las citas que arreglaba para las muchachas, de manera que nada llegara a afectarle, hasta que él llamó a su puerta esa noche, estaba segura de que por única vez.
Insiste.
Ahora sí corre a abrir, despeinada, sin importarle que se le abra la bata o la sonrisa.
En cuanto termina de descorrer el cerrojo, la puerta sale despedida y el borde le alcanza en pleno rostro. Termina en el suelo.
Los esportilleros oscurecen toda la habitación.
Cierran la puerta, rodeándola. Uno de ellos le patea la cabeza para que se siente. El más viejo y sucio, se agacha junto a ella, le acaricia uno de los pendientes, le roza el pelo suelto, le pasa un dedo por los labios.
Y es sólo el principio.
No voy a decir que he hecho cosas peores, pero sí que lo he intentado todo antes de llegar a estas atrocidades.
En cuanto vi la faja negra en la manga del ingeniero supe que no lo había conseguido. Nos encontramos en la calle después de unos meses sin vernos, cerca de Cuatro Caminos, y se acercó a abrazarme, sonriente y triste. Habíamos hecho amistad a base de pasar mañanas y mañanas en la sala de espera del especialista, yo con Jacintito en la primera fase de la enfermedad, muertos de miedo los dos cada-vez que enrojecía un pañuelo; él, con su hija, una chica de unos veinte años que perdía peso cada día y nos miraba ya como desde otro sitio. Me dijo que la chica no había sobrevivido al inicio del invierno. Había mejorado algo en otoño y estaban a punto de ir a Sevilla para
darle los perritos
, pero después fueron dos días. Le pregunté qué era aquello de los
perritos
, y se sorprendió de que no me hubiera enterado; se estaba corriendo la voz, eran ya varios los casos de tuberculosis que se habían curado milagrosamente.
Hice averiguaciones, puse conferencias, hablé con un cuñado de mi antiguo armador que vive allí, y una semana más tarde cogimos el tren camino de Sevilla, con una dirección y una cita concertada. Jacintito se pasó el viaje tosiendo y diciéndome que quería volver a casa, ante la mirada compasiva del resto de los ocupantes del vagón.
Llegamos exhaustos, cubiertos de hollín, desorientados. El calor húmedo de la ciudad y el miedo y la tos nos impidieron pegar ojo. Pasamos el día en el restaurante desierto del hotel, en silencio, sudando, contando los minutos, haciendo tiempo hasta la hora de la cita. Creo que el conductor del coche de alquiler, al escuchar el nombre de la calle y ver el aspecto del niño, asintió para sí mismo, entendiendo lo que buscábamos; tal vez no era el primer enfermo que llevaba a
tomar los perritos
, no sé, no nos comentó nada.
Era un barrio de tres calles o cuatro calles, sin pavimentar, constituidas por casas desiguales y destartaladas. Anochecía. Nos recibió una anciana vestida de negro con un pañuelo cubriéndole la frente y casi los ojos, que, antes de dejarnos entrar, me pidió el dinero acordado frotándose dos dedos. Pasamos a una habitación con una mesa camilla y varias sillas desparejas donde ya esperaban dos matrimonios que habían venido desde Bilbao y de las islas Canarias, con un hijo y una hija igual de consumidos que el mío, para seguir el mismo tratamiento.
En algún sitio de la casa, los perros no dejaban de ladrar.
Un viejo que masticaba un mondadientes nos trajo una vela y nos explicó que mientras otros hacían un guiso con los cachorros recién sacrificados, ellos preferían destilar un caldo con la sustancia, porque habían descubierto que así era más efectivo el remedio, y porque los niños, normalmente desganados, se lo tomaban mejor.
Pronto se nos acabaron los temas de conversación. Todos estábamos igual de asustados. Estuvimos no sé cuánto tiempo esperando.
Los niños ya se habían dormido cuando apareció la vieja con tres tazones descascarillados conteniendo un líquido espeso y negruzco. Los colocó en la mesa, retrocedió un paso, y se nos quedó mirando severamente, como desafiándonos a dejar una sola gota o a cuestionar sus propiedades.
Los otros padres y yo aguantamos aún un momento aquella mirada antes de despertarlos; me pareció que, más que por asco o por la indecisión de cuál de ellos sería el primero en probar una vez más otra receta del demonio, por la desesperanza indeleblemente incrustada en todos nosotros desde que emprendimos el descenso a aquel lugar.
XXIX
“En el cuarto pilar donde se consagra a Saturno
Por temblante tierra y diluvio hendido.
Bajo el edificio saturnino encuentra urna,
De oro capión encantado y luego rendido”.
Nostradamus,
Centuria VIII
—Con catorce años, mi tío me llevó al puticomio que frecuentaba. —Recuerda Lucio, mirando por la ventanilla, totalmente despejado.
Desde el anterior punto y aparte de la conversación, Éctor ha tenido tiempo de echar una cabezada, y la noche, de disiparse bajo el primer resplandor de un sol muerto.
Por supuesto, el dramaturgo exigió viajar en primera clase; tuvieron la suerte de encontrar vacío el segundo de los cuatro departamentos de los que constaba el vagón, remolcado por una de las nuevas máquinas fabricadas en la empresa española La Maquinista Terrestre y Naval, y pasar las largas horas del viaje sentados en cómodos asientos de muelles forrados de grueso paño e iluminados por bombillas —de bayoneta para que no se aflojaran con la vibración— alimentadas por energía eléctrica, en vez de los asientos de madera desnuda y los faroles de aceite que padecían las dos clases inferiores del ferrocarril.
—Un burdel regentado por una bruja —prosigue Lucio—. Pero una bruja de verdad, de las de choza, caldero y pócimas mágicas. Tenía el cuerpo de una mujer de ochenta años, con su chepa y sus piernas temblorosas, y la cara de una de veinticinco; un encanto, no te creas.
—¿Tu tío quería someterte a un tratamiento de shock?
—No, más bien lo contrario; el vizconde era lo que antes se llamaba un hombre de mundo, y que ahora se le llama a cualquier imbécil que sepa cuatro palabras en inglés y haya visitado Portugal. Es curioso que siempre piense en mi tío Sixto como en el vizconde; me lo pegó la servidumbre, que fue, en realidad, quien nos crió a Séptima y a mí; el mayordomo y la gobernanta, unos hermanos increíbles. En fin, él sabía que no me gustaban las mujeres, yo lo sabía, y la bruja lo supo en cuanto me vio, pero ninguno de los tres estábamos del todo seguros, así que había que pasar por aquello. Mi tío consiguió que me relajara bromeando todo el camino, contándome las más grotescas desviaciones que había conocido directa o indirectamente en sus andanzas, y la bruja preparándome una bebida dulce y espesa, y tratándome con gran simpatía; al rato me hizo pasar a una habitación donde me esperaba su sobrina, una chica no mucho mayor que yo, muy simpática también, con la cabeza afeitada. Ni esos charlatanes de los surrealistas imaginan escenas así. Cinco minutos y listo, problema resuelto para toda la vida. Con los años he lamentado que aquello no fuera la clase de experiencia insoportablemente bochornosa que te provocan uno de esos modernos traumas psicológicos; me hubiera servido algún día para componer un drama de lo más vistoso.
Éctor no comenta nada pero la media sonrisa le dura un buen rato. Apenas son necesarias las palabras con un individuo así.
Tras las ventanillas, Madrid ha comenzado en cientos de chabolas la prolongación tumorosa de la ciudad.
A Lucio le faltaba contextualizar la anécdota.
—Los padres de Séptima murieron en un accidente, cuando era muy pequeña. Los míos se habían separado unos años antes; él era diplomático, vivía en Suiza, se suicidó hace tres años; y mi madre, que me ha salido bastante puta, sigue en París, dilapidando lo que queda de la fortuna familiar —distanciado, divertido con su propia historia—. Así que mi prima Séptima y yo nos fuimos a la mansión del vizconde. Villa Saturno. Yo me pasaba el tiempo escondido por los rincones, ya era bastante rarito por aquel entonces. Pero ella desarrolló una especie de íntima camaradería con nuestro tío; a pesar de la diferencia de edad, ella era una niña de doce y él tendría unos veintitantos, la trataba como a un igual. —Pierde el hilo—. A ver qué quiere contarnos.
La ciudad se les echa encima, tienen la falsa impresión de que el estruendo se impone al ruido de la maquinaría del tren. Lucio reacciona, zanja las evocaciones y se traslada al futuro inmediato, algo ansioso.
—¿Cree que debemos visitar a Enrique, a Enrique Jardiel Poncela, hoy mismo? —Como si fuera eso lo que le preocupa todo el tiempo mientras habla de cualquier cosa.
—Lo que tú veas —Éctor.
—Hoy es un poco precipitado. Mejor esperar a estar instalados del todo —convenciéndose.
—¿Le has avisado de que venías?
—No… no. Es mejor que sea una sorpresa. Seguro que se acuerda de mí y se alegra de verme.
Aunque su mirada más allá de la ventanilla es más grave de lo habitual.
Enseguida, Atocha.
Éctor parece ser el único de los dos en percatarse de que ha venido a recibirles la misma niebla color pajizo que les perseguía en Sevilla, pero más fría y más densa, y arrastrando peores presagios.
—Sixto Esteban de Arenzana y Fernández de Yerena, vizconde de Yerena.
Lucio, ante la foto sujeta al marco del espejo de la habitación que comparten en la fonda del Paseo de las Delicias, unos veinte minutos a pie desde la estación. Éctor la ha colocado allí en cuanto llegaron, antes de deshacer su macuto, un recordatorio de la misión que le ha llevado hasta Madrid, como fijando un punto en su mapa mental cada vez más confuso.
—¿Cuál de ellos? —Señala al conjunto de seis hombres y una mujer disfrazados de concertistas.
—Este. El más chulo.
Alto y apuesto, lidera y representa al grupo. Al frente de todos, sujeta descuidadamente el violín bajo el brazo con el mástil apuntando hacia el suelo, y se deja mirar por la cámara. Arrogante y burlón, melancólico y condenado.
—¿Conoces a alguno de los otros? —Éctor no necesita acercarse a la fotografía, ha memorizado cada detalle; habla desde la cama, recostado, exhausto del viaje.
—De vista. Solían pasar por villa Saturno, pero se encerraban enseguida en la biblioteca del ático; apenas les veía.
—¿No sabes el nombre de ninguno?
—Yo les admiraba, ¿sabes? No se parecían a nadie que yo conociera, eran gente insurrecta, que no respetaban autoridad alguna, con gran sentido artístico, muy inteligentes, con una elegancia fuera de toda norma. Me hubiera encantado que me admitieran de algún modo en su círculo. Pero ellos pasaban a mi lado sin ver más que a un adolescente feo y larguirucho que los miraba con rencor —el rencor, con los años se ha desvanecido.
—¿Te dicen algo las palabras
Ruino sen nomo
?
—¿Qué significa? ¿Qué es?
—Ruinas sin nombre. Esperanto.
—Adoptaron el esperanto como su idioma privado. Otra manera de desmarcarse del resto de la humanidad.
—¿Y el que está de espaldas? —Señala de nuevo la fotografía.
—No sé. No lo reconozco.
Por primera vez desde que lo conoció, presiente que Lucio no le está diciendo la verdad, que de ninguna manera va a proporcionarle la información que tal vez contenga la clave de todo aquel asunto.
Éctor se levanta, abre la ventana y se apoya en el alféizar; a pocos metros, un edificio más alto convierte la trasera de la fonda en zona de sombras permanente.