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Authors: Juan Ramón Biedma

Tags: #Policiaco

El imán y la brújula (14 page)

BOOK: El imán y la brújula
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—¿Puedo? —pregunta al guía, que se encoge de hombros.

Seguido de los otros dos, entra desde atrás en el cuerpo del escenario a través de uno de los practicables. Lo cruza solemnemente, aparta el telón, y se queda de pie en el proscenio, observando el patio de butacas y los palcos desiertos a la luz fantasmal que penetra por la inmensa claraboya.

Justo antes de que cesen los aplausos que sólo él puede oír, la voz del guía interrumpe su trance.

—¿Actor o autor?

—Autor.

—¿Siempre has sido tramoyista? —Lucio, volviéndose—. Más bien das el tipo de un primer galán.

—No, no siempre —se ríe, con una expresión que refleja aún más maldad que amargura, y se da la vuelta.

Regresan por donde han venido, reanudan el recorrido por los corredores y repentinamente la rampa se hace más pronunciada, como llevándoles a un nivel inferior y más perverso de aquel sueño.

Un nuevo recodo y ya están en el sótano, debajo del escenario.

Las vísceras del teatro.

Un espacio enorme lleno de paneles, fermas, bambalinas, armillas, afores, trozos de cicloramas, varales rotos y un montón de bultos con cubiertas de lona, comunicado al final, mediante un pasillo, con el foso de la orquesta.

La espesa humareda de grifa devuelve a Éctor a noches interminables de espejismos en los bohíos de Marruecos.

En una esquina, un cartel anuncia:

TRAMOYAS SÓFOCLES.

Cuatro tipos juegan a las cartas al frente. A la derecha otro, de unos sesenta, atractivo como un primer actor envejecido, les mira, inescrutable. Otro, a la izquierda, recarga el narguile. Junto a la entrada, un joven salta del fardo donde estaba tendido, guapo también, con el pantalón muy estrecho y las mangas de la camisa cortada a la altura de los hombros; se acerca a Fairbanks moviendo las caderas para despojarle del impermeable y colgarse de su brazo.

Ninguno se ha quitado el incómodo cinturón de herramientas, aunque desde luego no estaban trabajando.

Visten como trabajadores manuales, pero son demasiado refinados, demasiado bien parecidos.

El guía les ha conducido hasta el centro del almacén, el lugar desde donde pueden ser atacados por varios ángulos simultáneamente.

Éctor se abre paso entre el gabán y la chaqueta hasta apoyar la mano sobre la culata oculta.

—Bien, bien, bien. Así que eres dramaturgo. Un compañero. —Le dice, a Lucio, Douglas Fairbanks.

Pero no es Douglas Fairbanks. Tiene su apostura, pero carece de la mirada abierta del actor. Éctor ha visto otros ojos así. Sujetos que sólo soportan el tedio que les produce la vida con brotes imprevisibles de locura destructiva.

—Quizás podamos ayudarte —prosigue—. Sabemos de esto todo lo que hay que saber. Hemos pasado por todo. Ahora somos las cucarachas del teatro. Vamos de sala en sala, viviendo en los subterráneos. Ocultos. Las cucarachas —el chico que tiene al lado se ríe—. Pero no siempre hemos sido esto. ¡Vamos, aprovecha! Puedes aprender mucho de nosotros.

—Mira, como te hemos dicho, sólo buscamos unas películas —Éctor, en todo momento sosegado—. Concretamente, dos que tienen al inicio el dibujo del planeta Saturno y unas palabras en esperanto. Podríamos pagaros bien por ellas o por cualquier información que nos ayude a encontrarlas.

—Tú eres el chulo de éste, ¿verdad?

—… —no responde, pero aprieta la pistola.

—¡Películas con palabras en esperanto! He visto películas con reptiles adiestrados para violar a mujeres. He visto películas en las que se les serraba las manos a niños mientras los violaban. He visto y he rodado otras en las que se hacían cosas mucho peores. Pero de esperanto, nada.

—A lo mejor, lo que quieren, es un papel en una de esas películas —sugiere el acompañante de Fairbanks con su voz en falsete.

—¡Ajá! ¿Es eso lo que queréis? ¿Intervenir en una de ellas? —con gesto exagerado, se acaricia la mosca perfectamente perfilada bajo el labio inferior.

—Mira, listo —Éctor, sin más paciencia—, te recuerdo que el escenario está arriba. Ya me estoy cansando de que me des la tabarra para impresionar a estos tontos del culo. O tienes las películas y me las vendes, o no las tienes, y nos vamos, y se acabó.

Desde las diversas esquinas, los hombres abandonan sus ocupaciones y se van aproximando al centro.

—Pero eso no puede ser, hombre —una carcajada y, de repente, serio—. ¿No ves que ninguna puta de la calle Mesón de Paredes sabe lo que hacemos aquí?

—La que nos lo dijo, sí.

—Policías, no sois. La policía no admite a maricones como éste —por Lucio—. De manera que, ¿quiénes sois?

—Vamonos —Lucio.

—Que os he dicho que no, amigo —sonriendo de nuevo.

—Que te he dicho que sí, hombre —Éctor, extrayendo la pistola y apuntándole a la cabeza.

Todos sonríen menos Lucio y Éctor.

El acompañante de Fairbanks se interpone y simula felar el cañón a distancia.

Los demás se acercan, manipulando las herramientas que llevan en el cinturón, sin demostrar miedo al arma, que comienza a describir lentos arcos a derecha e izquierda para abarcar al mayor número de personas: mientras camina hacia atrás para encararles en todo momento, Éctor le pide a Lucio:

—¡Guíame!

No hace falta.

Nadie puede guiarle entre el dolor espeso que lo baña, cortándole la respiración.

Negro.

Negro.

Despierta ciego con el grito de Lucio, no se siente la mitad de la cabeza, ni el cuello, ni las manos atadas a la espalda con un cordel.

La primera figura que se desempaña es la del guarda de la gorra de plato, que habrá sido quien le golpeó por la espalda con el bastón que aún conserva en la mano.

Después distingue al grupo que tiene a un par de metros. No ha comenzado el rodaje pero ya están con los ensayos. Lucio en el suelo, inmovilizado por tres, la sangre en la boca debe de haber sido la causa del grito. Le han subido la manga y le mantienen la mano abierta en el suelo. Fairbanks, con un solo gesto, extrae un largo punzón del cinturón de herramientas de su acompañante y le roza los genitales con el mango. Después apoya la punta en la palma abierta de Lucio. No le pregunta nada, aquello es más que un método para obligarle a hablar. Los demás ni siquiera sonríen para no perderse un detalle, miran absortos, anhelantes, sólo se relajan complacidamente cuando el hierro atraviesa la piel y sigue entrando en la carne hasta tocar el suelo. Lucio se retuerce, ya ni grita de dolor.

Douglas Fairbanks mantiene allí el punzón, triunfante; sabe ya que Éctor ha despertado.

—¿Te la pone tiesa? Si buscas películas de este tipo es porque esto te la pone tiesa, ¿no?

—Escúchame —Éctor intenta olvidarse de las partes de su cuerpo que no siente y retener la calma—, tengo dinero en el calcetín. Y te puedo conseguir más. Dejémoslo así. En un negocio. Aquí no ha pasado nada.

—Estos cabrones no van a soltarnos —Lucio, algo recuperado.

—Te vas a callar —acercándole mucho el rostro, el tramoyista, completamente tranquilo—. Ya me contará ése qué es lo que de verdad buscáis aquí. Tú te vas a callar —y a los otros—. Sacadle la lengua.

De un tirón, extrae el punzón de la mano ensangrentada para volver a utilizarlo.

Ni las horas que pasó prisionero en las proximidades de Annual ni los interrogatorios de sus propios compañeros de armas en el Penal Militar del monte Hacho en Ceuta se parecen a lo que se imagina que les espera en aquel pozo negro, en aquel lugar que no existe para el mundo. Éctor no deja de pensar en que aquellos dementes tienen toda la noche por delante para hacerles pedazos y que, por su concentración en cada espantosa maniobra, van a aprovechar hasta el último minuto. Esa gente ya vive en un vertedero de seres humanos y no conoce más forma de relacionarse que la tortura y el terror.

Uno de los hombres presiona la mandíbula de Lucio y otro le mete los dedos en la boca y le pellizca la lengua.

Éctor se escucha a sí mismo amenazándoles, gritándoles lo hijoputas que son.

Bultos se mueven en la oscuridad.

Se convierten en hombres.

Se acercan, de pana oscura, sucios, severos, tranquilos, con navajas en las manos. Los esportilleros.

Uno de ellos aleja de una patada el nueve largo de Éctor que había quedado en el suelo.

De pronto, los tramoyistas se olvidan de Lucio y Éctor, sacan de sus cinturones las herramientas más contundentes, se reúnen en círculo para defenderse de los recién llegados que les doblan en número. Dejan de ser individuos salvajes e imparables al medirse con la auténtica dureza de los caminos que aportan los esportilleros.

Fairbanks les pregunta algo, tartamudea por la sorpresa.

El joven de las mangas cortadas es más inconsciente, y salta hacia uno de los atacantes con unas tenazas abiertas, y el otro lo esquiva, lo desarma de un manotazo, le mete la navaja en la barriga y la sube hasta cortarlo por la mitad.

Éctor no se percata de que otro se ha acercado a él por detrás hasta que siente su olor, el frío de la navaja; no sabe quiénes son, no sabe si van a atacarle a él también; la hoja le corta las ligaduras y el tipo se une a los otros para lanzarse contra los tramoyistas, que han reducido al máximo su círculo defensivo.

Recoge su pistola.

No se molesta en desatar a Lucio, lo levanta cogiéndolo bajo los brazos y se desentiende de todos, llevándolo casi en vilo hacia la rampa de salida.

Desde la oscuridad, Piancastelli observa la situación con desagrado; tantos años triunfando en los teatros de todo el mundo y regresar de su retiro para organizar un espectáculo como éste.

Ni los cafés ni el coñac, ni las horas de sueño han conseguido templarles el cuerpo y él ánimo tras la experiencia de la noche anterior.

Es casi mediodía, se mantiene la lluvia, caminan despacio bajo el paraguas por la calle de Postas, examinando cada edificio en busca del colegio del que les habló la bruja.

Algunos atisbos de su buen humor en Lucio parecen sofocarse enseguida.

Antes de salir de la fonda, ante la foto de los saturninos disfrazados de concertistas, Éctor ha vuelto a preguntarle si está seguro de que no conoce a ninguno de ellos; tomado por sorpresa, debatiéndose, el dramaturgo ha terminado repitiendo que no; Éctor lo ha mirado largamente, forzándolo, para nada; después, ha quitado la foto de allí y se la ha guardado en el bolsillo, como poniendo fin a algo.

Lucio camina protegiendo de la llovizna la mano vendada tras la cura de anoche en la casa de socorro, incluso se ha ocultado la melena con el cuello del abrigo, esboza ironías incompletas sobre los madrileños entre silencio y silencio, no parece el mismo.

Al fin salen a su encuentro las palabras.
Esperanto
. Academia. Con grandes caracteres en el frontal de un antiguo inmueble de dos plantas, más una divisa que la denominación del centro.

La puerta está cerrada, pero inmediatamente dejan de buscar, seguros de que fue allí donde entró el hombre que, según la bruja, puso fin a las correrías de la Editorial Saturnia.

Tal y como habían convenido, Piancastelli es recibido en la puerta principal por el gerente del Club Galguero Metropolitano, desplazado hasta allí para ejercer de guía.

—Señor, soy Antonio Gómez Sor, director del club, a su servicio.

—… —Piancastelli, asiente y sonríe, pero no se presenta.

—El señor marqués aguarda en su despacho. ¿Prefiere verlo ahora o recorrer antes las instalaciones?

—Conozcamos antes de nada al buen marqués.

—Como guste.

El marqués de Antillas, hijo del conde de Robianos, destacado dirigente del partido Conservador y uno de los hombres de confianza del rey, al contrario que su padre, nunca quiso ni oír hablar de hacer carrera en política; era lo que se conocía como un
gentleman
, practicaba multitud de deportes, consideraba que la vida social comenzaba a las diez de la noche, viajaba. A su regreso de una estancia en Inglaterra, decidió, por una vez, hacer algo práctico con su vida y unir en un mismo proyecto dos de sus pasiones: fundó un canódromo que por la noche se transformaba en un lujoso
dancing
.

Siguiendo al director que se vuelve servilmente cada tres metros para comprobar que no se ha perdido, Piancastelli ha dejado a la derecha las zonas deportivas del recinto, desiertas entre semana, y cruza las mesas del interminable salón, aprovechando para hacer un primer reconocimiento; los techos altísimos acristalados, el escenario, los murales con calidoscópicos dibujos de colores chillones y los tapices ocultando las entradas a la red de reservados donde los clientes prolongan la fiesta en todas sus variantes.

Sabe que, por su proximidad al Acuartelamiento Alfonso XIII, se ha convertido en el local de moda en Madrid para los militares, sobre todo para los que han servido en África. Rara es la noche en que no se ve perderse en los reservados a un grupo de cinco Regulares, dos españoles y tres árabes. Ha llegado el momento de prepararles un aviso.

—Por aquí —obsequioso, el director sostiene la puerta mientras entran al área exclusiva del personal.

Sobrepasan oficinas cerradas, una recepción vacía y se detienen ante la puerta más suntuosa. Una voz les autoriza a pasar.

El dueño del despacho, rechoncho y con entradas a pesar de su juventud, se levanta de un salto de su sillón para disipar dudas de su condición de deportista, rodea el escritorio vacío de papel, estrecha la mano de Piancastelli. El director ha desaparecido.

—Me avisaron de su visita —el marqués—. Antes de que me diga nada, quiero dejarle por sentado que tiene usted carta blanca para hacer lo que considere necesario en mi club, con mi gente, y con cualquier otra cosa que yo pueda conseguirle. Carta blanca.

No necesitan hablarse para pasar de largo sin interrumpir la melodía o, más exactamente, la escena de la que la melodía forma parte.

El café Dadá está casi vacío. Éctor y Lucio pueden elegir una mesa cercana al piano donde Séptima, los brazos cruzados sobre el borde y la cara apoyada en ellos, contempla a la pianista con una atención excluyente de todos y de todo, una mujer rubia bella tristísima, con un único arete de oro y un estrecho vestido rojo que le deja la espalda al descubierto y le marca hasta el dolor un cuerpo en el que se dejarían los ojos todos los hombres del mundo.

—La mira tan arrobadamente que no creo ni que sean amazonas —Lucio.

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