Aparece Antonio por la puerta entreabierta, llamándoles con un gesto conspirador.
A excepción de un tipo solitario que se come dos huevos fritos en una esquina, no hay clientes en el enorme comedor. El camarero, la cocinera y el recepcionista comparten una pequeña mesa y una sopera con la propietaria, la misma cara y dimensiones que su hermano, pero está claro que lo que él tiene de pusilánime, a ella le sobra de carácter. Les saluda con cabeza sin dejar de tomar su sopa y mirando fijamente la bragueta de Éctor.
La música no procede de un gramófono sino de un moderno aparato de radiotelefonía colocado sobre un aparador, que ocupa el lugar predominante del salón.
—Ya le he explicado a Antonia lo que necesitas —media su hermano.
—Dos habitaciones. No sé por cuánto tiempo. Y no quiero firmar en ningún sitio ni que nadie sepa que estoy aquí —precisa Séptima.
Antonia sigue hundiendo la cuchara en el plato, pensativa; al fin, la bragueta de Éctor resulta una razón satisfactoria.
—¿Queréis cenar?
En otra mañana grisácea y fría, concluye que el silencio es una de las pocas comodidades que va a proporcionarle el hotel. Aún no ha terminado de afeitarse cuando Séptima llama a la puerta de la habitación. Entra y se sienta en la cama mientras termina. No se ha cambiado de ropa pero siempre está limpia y fresca, otra característica de su estirpe.
—Me trae sin cuidado a quién vayas a entregarles las películas ni quién o quiénes las buscan —es sólo el preámbulo de algo—, pero supongo que si logramos desenterrarlas, nos dejarán en paz.
Éctor no responde.
El preámbulo se queda en eso.
Termina de afeitarse, se seca, y se asoma a la ventana. Ocupa una habitación del segundo piso, que es el único en funcionamiento; el tercero lo ocupan los dueños y el primero está cerrado por la escasez de huéspedes, aunque es allí donde han alojado a Séptima.
Un grupo de gamberrillos procedentes de la calle de Toledo se detiene ante el escaparate del restaurante del hotel, señalan algo y se ríen; a pesar del frío, ninguno lleva abrigo, algunos la chaqueta directamente sobre el cuerpo; el más pequeño, la cabeza cubierta por un vendaje hecho de trapos sucios, se abriga con hojas de periódico atravesadas por un cordel.
Éctor ha dormido bien esta noche, sin apenas sobresaltos; le tranquiliza encontrarse en un lugar en el que apenas nadie sabe que está, allí existe un poco menos.
—Dime —dice.
—Deberíamos hablar con Humberto Oyarzo. Es catedrático, agregado al Centro de Estudios Históricos.
—¿El que dirige Ramón Menéndez Pidal?
—Sí. Creo que nos será posible comunicarnos con él de una forma más intelectualizada.
No aclara con quién lo compara ni qué tiene eso de bueno. A diferencia de Lucio, ella sí vivió aquellos acontecimientos en primera persona y conoce una gran cantidad de entradas al laberinto que crearon aquellos tipos, pero es preferible no preguntarle demasiado, que sea ella la que desenrede los hilos que deben guiarles.
—¿Es uno de los miembros de la Editorial Saturnia? —Sí.
—¿Qué hace en el Centro de Estudios Históricos?
—Dirige una sección sobre filología anglosajona. Aunque el Centro se ha trasladado a la calle Almagro, él sigue en la antigua sede de la Biblioteca Nacional, donde monitoriza trabajos de investigación para grupos reducidos de universitarios. Será mejor que esperemos a esta tarde para ir allí. Es un mierda.
—¿Habéis mantenido el contacto?
—Hace dos años asistí a un seminario que impartía sobre Swinburne. Por curiosidad. Quería ver cómo le había tratado el tiempo. Cuando terminó, me presenté y me invitó a cenar. Al principio estuvo presumiendo de haber mantenido y reelaborado la filosofía creada por el grupo de los saturninos, pero después se emborrachó y se puso a llorar como la diva fracasada que es.
—¿Crees que nos recibirá bien?
Séptima se levanta y se acerca a él. Le habla a la nuca, no alza la voz, pero vocaliza tan marcadamente que es peor que si gritara.
—No tengo ni idea de cómo nos recibirá ni de con qué excusa nos vamos a presentar allí ni qué vamos a reactivar al resucitar esa época. No me acostumbro a la idea de ser tu cicerone. No quisiera estar aquí, haciendo esto. No tienes ni idea. Pretendes investigarles como si fueran personas reales pero entonces no eran más que los personajes que se habían inventado. No sé qué es lo que quedará de ellos.
El hombre se da la vuelta, abre el cajón de la cómoda, extrae la pistola, la revisa y se la inserta en el cinturón.
—¿Y eso? —Señala el arma.
—De adorno. Botín de guerra.
Séptima coge el paquete de balas que ha quedado a la vista en el cajón abierto, una caja de veinticinco cartuchos para pistola automática del calibre nueve largo fabricado por Artillería Pirotecnia Militar, la famosa Pirotecnia de Sevilla, fechada en 1926.
Se había propuesto no atosigarla con preguntas, dejar que fuera ella la que le proporcionara información, en su momento, pero empieza:
—¿Has visto las tres películas?
—Fragmentos.
—¿Qué fue del niño actor que aparece en la primera? En
Donatien
. El niño que…
—Sé al que te refieres. Ni idea. Se habrá perdido, como los demás.
—¿Sabes algo del hombre que fue asesinado en la última?
—No sé su nombre. El asunto se enterró enseguida, la familia de algunos miembros de la Editorial, incluyendo la mía, tenía gran influencia. Sólo sé que el hombre que murió no pertenecía al grupo ni a su clase social, aunque habría hecho cualquier cosa por integrarse en él.
—Seguro que estuvo encantado de dejarse asesinar. ¿Sabes cómo ocurrió exactamente?
—Murió crucificado. Algo salió mal mientras rodaban. Sólo escuché que fue un accidente.
—Esa puede ser una buena posibilidad de abordar al tal Humberto Oyarzo. Si le decimos que actúo en nombre de la familia del muerto, no podrá negarse a responder a nuestras preguntas.
—Tú verás. ¿Algo más?
—Mucho más.
Piancastelli mira a los animales que miran a los animales.
Absortos, por primera vez sonrientes, azuzándolos con ramas, embelesados ante cada embestida de los perros callejeros a los que han arrancado las lenguas para evitar el alboroto, los esportilleros se palmean las espaldas cada vez que uno de los animales enloquecidos por horas de encierro y torturas hace presa en el otro, tan divertidos con las salpicaduras de sangre que empiezan a convertirse en regueros por el corralillo donde se desarrolla la lucha, que ni siquiera han advertido la llegada del hombre que los ha traído a Madrid.
No le conviene dejarse ver por la ciudad, así que, al margen de para la operación contra los Regulares que está preparando en el
dancing
del canódromo, apenas sale de su escondrijo en Peñuelas, casi siempre de noche y con todas las precauciones. Pero esta mañana ha leído, en el
ABC
que le trae un vecinillo junto al pan y la leche, un anuncio redactado según el código convenido con Vidal reclamándole con urgencia.
Con su traje más usado y un abrigo a cuadros y un sombrero de alas comprados a un ropavejero, Piancastelli ha cruzado el Viaducto y se ha internado en las Vistillas; venía pensando que, si siguiera avanzando en esa dirección, no muy lejos, se encontraría con el Palacio Real, la razón última de la historia en la que se ha involucrado, pero descarta el simbolismo y se desvía por un camino que le lleva, ya en descampado, a la cuadra donde se esconden los esportilleros.
Los perros sin raza, cosidos a dentelladas, están dispuestos a morir luchando, tal vez para acabar ya con el martirio de la última semana; el más pequeño, blanquecino y cojo, atrapa en un mordisco el hocico del mayor; un griterío de júbilo surge del grupo de esportilleros.
Vidal se acerca, abrochándose los pantalones; el contrabandista ha perdido peso en estos pocos días, trae los faldones de la camisa por fuera, la chaqueta manchada, los ojos tristes.
—Me has llamado —Piancastelli.
—Teníamos que hablar. Venga.
La cuadra, en el centro de una hondonada, a unos metros de los restos calcinados de una casa, es una nave enorme, con las paredes y el techo en buen estado, pero vieja y sucia, con excrementos de caballo incrustados y montones de paja que ni sus antiguos ocupantes aceptarían como único mobiliario.
Cuando llega a un punto en el que los demás no pueden oírles, el gordo se detiene y se calla, intimidado como siempre por Piancastelli.
—Tú dirás.
—Verá, ¿no sería posible buscarnos otro sitio? Una casa de huéspedes o algo así. Mis hombres se están volviendo locos aquí dentro.
—Seguro que han vivido en sitios peores.
—Aquí estamos como bestias. Cagando y meando en una esquina y comiendo en la otra. Todo el día mano sobre mano, sin nada que hacer.
—Vidal, ya te expliqué que necesito disponer de una fuerza de choque anónima como ésta para cualquier eventualidad; para casos como el del teatro, por ejemplo. Por eso tienen que estar listos para actuar en cualquier momento.
—Ya…
—También te expliqué que la gente a la que nos enfrentamos es muy poderosa, sus contactos se ramifican a todos los estamentos. Si os alojarais en otro sitio, os delatarían en unas pocas horas.
—Es que están aquí sin hacer nada y yo…
—Tu trabajo es controlarles. Para eso te pago. Me dijiste que podías hacerlo.
—Claro que puedo…
—Claro que puedes —en tono algo más amistoso; se da la vuelta y da el asunto por resuelto, pero recuerda algo y lo endurece de nuevo—. Y encárgate de que no se repitan salvajadas como ésa —señalando a los perros.
—No se preocupe.
El Centro de Estudios Históricos, nacido en 1910 bajo el impulso de la Junta de Ampliación de Estudios en su intento de aplicar las teorías regeneracionistas a la cultura y a la investigación, que se emplazó originalmente en los sótanos del Palacio de Bibliotecas y Museos del Paseo de Recoletos; utilizando los antiguos locales del Museo de Ciencias Naturales, aprovechaba las ventajas que supondría su conexión, además de con la Biblioteca, con el Archivo Histórico. La posterior multiplicación de secciones y actividades habían forzado la mudanza en 1919 a una nueva sede en la calle Almagro, pero el profesor Humberto Oyarzo, valiéndose de que era el único que no impartía disciplinas propiamente hispánicas, había conseguido permanecer en las antiguas instalaciones, convirtiéndolas en un feudo privado, fuera del alcance de cualquier inspección restrictiva.
Séptima y Éctor han esperado a la tarde para visitarle con mayor intimidad. Nadie les ha detenido en la entrada. No encuentran a quién preguntar mientras se adentran en las tripas del edificio que, como un descomunal depósito funerario, recoge una copia de cada libro del país. El marbete de alguna puerta les confirma que se están internando en la dirección correcta. Al fin encuentran a un estudiante, un tipejo prematuramente calvo que camina sonriéndole al suelo.
—Perdona, ¿el despacho del profesor Oyarzo, por favor? —Séptima.
—Claro. Eh… Os llevo —se da la vuelta, feliz de no tener que salir de allí.
Doblan algunas esquinas absurdas y bajan un tramo de escalones. Las bujías son cada vez más insuficientes para iluminar el lugar.
—¿Vienes a preparar algún curso? —el estudiante se vuelve a Éctor, esperanzado; a la mujer, como si no la viera.
—Un curso sobre roedores. Me han dicho que tenéis una colección estupenda.
El chico se pone colorado y mientras busca y no busca una respuesta llegan al departamento de Oyarzo. La puerta está entreabierta y se escucha a alguien disertar con energía. El estudiante pide a Éctor y a Séptima que guarden silencio y les hace entrar a un enorme despacho, lleno de estanterías y vitrinas —pipas, plumas, portarretratos, pergaminos…— alrededor de un gigantesco escritorio que su propietario, sentado de medio lado en el borde, hablando de cara al techo, como si esperara que los tres alumnos que toman notas a toda velocidad levitaran hasta allí en cualquier momento, está usando como un escenario.
—… no, no, no. No. No se le puede leer como si leyerais a Meléndez Valdés —con asco—. Para comprender a Algernon Charles Swinburne tenéis que tener presente que estáis entrando en casa de un hombre que ha puesto de patitas en la calle al mismísimo Dios…
Deberán tenerlo presente igual que Éctor no se olvida de las andanzas de los miembros de la Editorial Saturnia mientras interpreta las palabras de Humberto Oyarzo y su imagen de dandi de facultad con traje y corbata negros y chaleco de flores amarillas, bigote perfectamente recortado, el pelo brillante algo más largo de lo correcto, unos cuarenta años bien llevados, la edad que rondarán todos los integrantes de la Editorial. Algunas de sus frases son sólo retórica universitaria, otras no.
—… y después, ya solo, todo lo solo que un ser humano puede estar, se dedicó a hablarnos de la miseria del hombre, incluyendo el amor, la sensualidad y la muerte en este capítulo, como si fuera imposible hacer nada por redimirlo. Swinburne es el maldito por excelencia de las letras inglesas del siglo XIX. Entendía la poesía como un arte puro, que iba mucho más allá del mensaje y del compromiso social o político. Y afrontó con valentía, ayudado por el alcohol y por la fuerza extraída de su naturaleza enfermiza, el rechazo de los puritanistas, que lo acusaron de degenerado, de incestuoso y de satanista. No tuvo más aliados que los elegiacos de la Grecia y de la Roma clásica, que el espíritu rebelde del marqués de Sade, que la poesía envenenada de Baudelaire. —Oyarzo baja al fin los ojos y los clava en Séptima; no muestra ninguna sorpresa; desde ahora hablará para ella—. Recordad que estamos ante una voz que había eliminado cualquier esperanza de redención:
»Porque entonces no habrá estrellas ni soles
»ni cambios de luz que puedan despertarnos;
»no habrá aguas que se agiten tumultuosamente
»ni sonidos ni visiones;
»tampoco habrá días, estaciones, o seres luminosos;
»sólo un eterno sueño
»en una eterna noche.
Mide con exactitud el tiempo de su pausa sin dejar de mirar a la mujer y luego despide a los alumnos.
—Esta tarde no os vais a marchar a casa como si nada hubiera ocurrido, porque hoy os ha ocurrido Swinburne. Tenéis cuarenta minutos para analizar su
Ave Atque Vale
con algo que me suene a una mirada nueva. Cuarenta minutos a partir de ¡ya!