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Authors: Juan Ramón Biedma

Tags: #Policiaco

El imán y la brújula (20 page)

BOOK: El imán y la brújula
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—Lo siento, pero creo que se confunde. Con ese nombre lo recordaría si lo hubiera conocido.

Éctor echa de menos esas novelas policiacas en las que todo el mundo ofrece respuestas a las preguntas del detective; en la vida real, la gente simplemente no te dice nada y rara vez puedes forzarles a hacerlo y ahí se acaba todo.

—Es posible que él o sus amigos se inscribieran con un nombre falso —Séptima—. Eran un poco… extravagantes. ¿Le importaría mirar una fotografía por si reconoce a alguno?

Es Éctor el que le tiende el retrato de los saturninos disfrazados de músicos.

—Lo siento. No los he visto en mi vida.

Le devuelve la foto tras observarla casi un minuto, casi se diría que está diciendo la verdad, hasta el punto de que desechan cualquier posibilidad de intentar hacerle confesar mediante una acusación directa. El profesor se queda esperando plácidamente una nueva pregunta, sin prisa ninguna.

—Mi tío y sus amigos formaban una especie de asociación cultural, y habían adoptado el esperanto como idioma oficial.

—Eso dice mucho en su favor —sonriendo—, probablemente entendieron que el esperanto es mucho más que una lengua ideada para salvar el escollo que supone la multiplicidad de idiomas, es una filosofía sobre el entendimiento universal.

Séptima no le dice que los saturninos pretendían justamente lo contrario, porque además está segura de que el anciano ya lo sabe.

—Si no fue aquí, ¿dónde cree que pudieron aprenderlo?

—Hace ya varios cursos que este centro está inactivo; el resto de mis actividades me impide mantenerlo en marcha; se ha convertido en una especie de retiro para mí, un lugar donde conservar recuerdos y trabajar con tranquilidad. En todo caso, existen varias academias en Madrid, cada vez más. Y un buen número de profesores particulares, muchos de ellos antiguos discípulos míos.

—¿Puedo preguntarle —Séptima señala el cuadro— si mantiene contacto con Su Majestad? El y mi tío eran amigos. Quizás lo mencionara alguna vez.

Detrás de sus palabras, fluidas y diplomáticas como nunca, se trasluce una animadversión ante el anciano que éste parece advertir y valorar mientras elige cuál de las posibles respuestas le conviene ofrecer.

—Mi familia lleva al servicio de la monarquía desde los últimos años de Fernando VII —hundiéndose un poco más en su sillón.

No ha dicho
mi familia tiene el honor de
; a sus palabras se le podría dar incluso el sentido de que es la monarquía la honrada al contar con sus servicios.

Ha dicho mucho más. Ha dicho que no va a revelar nada que proceda de esa fuente. Ha dicho que, aunque podría continuar con su imagen de profesor jubilado, prefiere dejar claro el alcance de su poder. Puede haber dicho hasta que ese poder, el mantenido por su familia a lo largo de un siglo de historia, va más allá del de la institución, tan inestable en ese tiempo, a la que está ligada y a la que tal vez protege incluso de sí misma.

—En tantas décadas —prosigue—, hemos aprendido, más que a oír, a desoír. No sólo lo que se dice fuera, sino también lo que se dice dentro. Tenemos una misión de continuidad que cumplir que va más allá de las personas. Sólo con acallar algunas de esas voces internas y externas se podrían haber evitado daños irreparables. A lo que habría que añadir que las circunstancias son tan engañosas como queramos que sean, y aún más.

Se pone de pie.

Acercándose al secreter y manejándose habilidosamente con su único brazo, usa una pequeña llave de oro que cuelga de la cadena de su reloj para abrir la tapa abatible y extraer un díptico de madera.

—Son ustedes personas instruidas. Conocen de sobra el desgraciado matrimonio entre Isabel II y su primo Francisco de Asís; los amores extraviados de él, incluyendo una larga relación con una persona del sexo masculino, y los numerosos escarceos de ella. Desgraciadamente, estas circunstancias son de todo dominio público, aparecen en cualquier manual histórico —con desprecio—. Sin embargo, si hubiese sido posible mantener la necesaria discreción, quizás se podría haber cambiado la propia historia.

Abre el díptico y se lo entrega a Séptima para que lo lean los dos. En uno de los tableros se lee una etiqueta explicativa: «Epístola ológrafa dirigida por Francisco de Asís de Borbón a su esposa, la reina Isabel II, fechada en 1858. Por autentificar». Y en la tapa inferior, cubierta por un lienzo de cristal, un documento con un texto escrito con letra enrevesada y corregido por varias tachaduras.

Mi admirada Isabelita:

Te llamo admirada porque lo hago, aunque no lo creas, en especial el ánimo con el que llevas la casta que nos toca… a mí hay días en que se me caen los palos del sombrajo, aunque el sombrajo sea el palacio de Aranjuez y los palos sean unos apellidos como los míos que son los tuyos y son los de todos.

Esta mañana, un palafrenero con el que hace tiempo tomé confianzas, me ha cantado una coplilla que me nombra y que al parecer sirve de holgorio al medio Madrid:

Paco Natillas

es de pasta flora

y se mea en cuclillas

como las señoras.

Tú me dirías que con peores lenguas nos han mentado, acordándote sin extrañarlos de la luenga lista de los caballeros a los que has armado, burlándote de mi sentimiento hacia Antonio, recordándome sin decirlo que al menos a ti te mueve la venganza de la sangre que te ha obligado a casarte conmigo, mientras que yo seguiré aquí, parado con este desorden.

Que a veces, en la oscuridad de la ópera o mientras despacho la correspondencia en el gabinete, hace que se me vaya la cabeza y es como si me viera contigo, mirándote dentro de los ojos, defendiéndote hasta de ti, tocándote como un hombre… aunque después me despabile, y aplauda en el palco como si hubiera escuchado el aria, o firme esta carta, como si fuera a enviártela.

Cariñosamente, PAQUITO

—Sorprendente, ¿verdad? —Comenta Pérez Oviedo aceptado el documento que le devuelve Séptima y dejándolo sobre el secreter—. Quién sabe lo que un poco de reserva podría haber conseguido.

Todos saben que no era necesario enseñarles aquella carta ni el discurso sobre la discreción, a no ser por lo que tenía de mensaje, de advertencia implícita, sobre el asunto del que realmente estaban tratando sin hablar.

Orestes se sienta, parsimonioso, en el mismo sitio que ocupaba.

—¿Puedo ayudarles en algo más? Hundido en los cojines, viejo y manco, afable, con su chaqueta gastada, les parece el personaje más siniestro de los que han conocido hasta el momento.

Habla Éctor, que ha estado observando a distancia los volúmenes de las estanterías, como por decir algo.

—Si necesito comprar algún libro en esperanto, ¿qué librería me aconseja?

—Sin duda, la mejor abastecida es la de Juan Salvador, en Ribera de Curtidores —responde rápidamente.

Demasiado rápidamente.

Por primera vez, Éctor detecta en la seriedad súbita del profesor que ha caído tarde en la cuenta de que no debería haberles conducido hasta aquel lugar.

Los dos están pensado en
Ruinas sin nombre
.

Han almorzado en una taberna de la plaza de Cascorro, a un paso de Ribera de Curtidores. Haber sido rechazada la noche anterior ha vuelto a Séptima mucho más amistosa, casi cálida en algún momento, y además se muestra sorprendentemente implicada en la investigación, aunque en eso habrá influido el incendio de su piso. Durante la comida ha estado hablando de Madrid y del marqués de Sade, y ha sonreído tres veces.

Después se han acercado a la librería de Juan Salvador y han estado golpeando la puerta cerrada hasta que un vecino les ha informado de que cierran los jueves por la tarde. Séptima respinga ante la palabra «jueves».

Éctor bromea sobre qué burdel frecuentará aquel tipo los jueves. Le dice que volverán mañana por la tarde y no le dice que a primera hora ha llamado a Piancastelli y éste lo ha citado al día siguiente a las doce. Le propone ir al café Dadá, para intentar que la pianista les ayude en algunas de sus indagaciones.

Ella sólo responde que tiene que estar de vuelta temprano en el hotel. Definitivamente, la palabra «jueves» ha terminado con su buen ánimo.

«¡Mírenme bien! Soy idiota, soy un farsante, soy un bromista. ¡Soy como todos ustedes!». Anuncia uno de los carteles enmarcados del café Dadá. Termina la tarde y el local rebosa. Los dos camareros tardan mucho en servir; quedarse un buen rato al lado de las mesas cada vez que llevan el pedido, asintiendo en silencio al tema de turno, es su manera de proclamar que ni ellos ni su café se parecen a ningún otro.

Hoy Séptima bebe ginebra con verdadera sed, e interviene lo justo en la conversación, con la cabeza en otro sitio o en otro tiempo, los rasgos algo más definidos y el gesto y la voz más secos hasta con su amiga Basilia, que parece entusiasmada de que le hayan asignado un papel de detective en todo aquello; Éctor está con el coñac, un poco distraído, bastante tiene con evitar mirarle las tetas a la pianista.

—Es como una novela de Gastón Leroux —recapitula Basilia—: siete jóvenes, algunos de la más alta alcurnia, creyéndose artistas malditos, se entregan a toda clase de barrabasadas, entre ellas, la filmación de unas películas pornográficas. Para una de ellas cuentan con otro chico, alguien de una clase inferior, y éste muere durante el rodaje. ¡Crucificado! Nadie sabe cómo ocurrió. Nadie sabe quién fue el responsable de su muerte. Nadie sabe quién es el muerto. ¿No os parece todo muy poético y misterioso?

Séptima, ausente, está a punto de ser indulgente por la simpleza con la que ha sintetizado la historia de los saturninos. Está a punto.

—No se creían malditos, lo estaban, pero esperaré a que te hagas mayor para intentar hacer que lo comprendas.

Hasta Éctor la mira sorprendido por las aristas de sus palabras.

La pianista va dejando escapar el aire y una disculpa.

—Perdóname —los ojos se le han llenado de lágrimas y las lágrimas se quedan allí.

Otra pausa que sobra.

—Perdóname tú, hoy estoy hecha una mala puta —le toma la mano y le habla a Éctor—. Basilia se hizo mayor hace mucho tiempo, si no, no hubiera sobrevivido a la guerra europea, que estuvo a punto de llevársela por delante.

—Nunca lo he dudado —sería un mal momento para mirarle el escote—. Ya me parecía haberte notado algún acento extranjero.

—Nací aquí, pero he vivido fuera muchos años —las lágrimas se van evaporando para dar paso a una amargura mayor—; los campos de concentración son la mejor escuela de idiomas. —Vuelve al asunto anterior, para cambiar de tema y rectificar la trivialidad—. ¿Por qué se hacían llamar Editorial Saturnia?

—Saturno siempre ha estado asociado a la melancolía, al cansancio de ser uno mismo, a los iluminados por el infortunio. Hay una larga tradición alquímica, cabalística, pictórica, poética, Verlaine, Baudelaire… de la que decidieron, valientemente suicidas, formar parte.

La pianista digiere en silencio las palabras que Séptima ha recitado de corrido, como si tuviera la definición preparada hace mucho tiempo para que la use su otro yo mientras ella no deja de irse.

«Es ahí, os lo aseguro, donde está el balcón de Dadá. Desde donde uno puede oír marchas militares y descender cortando el aire. Como un serafín en un baño público, para mear y comprender la parábola». Dice otro de los carteles.

En una mesa, alguien toca una armónica.

Éctor se está empezando a acostumbrar a la irreductible horizontalidad carnosa de los pechos de Basilia, el bullicio del café y el coñac ayudan a aislarle, recupera y aparta el recuerdo de Lucio, echar de menos a Nuncy es otra vez lo de siempre, las mentiras le endurecen los músculos del cuello, raro es el día en que no se pregunta si lo que está haciendo merece la pena. Más vale que aquello no se prolongue demasiado tiempo.

—Hay algo más, alguien, de quien necesitamos información —Séptima, que va y viene—. Dicen que todos los espías de la ciudad terminan pasando por el hotel Ritz.

—Eso dicen —Basilia—. La verdad es que, desde mi piano, puedo ver una fauna muy variada. Sigue.

—Un individuo de algo más de cincuenta años, con una cicatriz sobre el ojo. Éctor te lo describirá mejor que yo.

El suave toque en la puerta es como si un cataclismo hubiera devastado medio continente. Éctor ya está de pie con la pistola en la mano. Para una vez que tiene un sueño sin sueños que olvidar. Mira el reloj, las tres menos cuarto de la madrugada. Una segunda llamada en la puerta. Monta el arma y abre despacio, ocultándola tras la pierna y ocultándose tras el quicio. Es Antonio Altea, vestido, despejado, apremiante.

—Lo siento en el alma, ¿estaba dormido?

—¿Qué quiere?

—Que me acompañe un momento. Tengo que enseñarle algo que seguro que le interesa.

Éctor cierra la puerta, se pone los pantalones, la pistola y el gabán, y vuelve a abrirla. Altea le espera con más aire de conspirador que nunca, le hace un gesto para que guarde silencio y otro para que lo siga.

La penumbra mortuoria de los pasillos, las ráfagas frías y cambiantes, el crujir del suelo de madera, la sucesión de puertas cerradas, la silueta absurda del gordo que se balancea más que anda delante de él, acentúan la sensación de irrealidad que le acompaña desde que llegó a Madrid; antes aún, desde que empezó todo aquello.

Se trata de una vieja construcción que habrá conocido otros destinos a lo largo del tiempo antes de convertirse en hotel; las habitaciones son grandes, desiguales, irregularmente distribuidas y los corredores se revuelven en ángulos imposibles, terminan en terrazas clausuradas o en bifurcaciones que no dan a ninguna parte.

Altea baja un tramo de escaleras y se interna en la primera planta; que Éctor sepa, aquel sector está inhabilitado a excepción de la habitación que ocupa Séptima, y la suciedad del suelo y las manchas de humedad en el techo y las paredes así lo corroboran. Al tercer pasillo, Antonio se vuelve para repetir el gesto de silencio, extrae una llave y abre la puerta de uno de los cuartos con muchísimo cuidado.

En la habitación no hay más muebles que un sillón desvencijado de cara a un cuadro en la pared, una imagen de Jesús del Gran Poder. Ya se escucha algo en la habitación colindante. Insiste en llevarse el índice a los labios e invita a Éctor a sentarse en el sillón; después descuelga el cuadro y le señala un agujero del tamaño de un real.

Éctor tarda un poco en enfocar o en asumir lo que está viendo.

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