Pascal le espera con la puerta del piso de Serrano abierta de par en par, y la del salón, y la de su despacho. No hay nadie más en la casa que el subastador sentado ante su escritorio, observando atentamente un revólver y un maletín lleno de billetes.
Dando la vuelta a una silla, tal como hizo el otro durante la subasta del gigante, Éctor se sienta frente a él, apoya los codos en el respaldo y señala el dinero.
—No es eso lo que buscamos.
—Ya —sin levantar la mirada.
—Antes de nada, quiero que sepa que su hijo está perfectamente —aunque no ha llegado a verlo, de su custodia se encarga Piancastelli.
—…
—Sabe lo que queremos, ¿verdad?
—¿Cuándo?
—Mañana, a la una en punto del mediodía, en la estación del metropolitano de la Puerta del Sol, la línea número dos, Sol-Ventas. Esperará a que llegue el tren, y en el momento en que llegue yo me acercaré a usted para entregarle al chico y recoger la película; a continuación usted subirá al tren con su hijo y se marcharán.
El hombre asiente sin elevar los ojos; ha recogido todo el miedo y todo el odio y se los ha guardado en lo más hondo; teme traicionarse si mira de frente a su enemigo.
—Puede estar tranquilo, al niño no va a ocurrirle absolutamente nada.
Con los ojos cargados por las pocas horas de sueño, y el silencio de Pascal al recibir las instrucciones para recuperar a su hijo resonándole en algún escondrijo de su cabeza, Éctor ha recorrido el camino de vuelta al hotel Bizancio para recoger a Séptima, que no sabe nada del secuestro, con la sensación de que se está acercando al final de algo y diciéndose que esas sensaciones sólo las tienen los personajes de las malas novelas.
Las encuentra ante la puerta del hotel, indecisas todavía sobre si entrar. Mencia Alvarez, la secretaria de Oyarzo, y su compañera se han arreglado todo lo que les permite su pobreza, muy formales y serias, parecen una parodia de un matrimonio de clase media baja poco acostumbrado a salir de casa.
—¿Se han decidido? —Éctor, sobresaltándolas.
—A ver —responde Mencia, las manos en los bolsillos horizontales de su falda.
—Acompáñenme dentro, por favor.
Las conduce directamente al restaurante del hotel, ordena cafés para todos al camarero cuando pasan junto a la barra y se sientan en la mesa de Séptima, que le esperaba fumando.
No se saludan, nada de formalidades. El camarero les proporciona tazas, cucharillas y terrones de azúcar con los que rellenar el lapso y, en su momento, es Éctor el que debe abrir materia con la única llave posible; le entrega a Mencia el sobre con dinero que lleva encima para estos casos, y la secretaria, sin abrirlo, se lo da a su mujer para que lo guarde en el bolso; ella no lleva.
—Ya le dije que no queremos comprometerla. Buscamos las películas que rodaron los miembros de la Editorial Saturnia. Nada más.
—Apenas sé nada de ellas, le dije la verdad.
—Díganos lo que sepa.
—Les oí mencionar el proyecto, muy ilusionados, decían que nunca se había hecho nada parecido, pero como hablaban del libro o de fundar un museo secreto sólo para iniciados; iban de una cosa a otra, se cansaban, volvían a retomarla con todo entusiasmo. Ya sabe cómo eran.
—No, no sé cómo eran —Éctor—. Llevo semanas hablando con gente que les conoció y no termino de
verlos
.
—Porque no es fácil, porque no se parecían a nadie —se inclina sobre la mesa, no disimula su admiración—. Estaba un poco encandilada por ellos, no conocía a Dora en esa época —la otra le toma la mano, comprensiva—. Yo sí puedo verlos aún. No iban a la moda, pero eran tan elegantes, tan… selectos… llegaban a cualquier sitio y todos se quedaban mirándolos, llevaban consigo su propio mundo, siempre recuperándose de una juerga y planeando la siguiente, hablando en esperanto, citando a poetas y filósofos de todos los tiempos, riéndose de todos y sobre todo, de ellos mismos. Te entraban ganas de formar parte de aquello y al mismo tiempo sabías que no te encontrabas a su altura ni estabas dispuesta a pagar el precio que ellos terminarían pagando.
Séptima mira hacia otro lado, no quiere que los demás sepan que está compartiendo la evocación.
A Éctor le toca concretar.
—De las tres películas que se filmaron, una fue robada de casa de Sixto y otra está en poder de Pascal. ¿Se le ocurre dónde puede estar la tercera?
—¿Pascal? —Frunce los labios, extrañada—. Nunca me pareció un nostálgico, no sé. Coleccionaban todo tipo de cosas, en casa de Sixto, en el despacho de Humberto, en el piso de Rimbaud. Todo desapareció cuando acabaron con aquello.
—¿Quién acabó con la Editorial Saturnia? —Éctor.
—Es curioso, ellos nunca se llamaban así a sí mismos. Nunca se etiquetaron. Eso lo hemos hecho los demás.
—Conteste a mi pregunta —la mujer le cae bien; no puede permitirse concesiones.
Se terminaron los buenos recuerdos. Mencia con expresión seria, y preocupada y temerosa; Dora aún más. Pero ya han cobrado a cambio del peligro que deberán correr a partir de ahora.
Baja la voz.
—Orestes Pérez Oviedo.
—¿Qué interés podía tener un viejo profesor de esperanto en poner fin a algo así? —Éctor.
—Pérez Oviedo es mucho más que un profesor de esperanto. Desempeñó un papel importantísimo durante la Regencia, y es uno de los hombres de confianza de Doña María Cristina, la Reina Madre. Colocó a su hermano, el general Rafael Pérez Oviedo, como comandante de alabarderos y ayudante de campo del Jefe del Cuarto del Rey… Orestes es uno de los hombres más influyentes de este país; hay quien dice que es él el que verdaderamente manda en el Palacio Real.
—¿Y qué tenía que ver con los saturninos?
—Fue preceptor de Sixto, como lo fue del propio Alfonso XIII. Y de alguna manera, siempre se ha encargado de resolver las consecuencias de sus calaveradas. Yo estaba en casa de Rimbaud, había ido a llevarles unas pruebas del
Ruinas sin nombre
, cuando llegó Sixto y les comunicó que Pérez Oviedo había estado hablando con él; no se me olvida el aire que el vizconde traía aquella tarde, como el que describe, divertido, los detalles de su propio funeral.
—¿Cree que Orestes Pérez Oviedo puede tener las películas?
—No. Unos hombres estuvieron en mi casa peguntándome por ellas hace años, yo vivía en casa de mis padres; me dijeron que venían de su parte; me amenazaron.
Fin.
Antonia Altea, ancha, atareada y adusta, entra en el restaurante acompañada del recepcionista que intenta alcanzar su paso mientras le enseña un grueso libro de contabilidad. Va a sentarse en la primera mesa, como hace habitualmente, pero algo en el grupo de Séptima llama su atención y lo hace en otra más cercana.
Éctor piensa unos segundos; está a punto de decirles que no se han ganado la paga, pero recuerda que el dinero no es suyo y aquella gente, al borde de tanto precipicio, le cae bien. A falta de cualquier otra pregunta útil, saca del bolsillo la foto de los saturninos vestidos de músicos y la deja sobre la mesa.
—¿Quién es la figura que está de espaldas?
La secretaria se muerde los labios y responde Dora.
—Mencia ha venido poniéndose en peligro, en contra de mi consejo, porque nos aprieta el hambre como dijo ella —apunta a Séptima—, pero no ha venido a suicidarse, no le pida más. Además, si lleva usted investigando este asunto algún tiempo, estoy segura de que ya sabe de sobra su identidad.
Aunque están hablando de ella, la secretaria mira hacia otro lado, fijamente, desentendida de ellos; Éctor sigue la dirección de su mirada hasta llegar a los ojos astutos de Antonia.
Mencia se pone en pie, sin soltar la mano de su amiga, casi no murmura una excusa y la arrastra al pasillo.
Éctor no intenta detenerlas.
Antonia sonríe.
Plantado junto a Séptima ante la puerta, no sabe qué espera allí ni qué le hubiera dicho a Orestes Pérez Oviedo si la academia de esperanto no estuviera cerrada, pero era una visita que debían hacer.
Busca algo en la mujer, pero la nota cada vez más perdida, se ha dicho un millón de veces que no debe presionarla y tampoco así ha conseguido nada.
—No me dirás que no habías oído hablar de Pérez Oviedo o que él no había oído hablar de ti, la entrevista que mantuvimos fue una pantomima. Me pregunto si hay algo de todo esto que no sepas. No sé qué haces conmigo.
—Yo no te busqué —el tono muy bajo no parece defensivo—. Es verdad que hay mucho que no puedo decirte. También es verdad que los recuerdos, por suerte, me fallan. Cuando quieras nos separamos.
Mediodía en la calle de Postas, Madrid pasa junto a ellos, los aparta a un lado, les mira a la cara e inmediatamente les da la espalda. No estarían más solos si siguieran caminos distintos.
De la custodia del niño no se encarga Piancastelli, sino Vidal y los esportilleros.
Han debido de ser las corrientes de aquel maldito piso de Peñuelas, porque siente la cadera como si fuera una pieza no articulada que amenaza con quebrarse al menor movimiento; el reuma era cosa de sus mayores y ahora tiene que aceptarse como el mayor de casi todos; no quiere salir, sólo quedarse sentado en aquella mesa camilla, hasta el día siguiente, cuando deberá recoger al pequeño Pascal para canjearlo por la película. Ya no está
Meyrink
para azuzarle. Hace un esfuerzo, se levanta, se pone el abrigo para salir. Vuelve a sentarse.
Les cuesta encontrar el café Setecientos, por donde, según el operador, suele caer Casilda, la única mujer de la Editorial Saturnia; y cuando lo hacen, en una callejuela desierta que desemboca en el Manzanares, ya está anocheciendo. Éctor comprueba la pistola, prefería haber llegado más temprano; las células anarquistas son ilegales y lo lógico es esperar que reciban de malas maneras a cualquiera que llegue haciendo preguntas.
El único camarero, un viejo de cemento, les recibe en silencio desde detrás de la barra. A excepción de una mesa ocupada por cuatro hombres, no hay nadie más.
—Venimos buscando a una amiga. Casilda. Nos han dicho que para aquí —sin preámbulos.
Uno de los hombres de la mesa, el que les da la espalda, se pone en pie.
Se da la vuelta y se les acerca. De unos cuarenta como el resto de los saturninos, guapa a pesar de las ojeras y los ángulos, de la gorra de visera y el chaquetón lobo marino.
—Os esperaba. Venid.
Los lleva a una mesa en lo más recóndito. Sólo viste como un hombre; no se mueve, ni habla ni gesticula como tal.
—Habéis tenido suerte de que estuviera aquí. Los compañeros hubieran reaccionado de cualquier forma si alguien pregunta por mí. Tenemos que estar alerta. Se nos persigue como si fuéramos alimañas. —Con un cuarto de sonrisa—. La dictadura no admite más representación de los trabajadores que esas farsas constituidas por patronos y traidores que llaman
Comités Paritarios
.
—Puedes estar tranquila, no vamos a hablarle a nadie de ti —Séptima—. Sólo buscamos las películas. El
Sagrado Tríptico
.
—El
Sagrado Tríptico
. Mira que éramos pretenciosos —abriendo la sonrisa—. La pequeña Séptima… —afectuosa.
Séptima siempre se muestra reservada cuando la reconocen o se reconoce en alguno de ellos.
—¿Sabe dónde pueden estar? —Éctor—. En realidad, si todo va bien, sólo nos falta una,
François
.
Tan indiferente es su expresión que no necesita cometer la redundancia de responder.
—La mayoría de ellos os dirá que todo eso pertenece a otra vida, ya olvidada —saca del bolsillo picadura y librillo, les ofrece—. Yo no puedo olvidar lo que hice ni de dónde vengo. Ni los secretos que guardo. Por mucho que ahora me juegue la vida por defender a la clase trabajadora, no soy más que lo que fui —amarga—, aunque lo único que conservo de esa época está aquí dentro —tocándose la cabeza—. No tengo nada más.
Casilda siempre se apresura a exponer su procedencia de la clase social que ahora pretende abolir antes de que nadie le reproche su doble condición, aunque la maniobra no parece resolver sus contradicciones.
—Me he preguntado más de una vez cómo llegó una mujer a formar parte de un grupo así —Éctor.
—Jamás me rechazaron por ser mujer —orgullosa de ellos—. Jamás. Juan, lo conocéis como Rimbaud, y yo, éramos compañeros de curso en la Facultad de Filosofía y Letras; yo estaba por libre, fui una de las primeras mujeres en matricularse, pero asistía a algunas clases. Juan, Rimbaud, era el hombre más guapo, más brillante y más loco que había conocido en mi vida.
Se ha debido de producir un incremento del voltaje en algún lugar de su interior porque, al mencionar al hombre, la luz que aclara sus ojos les deslumbra por unos momentos; ninguno de los dos está muy acostumbrado a encontrar aquella forma de devoción en las personas a las que entrevistan.
—La palabra brillante está de moda, se le aplica a cualquiera, pero él lo era de verdad. Llegaba borracho a mitad de la clase, justo cuando el catedrático acababa de pedir un voluntario para exponer un tema explicado días antes, y él se levantaba de su asiento, completamente decidido; de camino al estrado, le preguntaba a cualquier compañero de qué tenía que hablar, le daba igual, jamás estudiaba pero podía improvisar sobre lo que fuera; tampoco quería impresionar al profesor, eso le resultaba más indiferente aún, sólo quería ponerse a prueba, o comprobar que seguía vivo o quién sabe qué, lo que sea menos ver pasar pasivamente la vida hundido en su asiento; tomaba la palabra y podía disertar durante horas, desvariando hacia lo más disparatado, hasta que el profesor, divertido o enfadado, lo enviaba a su sitio —hace una pausa durante la que sigue contándose otros episodios que no comparte con ellos—. El sólo quería estar con Sixto y yo no me separaba de él; llegó un momento en el que todo me daba igual con tal de estar a su lado; y llegó otro momento en el que todos éramos uno.
Ella era parte de lo que fueron. Hay tanto que quisiera preguntarle, el verdadero sentido de todo lo que hicieron, que Éctor no sabe por dónde seguir. De lo que verdaderamente debería importarle, de las películas, sabe que no va a obtener nada.
Otros rastros que se disuelven, como pisadas que se hacen cada vez más superficiales hasta que resulta imposible distinguirlas del resto de las marcas del camino.
Queda la historia de aquella gente, menos muerta, y por lo tanto más difícil de juzgar.