—No voy a deciros nada más —poniendo en palabras lo que los otros piensan.
—¿Qué fue de Rimbaud? —El penúltimo cabo suelto.
La mujer está a punto de cerrarle también esa puerta a Éctor, pero cae en la cuenta de algo.
—Cuando aquello estalló, se fue. Siguiendo la estela del poeta, claro. Como el verdadero Arthur Rimbaud, estuvo en Chipre y en otros muchos países. Intentó enterrar su amor por Sixto como el francés enterró su relación con Verlaine; no sabemos si el poeta lo consiguió, pero sí sé que nuestro Rimbaud, mi Rimbaud, no lo consiguió. Volvió hace unos meses, con unas sífilis terciarias que están terminando rápidamente con él.
—¿Dónde podemos encontrarle?
—Se lo diré, si me prometen intentar ayudarle. A mí no quiere verme.
—… —Éctor calla; una promesa lo estropearía.
—Vive en… —se le desfiguran el ademán y las palabras—. En una especie de chabola construida en la boca de una cueva. En la Montaña del Príncipe Pío, más allá de la calle Ferraz —con decir dónde vive ya ha dado detalles más que suficientes sobre cómo ha terminado—. Era el más valiente de todos. El único que llevó aquello a sus últimas consecuencias.
No hay otra manera de concluir aquella nueva pausa que ponerse en pie.
Mientras se despide maquinalmente, Éctor recuerda algo.
—¿Usted también hablaba esperanto?
—Hablarlo y escribirlo era indispensable —irónica.
—Hay una frase,
Nenia Dio
. ¿Podría traducírmela?
No ha dejado de pensar en las dos palabras escritas una y otra vez por las paredes del piso miserable que habitaba el antiguo prior, la tumba de Germán.
—Ninguna clase de Dios.
Algo va mal.
En el momento en el que entra en la cuadra y se le acerca Vidal, con la camisa por fuera y la corbata llena de machas, Piancastelli se desconecta de la cháchara del contrabandista y se queda parado en el centro de la nave, las manos hundidas en los bolsillos de su abrigo negro.
La luz de los candiles es cálida, apacible.
Los esportilleros juegan a las cartas silenciosamente en un rincón.
El niño, en el extremo opuesto, parece dormido bajo una manta.
Algo va mal.
No quiere ni pensarlo.
Al fin se acerca al chico, el paso decidido; Vidal detrás, con alguna tabarra que no escucha. La manta es una de las que cubrían a los caballos, llena de briznas y de piojos. El pequeño Pascal gime bocabajo, con la voz lijada por tantas horas chillando el dolor y el miedo. Sin prestar atención al contrabandista, aparta la manta con el pie y descubre los regueros de sangre que bajan por las nalgas y los muslos del crío hasta empapar los calzoncillos y los pantalones enrollados en los tobillos.
Todo aquello es culpa suya, nunca debió volver a este país.
Piancastelli toma al niño por los hombros, que se deja hacer rehuyendo la mirada, y lo pone en pie, le sube los calzoncillos y los pantalones; se quita el abrigo que le arrastrará por el suelo y se lo coloca con cuidado sobre los hombros. Después lo empuja suave hacia la puerta.
Vidal sigue detrás, sin dejar de gesticular; cuando han recorrido unos metros, sin detenerse, Piancastelli lo golpea en la boca con la mano abierta, tan fuerte, que el otro termina tumbado por los suelos.
Los esportilleros dejan la partida y se levantan, alguno tira de navaja, se acercan. Desde el suelo, Vidal los detiene con un gesto.
Ya cerca de la entrada, hacia la que no ha dejado de avanzar con el brazo protector en los hombros del chico, Piancastelli nota que se le libera el sentido del oído, como si experimentara un cambio brusco de presión, a tiempo de escuchar las últimas palabras del contrabandista.
—… respóndame, vamos, respóndame… ¿Qué esperaba? ¿Eh? ¿Qué esperaba, que nos portáramos como caballeros? Somos morralla, no tenemos nada, les damos asco a todos, el mundo de ahí fuera nos está prohibido… vivimos como animales —la inflexión aún más llorosa—, nos tratan como animales y nos comportamos como animales…
Éctor se ha levantado temprano, para ir con tiempo a casa de Piancastelli para recoger al niño, y con la esperanza de no ver a Séptima, dejarle recado en recepción de que la buscará más tarde, salir del hotel lo antes posible; pero al pasar junto al restaurante, la descubre, compartiendo mesa con Basilia, y es descubierto.
Entra, se sienta.
—Basilia ha venido a preguntar por Germán.
No hay más que verlas para constatar que ya se lo ha dicho.
Enciende uno de los cigarros ya liados que Séptima tiene sobre la mesa; no se le dan bien los putos panegíricos, debería decir algo solemne sobre Germán, y algo de Basilia y Germán, y algo sobre Germán y él mismo.
—Ayer vi a Curro —Basilia, levantando los ojos de la taza.
Por suerte, la mujer debe disponer de algún almacén donde depositar los desastres para regresar a ellos en solitario, y se ha apresurado a enviar allí la mala noticia; la opción de que no le haya afectado no es considerable.
—¿Qué te dijo? —Éctor.
—Fue un momento, un comentario, como quien no quiere la cosa —le habla a Séptima—, pero yo sé que no fue nada casual. Me habló de los militares que están volviendo de Marruecos, ahora que todo indica que se acaba la guerra. Dice que, tarde o temprano, serán ellos los que dominen este país. Que cualquier servicio que se les haga ahora será recompensado. Y que no se puede buscar uno peor enemigo.
Esperan unos segundos y no añade más.
Lo que responde Séptima no cierra el tema sino que lo abre en una dirección inesperada.
—Es posible que, si queremos sobrevivir, debamos escuchar los consejos de ese hijo de puta.
—Si nos meten el miedo en el cuerpo, se harán los dueños de verdad de todo esto —Basilia.
A Éctor le espera un largo día. Se levanta y mezcla una excusa con la hora aproximada a la que recogerá a Séptima. Deja a las dos mujeres mirando por la ventana.
Al rato, es él quien acecha por la ventana del piso de Peñuelas sin encontrar a nadie en el descampado lleno de desperdicios, nada que atenúe la mala sangre que le ha invadido, casi ninguna razón para seguir adelante con todo aquello; el viejo de la cicatriz permanece firme a su lado, esperando reproches, el castigo; no ha interpuesto descargos al atribuirse toda la culpa de la violación del chiquillo, que juega con unos accesorios de ilusionista en un silencio muerto al fondo de la vivienda; le ha contado con detalle el proceso de acercamiento a Vidal y los esportilleros, los asuntos que les ha encomendado, el lugar donde se esconden, lo estúpido que ha sido; le ha dicho que ojalá supiera alguna manera de reparar lo que ha sucedido, pero que, aparte de librarse de ellos y
no
perdonarse en lo que le quede de vida, no puede hacer más; Éctor no le consuela con una respuesta pero está pensando que él sí puede hacer algo más.
—Las doce cincuenta y cinco. Cinco minutos —informa Éctor en un tono de operación militar que creía olvidado.
—Enseguida estarás con tu padre.
Le traduce Piancastelli al niño, el brazo siempre sobre sus hombros, que no ha dicho una palabra ni alzado la mirada en todo el camino.
La estación del metropolitano de la Puerta del Sol está abarrotada a aquella hora; Éctor había leído en el
Blanco y Negro
unos días antes que en 1920 subieron al metro catorce millones y medio de pasajeros, que la cantidad se duplicó en cuatro años y que no había dejado de incrementarse desde entonces.
Por mucha gente que las transite, a pesar de los planos y la publicidad en las paredes, de los corredores perfectamente iluminados, las terminales del tren subterráneo siempre tienen un aire de camino secreto debajo de la verdadera ciudad. Éctor juega con la posibilidad de seguir andando y perderse en uno de aquellos túneles y al momento concluye que, con toda probabilidad, lo llevarían a un lugar no muy distinto de las cloacas que recorre en la actualidad.
Cuatro minutos.
Un guardia civil con el tricornio echado sobre los ojos, porte confiado y cabrón, marcha en paralelo a ellos, a unos metros, y elige también la línea número dos, Sol-Ventas, para detenerse y montar su puesto de vigilancia. Pascal ya está allí, con su maletín de cuero marrón, solo.
Tres minutos.
Escudriña en su hijo como si no hubiera nadie más, como si tuviera la facultad de penetrar dentro de él y revisar todas las variantes de daños recibidos en estos días. Relajado y frío, no se muestra ni aliviado de que su hijo esté allí, su concentración abarca mucho más. El guardia civil, en Babia, tan preocupado de que su presencia sea lo bastante amenazadora, que no se da cuenta, al menos por ahora, de lo que ocurre a su alrededor. Llega el tren destino Ventas.
Dos minutos.
A unos pasos de distancia, a cara descubierta, a la espera de que entren los primeros pasajeros en el vagón, Piancastelli que libera los hombros del chico, avergonzado, y Éctor que toma su lugar, lo empuja ligeramente hasta que se reúne con su padre y espera a que éste le entregue la maleta. Los dos se miran con un mensaje de ida y vuelta que viene cruzándose entre otros hombres desde hace miles de años. El guardia civil les da estúpidamente la espalda.
Un minuto.
Pascal abraza a su hijo y sube al tren sin esperar a que el otro compruebe el contenido del maletín y Éctor deja que se vayan; después de lo que ha ocurrido, habría dejado que se lo llevara aunque no hubiera traído rescate de ninguna clase. El niño no ha alzado la vista del pavimento.
Éctor, con el portafolios, pasa junto a Piancastelli, que procura unirse a su ritmo renqueando de la pierna derecha; los dos se introducen en la multitud y, a su espalda, el metro se pone en movimiento, deben de ser las trece horas.
Cuando ya tienen a la vista las escaleras que les llevarán a la superficie, el maletín cambia de manos; el hombre de la cicatriz lo abre fugazmente, lo imprescindible para que ambos puedan echar un vistazo al rollo de película con un rótulo escrito a mano.
—
Alphonse
. Como el rey. ¿Teme usted que no sea una casualidad? —Éctor.
—
Adiaux
—responde en esperanto Piancastelli, descartando la escalera y adentrándose a solas en el siguiente corredor.
Por una vez previsora, Séptima lo esperaba con un enorme paraguas de hombre cuando la recogió en el Bizancio. A fuerza de recorrer la Montaña del Príncipe Pío en busca de la covacha de Rimbaud, ya no saben si el barro que arrastran lo han recogido en los senderillos que cruzan aquella acumulación de mierda o si ha bajado del cielo mezclado con el aguacero que les estruja contra el suelo. Han pasado frente a las entradas de diversas cavernas iluminadas, la mujer le ha contado que allí se refugian raterillos de última división y algunas familias hambrientas que no se han enterado del momento de prosperidad que vive el Madrid de los años veinte, Éctor lleva el gabán abierto con el nueve largo a mano, pero la única edificación con alguna semejanza a la descrita por la anarquista es una choza construida con materiales de desecho en la boca de una cueva de la que sale y entra un joven árabe indiferente a la lluvia.
Se acercan a él la tercera vez que pasan a su lado.
—¿Conoces a un tal Rimbaud?
El muchacho, con la chilaba empapada, en cuclillas, le sonríe al vértice que forman las perneras de los pantalones de Séptima y entra en la chabola.
Lo siguen.
Tres o cuatro metros cúbicos llenos de humo y, sobre el suelo de tierra cubierto por excreciones de bestezuelas que la gente que se considera normal procura ni nombrar, una fogata y un jergón de paja, junto al agujero negro que promete conducir a otra ramificación de la caverna aún más terrible.
El albornoz morisco entreabierto no pretende cubrir los chancros y las úlceras del hombre, bastante tiene con conseguir aire para respirar una o dos veces más; le quedan algunos mechones de pelo, está ciego y prácticamente paralizado; desde luego, los años no resultan una medida válida para calcular su edad.
Éctor intenta evadirse de allí evocando al verdadero.
Arthur Rimbaud, que todos describen como hermoso, lleno de ingenio, de energía, y su famoso lance con Paul Verlaine, que los dejó a todos, incluyéndose a sí mismo, para entregarse a él; su pasión enloquecida, su fuga, sus peleas a muerte, su separación. Pero en vez de escaparse de aquel lugar atroz, termina en otra pesadilla demasiado similar.
—Rimbaud, soy Séptima —la muchacha se arrodilla a su lado y le toma la mano, sin ningún reparo por las llagas.
—¿Te manda él? —Inhala, tose y parece respirar con menor dificultad—. Claro que no te manda él.
—Fue Casilda la que me dijo dónde encontrarte. Estoy buscando las películas que rodasteis. —No tienen sentido los rodeos con alguien en ese estado.
—Las películas —una risa que desemboca en más toses.
—¿Sabes dónde están?
—No me llevé nada. No me importaba nada.
—¿Se te ocurre quién puede tenerlas?
—¿Le has preguntado a Sixto? Fueron idea suya —más risa, más tos.
Éctor sigue de pie, no sabe qué hacer, viendo cómo la mujer le acaricia dulcemente la mano al moribundo sin ninguna prisa.
Pasa el tiempo, muchísimo menos del que cree.
—¿Quién más puede tenerlas? Me juego mucho.
—¿Todavía siguen costando vidas? —Sí.
—Hijos de puta… Nos divertimos tanto, estuvimos juntos sólo unos meses pero fue tan… —tos; durante unos segundos respira flema en vez de oxígeno; después se va tranquilizando—. Creíamos tener licencia para hacer lo que quisiéramos. Teníamos sed de infierno. Después he seguido bajando por mi cuenta —descansa un poco—.
Éramos unos malnacidos. Yo era el peor. Hacía cualquier cosa por llamar su atención. A veces dejaba que me acercara a él, pero…
No quiere decir más.
El muchacho les vigila de rodillas desde la puerta, y ha llegado un momento en que piensan que aquello que les dedica, y que parecía una sonrisa, no lo es.
Será por la poca vida que le queda, pero Éctor ha llegado a pensar que se encuentra ante el único miembro decente de la Editorial Saturnia, el único que no se justifica.
Séptima allá abajo, vuelve a hablar con la voz ronca.
—¿Puedo ayudarte en algo? —Se ha agachado un poco sobre el enfermo para dejar claro que la pregunta es algo exclusivamente entre ella y él.
—Cuando veas a Sixto —ahora apenas sin dificultad respiratoria—, le dices que no logré morir a los treinta y seis años como Arthur, aunque no fallaré por mucho, pero que estuve en Chipre y en Alejandría y en Harrar como él; si no te dejan verlo, hazle llegar al menos esto.