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Authors: Juan Ramón Biedma

Tags: #Policiaco

El imán y la brújula (36 page)

BOOK: El imán y la brújula
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Espera a que Rabah, la sonrisa de mala leche, retroceda un paso.

Al fin habla.

—Esto se acabó. Márchate. Marchaos las dos —evitando a Séptima.

—Alférez —interviene Delgado—, de ésa no me han dicho nada —por Basilia—, así que me da igual. Pero a la sobrina del vizconde tenemos que llevárnosla.

No.

No se acabó.

El prodigioso profesor Piancastelli.

De pie en medio de la oscuridad del salón.

Mejor que nadie pueda verlo así.

Le ha llevado un par de minutos comprobar que el piso está vacío, arrastrando su pierna rígida de habitación en habitación. Sonríe al verse así. Enfermo, viejo y solo, tal vez acorralado, no está seguro, en un país al que ya no reconoce. No hace tantos años que, con su número de la
disipación
, provocaba el asombro del resto de los colegas de profesión, magos e hipnotizadores, y el entusiasmo de miles de personas que hacían cola desde la noche anterior para intentar desentrañar infructuosamente aquellos trucos que no podían serlo. Cuando lo llamaron, pensó en España como un inmenso escenario para representar su última función. Y ha terminado enterrado en esta realidad donde su magia no sirve para nada. Muy despacio se sienta en el sofá, la pierna extendida, a esperar.

—Las balas —Séptima.

—¿Cómo?

—Aquella mañana en tu habitación. No lo entendí, pero no quise pensar en ello. Podía creer que tuvieras una pistola, botín de guerra como me dijiste, pero no una caja de balas recién fabricadas para el ejército.

—…

Éctor no responde, absorto en los dibujos que traza la lluvia en el cristal del vehículo donde apoya la frente.

El sargento conduce el Hispano Suiza despacio pero sin titubear ni una sola vez sobre la ruta a seguir; le ha ordenado a Rabah que viaje junto a él en el asiento del copiloto para que no se reproduzcan los incidentes con Éctor, que comparte la trasera con Séptima y los otros dos Regulares.

—Siempre trabajaste para ellos, ¿verdad? Desde el principio —no lo interroga, cualquiera sabe si le importa, más bien aprovecha la oportunidad.

Pasa casi un kilómetro antes de que Éctor ponga en pie la respuesta.

—Necesitaba acabar mi guerra. Me vine a la mitad, me la traje dentro. Lo mismo me revuelven el estómago los militares coloniales —ninguno de los cuatro soldados acusa el comentario— que los secuaces del rey, pero eran los militares los que tenían el poder de devolverme lo que la guerra me quitó, y además fueron los primeros en contactar conmigo. Me trae sin cuidado quién se lleve la partida de los dos; yo sólo era un peón de mierda y dentro de dos días, ni se acordarán de mí, ni yo de ellos.

No sigue, sus palabras se parecen demasiado a una excusa.

—¿Y las bajas? Las que has provocado tú —apenas le sale la voz.

Está suspendida en otro sitio, tal vez para siempre, y es como si hiciera las preguntas a través de la inestable vía de comunicación que ha dejado abierta, imposible saber por cuánto tiempo, con este mundo.

El no contesta.

Abre la cartera de Séptima que lleva entre las piernas, saca los estuches con las películas, los coloca entre él y la puerta, y desplaza la cartera hasta dejarla a los pies de ella.

No tarda mucho, las tiene próximas, en pasar revista a las personas a las que ha perjudicado en el transcurso de aquellos días.

Está a punto de explicarle que lo de Lucio fue un golpe infortunado, así se lo describió el teniente Cármenes cuando le pidió explicaciones: ya sabes que sólo queríamos meterle el miedo en el cuerpo para que nos soltara lo que sabía, pero el tío, quién lo iba a decir, tenía dos buenas pelotas y se revolvió contra nosotros; fue una mala hostia.

En lugar de eso, responde:

—Las bajas me importan un carajo.

Basilia se demora unos segundos en poner y comprobar los cerrojos de la puerta de su piso, enciende las luces, no está segura de si la han seguido o no, no está segura de nada, pero no se sobresalta cuando nota la presencia en el salón.

Sin dejar de presionarse el lóbulo de la oreja con el pequeño pañuelo empapado de sangre se deja caer en el sofá junto a él.

—Papá…

—Espera.

Piancastelli le quita el pañuelo, lo arroja al suelo, examina la herida, y lo sustituye por uno suyo inmaculado que extrae del bolsillo superior de la chaqueta.

—¿Te duele?

—Sólo me escuece.

Lo abraza, y sin apartarse un milímetro de él, le cuenta con detalle cada incidencia del día, lo de Éctor, lo de las películas. Le repite que no ha logrado recuperarlas, temerosa ante la reacción, consciente de su trascendencia; pero él no demuestra concederles importancia. Todavía sigue así un buen rato después, cuando ya no tiene nada más que contarle.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —se separa un poco, atenta al semblante del hombre.

—Nada.

Atrayéndola de nuevo, Piancastelli concluye:

—Ya hemos hecho cuanto podíamos hacer. Más incluso. Nos vamos de aquí.

18. Andrade

“Esta cloaca está amasada con azul de cielo; hay en estas letrinas algo de Dios”.

Algernon C. Swinburne

El Complejo Químico Militar Alfonso XIII.

A pesar de la noche, del frío cortante en las afueras de Madrid y de las rachas de lluvia, persiste cierta actividad en el interior de las murallas de la fábrica cuartel. Además del retén de guardia, se ven algunos individuos con batas blancas sobre los uniformes que pasan de una nave a otra, ordenanzas que corren cubriendo paquetes con paraguas, soldados abasteciendo un camión militar en un muelle de carga. Se dice que la guerra se acaba, pero no hay que descuidar la provisión de gas mostaza; aunque ha sido una confrontación entre soldados europeos bien equipados frente a pastores indígenas en una proporción de cien de los primeros contra uno de los otros, con los moros nunca se sabe.

Un capitán con el fajín azul de la Mejala, así llamaban en Marruecos a las tropas de Regulares, espera a unos metros, observándoles gravemente, mientras el sargento estaciona el automóvil, sale y se aproxima a él para darle el reporte en voz baja después de cuadrarse. Murmura algunas instrucciones y se marcha.

Los pasajeros también han salido del vehículo. Éctor no deja de mirar, esquinado, a Séptima, que parece haber perdido todo contacto con aquella realidad; a pesar de que está a sueldo de un ejército que lo desprecia tanto como los odia él, en medio de esta fábrica de la peor clase de muerte, y aunque parte de ese sueldo lo ha recibido por venderla, sólo en ella se reconoce. Quiere hacer algo, decirle algo.

El sargento regresa y les dice a Yebel y a Abdelkader:

—A la comandancia.

Los soldados se colocan uno a cada lado de Éctor e inician el camino hacia un edificio aislado de una sola planta.

Unos pocos metros después, Éctor percibe que algo ha cambiado a su espalda, el sonido de pasos, se detiene; hace unos segundos que el sargento y Rabah, custodiando a Séptima, se han desviado en dirección a unas naves algo más lejanas.

Se aleja.

Mira su espalda erguida, el andar indiferente.

Esperando que se dé la vuelta y temiendo que lo haga. Nunca la ha visto llorar. No quiere pensar a qué sacrificadero la llevan.

Uno de los Regulares le toca en el brazo para que continúe su camino, pero él sigue allí parado.

Piensa en que se ha convertido en el instrumento para que Séptima cumpla por su crimen, un crimen absurdo cometido cuando era una niña, durante la locura de un juego endemoniado, y por el que nunca debió pagar de esa manera.

Aquella gente pretendió anular a Dios, y Dios se vengó de ellos, permitiéndoselo.

Los soldados lo escoltan hasta el interior de la comandancia, donde les espera otro Regular de uniforme que los conduce a través de pasillos y dependencias vacías y a oscuras hasta el otro extremo de la construcción.

Se abre una puerta sin que lleguen a llamar y surge el mismo capitán que habló con Delgado; les hace pasar a un despacho enorme y austero, los cuatro Regulares se quedan en la entrada y Éctor se adelanta hacia el escritorio.

El general Jaime de Andrade, que firma sus artículos en la
Revista de las Tropas Coloniales
, hay varios ejemplares sobre la mesa, con el pseudónimo de Francisco Franco, escribe despacio con su estilográfica sin levantar la mirada ante el recién llegado, no sabemos si la jicara de chocolate caliente que tiene al alcance de la mano es su cena o su desayuno. Es un hombre de baja estatura, con fino bigote y el rostro engañosamente blando, que se le tuerce en un gesto astringente mientras busca una palabra que se le resiste. Detrás de él no está la foto del rey ni la del presidente Primo de Rivera, sino un enorme crucifijo, para dejar bien claro cuál es la única instancia ante la que se siente obligado a rendir cuentas.

Éctor busca en el interior de su macuto, saca las dos latas con las películas y las deja en un rincón del escritorio.

Todavía pasan unos segundos antes de que el general hable con su ridícula voz, aún sin mirarle.

—¿Y bien?

—Ahí las tiene.

El militar sigue escribiendo, al fin puede completar una frase de corrido.

—Ellos se quedaron con la primera película —le recuerda Éctor, no porque le importe sino por no dejar cabos sueltos.

Al fin, Andrade deja la estilográfica sobre los folios; para situarse, mira con asco los rollos, y a Éctor con más asco aún.

—La primera era sólo un señuelo. No importa. En realidad sólo importan unos cuantos fotogramas de una de esas dos. La persona que aparece, mirando, en ellas —con desdén.

—Entonces, todo resuelto.

—… —impasible.

El general no le dedica más que algo de desprecio, el sicario no merece más para él; desde luego ninguna clase de explicación; enseguida parece sumido en sus quebraderos mentales, que pueden estar relacionados con la publicación del artículo dentro de unos días, o con dominar el país entero un poco más adelante.

Se sorprende que Éctor se atreva a interrumpirle.

—¿Para qué han traído a Séptima?

—Todo ha cambiado desde que descubrimos que el rey mantiene vivo al vizconde de Yerena —se lo explica más a sí mismo que a Éctor—. Tiene mucho que contarnos. La necesitaremos para darle motivos a colaborar con nosotros; no es un hombre fácil, habrá que obligarle.

Todo resuelto. No hay argumentos que esgrimir contra aquella razón, nada que hacer, excepto intentar apartarla de sus pensamientos.

No lo logra, así que intenta cerrar el asunto para, por lo menos, salir de allí.

—¿Podré volver a mis clases? ¿Me borrarán de las listas negras?

—Roma no pagaba —sin mirarle—; España, desgraciadamente, de momento, sí. —Extrae del cajón un sobre repleto, presumiblemente de dinero, y lo arroja en su dirección—. Váyase.

—¿Qué pasará con Séptima cuando hayan interrogado al vizconde? Ella no…

—Váyase.

Por un momento el asco les une.

Los Regulares se remueven junto a la puerta.

Con lentitud, el general, mientras desconecta de aquel ser semitransparente, desenrosca la estilográfica y vuelve a su artículo, ya lo está olvidando, ya no está.

Éctor recoge el dinero, el macuto, se da la vuelta. Sale del despacho. Le duele la cabeza como si de pronto una materia infecta y compacta hubiera crecido en su interior, arrinconando y dañando todo lo que hasta ahora tenía allí.

Abdelkader y Yebel lo siguen a unos pasos de distancia, probablemente sólo para asegurarse de que sale de las instalaciones, aunque no está seguro del todo. Sigue teniendo la pistola, en ningún momento lo han registrado. Demasiado tarde piensa que podría haberla usado contra aquel individuo; y termina llegando a la conclusión de que si no se la han quitado es porque saben que no tendría el valor de hacerlo.

Fuera ni siquiera ha amanecido, la actividad de la fábrica cuartel se ha incrementado; cruza a través de soldados y operarios que ni siquiera lo ven.

Cuando llega al portón de entrada, los centinelas abren y lo dejan salir sin preguntarle nada, por supuesto nadie se ofrece a llevarle a la ciudad, y los Regulares que lo seguían se quedan allí, Éctor cree que burlándose de él, pero no se vuelve a comprobarlo.

Un sendero embarrado que se adentra en la oscuridad de la sierra madrileña sale del acuartelamiento; siguiéndolo, tarde o temprano, llegará a la carretera secundaria que lo llevó hasta allí.

A los pocos minutos ya no se ve nada. No deja de llover.

19. Jacinto Ortega y Jacinto Ortega

No deja de llover.

No deja de llover.

No deja de llover.

Éctor camina por el borde de la carretera sin prisa, las manos en el fondo de los bolsillos del gabán, el sombrero sobre los ojos, el macuto a la espalda. Le trae sin cuidado el tiempo que tarde en llegar a Madrid o a cualquier otro sitio.

Cuando escucha el ruido, piensa que son los militares que han salido a por él para rematarlo. Se detiene y busca la pistola en el cinturón, pero no intenta esconderse. Las luces lo bañan al momento y lo atraviesan, pero el vehículo está frenando.

Se aproxima sin apresurarse a la puerta abierta que lo espera.

—¿Va hacia Madrid? —le pregunta el conductor, invisible en las sombras del interior.

—Sí.

—Suba.

Un hombre triste de unos cincuenta, calvo y con barba gris, fuerte, curtido, grave. Arranca lentamente.

—Me llamo Jacinto Ortega.

—Éctor Mena.

El tipo conduce un poco echado sobre el volante, sin la pericia natural que da la experiencia que se le presupone por su edad, concentrado en la carretera sin iluminar difuminada por las ráfagas de lluvia; aún quedan unos cuantos kilómetros hasta la ciudad, Éctor se recuesta en el asiento, imaginando las ráfagas como benditas corrientes de interferencia que le impiden sintonizar con sus pensamientos.

—¿Viene usted del frente? —mirando hacia el macuto del ejército que Éctor lleva entre las piernas.

—Indirectamente.

—Le esperará su familia. —Sí.

—¿Tiene usted hijos?

—No, no.

Jacinto se arrepiente de haber hecho las preguntas en el momento de formularlas; lo normal es que el otro le hubiera correspondido interrogándole por su propia familia y no deseaba hablar de Jacintito, no quería que se trasluciera en su voz la angustia imposible de disociar de cualquier pensamiento relacionado con su hijo; lo cierto es que hasta temía, absurdo, que los demás adivinaran las aberraciones en las que se había hundido para salvarlo. Lleva semanas sin apenas hablar con nadie.

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