El invierno de la corona

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

BOOK: El invierno de la corona
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El invierno de la Corona se centra en la vida de Jerónimo de Santa Pau, un notario real de origen judío al servicio del rey Pedro el Ceremonioso. Una novela repleta de aventuras, intensa, con mucha acción y en la que el lector recorre Barcelona, de la Cancillería Real a los lúgubres prostíbulos de la época, al hilo de una apasionante trama en la que se enrredan conflictos políticos, militares, sentimentales, diplomáticos y del espionaje de la época.

José Luis Corral

El Invierno de la Corona

Pedro el Ceremonioso

ePUB v1.1

libra_861010
10.09.12

Título original:
El invierno de la Corona

José Luis Corral, 1999.

Editor original: libra_861010 (v1.1)

Capítulo 1
Barcelona, 11 de octubre de 1377

Doña Sibila aspiró el aroma a incienso que inundaba la capilla del palacio Mayor, que ella misma había ordenado decorar con jarrones de rosas rojas y amarillas, y cerró los ojos pausadamente. En un rincón de la nave sonaba una melodía monorrítmica en un órgano, un arpa y un laúd, y un coro polifónico de frailes del monasterio de Ripoll entonaba un kyrie. En sus delicados labios, bien perfilados con carmín, se dibujó una sonrisa de triunfo; miró al rey don Pedro y se volvió hacia los asistentes a la ceremonia con orgullo: al fin era esposa legítima.

Durante los dos últimos años había sido la amante del rey, pero con la boda abandonaba su condición de concubina para convertirse en reina. Desde que quedara viuda del noble aragonés don Artal de Foces, Sibila de Forcia había despertado el interés del rey, y cuando la reina murió, la bella dama ampurdanesa no dudó ni un instante en acudir corriendo a sumergirse entre las sábanas de lino de su rey. Convertida en barragana real, Sibila tejió en torno a su obnubilado amante una verdadera red de pasiones y deseos ante la que don Pedro sucumbió como lo hubiera hecho un joven enamorado; quedó encinta del rey y dio a luz una hija a la que llamaron Isabel. Poco después, a comienzos de 1377, se traslado al palacio Mayor de Barcelona, donde cohabitó con el rey a los ojos de toda la corte como si fuera su esposa, e incluso gozó de una asignación oficial. En septiembre nació su segundo hijo; le pusieron de nombre Alfonso, como el padre del rey, pero sólo vivió un día. Fue entonces cuando Sibila se cansó de su situación como concubina y pidió a don Pedro que la hiciera su esposa. El rey apenas podía resistir uno solo de los deseos de su amante y, pese a la oposición de sus hijos, que veían en la ampurdanesa una rival para sus intereses, anunció su compromiso matrimonial con doña Sibila.

Éste era el cuarto matrimonio de don Pedro, rey de Aragón y conde de Barcelona. Los anteriores se habían celebrado por conveniencia política. El primero, hacía ya casi cuarenta años, con María, hija del rey de Navarra, que murió de parto. El segundo, con Leonor, hija del rey de Portugal, a quien se llevó la gran peste. Y del tercero, con la también Leonor, hija del rey de Sicilia, nacieron el príncipe Juan, el heredero, y el infante don Martín. Los intereses políticos de la Corona habían condicionado los tres primeros matrimonios del rey, siempre atento a la salvaguarda de sus derechos dinásticos. Don Pedro sabía que enfilaba el último tramo de su vida, estaba próximo a los sesenta años, una edad en la que un hombre no puede esperar otra cosa de la vida que la propia muerte. Su cuarto matrimonio era el único por amor, o por pasión, pues ninguna mujer hasta entonces había logrado despertar una atracción semejante en el ceremonioso monarca aragonés. Poco antes de este enlace real había muerto el rey de Sicilia don Fadrique, y, entre los preparativos de la ceremonia nupcial, don Pedro no dejó de interesarse por la situación política de esa isla. María, hija de don Fadrique, había sido proclamada reina de Sicilia pero don Pedro no la reconocía como soberana. Argüía el testamento de don Fadrique en el que, en virtud de la ley sálica, se prohibía reinar a las mujeres. El propio don Pedro se consideraba el legítimo heredero de Sicilia, pues no en vano había estado casado con Leonor, también hija de don Fadrique, y era además bisnieto de Pedro el Grande, quien en 1282 conquistara la isla.

Jerónimo de Santa Pau, sentado en uno de los bancos asignados a los altos funcionarios de la corte, asistía a la ceremonia nupcial como a una más de las obligaciones que su cargo de notario real conllevaba. Hijo y nieto de notarios, había nacido en el seno de una familia muy allegada a la casa real. Uno de sus antepasados se había convertido al cristianismo en tiempos del gran Jaime I: los Santa Pau eran conversos. De generación en generación, la religión de los judíos se transmitió de padres a hijos de manera ininterrumpida hasta que don Jaime conquistó el reino de Mallorca y lo incorporó a sus dominios. Desde que se tenía noticia, los Salamó habían vivido dedicados al comercio del oro con Oriente, pero tras la conquista de Mallorca uno de los Salamó pasó al servicio del rey de Aragón, que lo nombró consejero y miembro permanente de su curia y lo distinguió con privilegios y mercedes. Yuce Salamó no tardó en abandonar las viejas creencias de la familia, que él nunca había practicado con la devoción de un buen hebreo, y abjuró de la fe de sus mayores para ser bautizado; el propio don Jaime asistió a su bautizo y ofició como padrino. Salamó trocó entonces su apellido judío por el de Santa Pau y, para evitar las críticas de algunos familiares que se mantenían fieles a la ley de Moisés, abandonó Mallorca y emigró a Barcelona, donde fue nombrado notario de la Cancillería Real. Desde entonces, hacía ya casi siglo y medio, los Santa Pau habían permanecido leales a los reyes de Aragón, siempre a su servicio como notarios y secretarios en la corte de Barcelona.

Jerónimo era hijo único de Joan de Santa Pau, quien hacía apenas dos años había dejado, a causa de su edad y de sus achaques, su cargo de secretario real. Don Pedro, agradecido por los servicios del padre, había nombrado a su hijo para substituirlo en el oficio; hasta entonces el joven Santa Pau había trabajado como agente especial en diversas misiones diplomáticas, y se convirtió en el máximo experto en relaciones mediterráneas de la Corona. A fines de ese año del Señor de 1377 tenía veintinueve años. Su fecha de nacimiento no era difícil de olvidar, pues en 1348 se produjo la gran mortandad. Fue en esa aciaga data cuando la pestilencia se extendió por todo el orbe causando millones de muertos; fallecieron dos quintas partes de la población de Europa y desde entonces, periódicamente, nuevos brotes de peste asolaron la cristiandad lo que, unido a las guerras y a las hambres, parecía anunciar que el fin del mundo estaba cerca.

—Fijaos en los ojos de Sibila, brillan con la codicia del mercader que intuye un negocio fabuloso —le susurró al oído el Canciller, jefe de la Cancillería Real y superior inmediato de Santa Pau.

Doña Sibila de Forcia acababa de dibujar su más sutil sonrisa cuando, ante el obispo de Barcelona, don Pedro aceptó a la dama ampurdanesa como esposa legítima «hasta el final de mis días».

La ciudad de Barcelona se había despertado aquel domingo con el sonido de las campanas que anunciaban la boda real. La ceremonia no se celebró en la catedral, como la ocasión hubiera requerido, sino en la intimidad de la capilla del palacio Mayor. El volteo se incrementó cuando a mediodía los dos nuevos esposos salieron de la capilla y se dirigieron hacia el contiguo salón del Tinell, donde se serviría el banquete de bodas. El Canciller y Jerónimo de Santa Pau caminaban tras la comitiva. Los dos altos funcionarios sabían que Sibila no era una mujer desestimable.

—La ampurdanesa no es instruida, ni siquiera sabe leer, pero es una de esas raras mujeres que unen a su belleza un encanto y un atractivo naturales. Ha sabido emplear todas sus armas para ganarse al rey. Deberemos estar atentos o no tardará en gobernar por sí misma —dijo el Canciller.

—El rey nunca ha permitido que nadie lo haga por él; no creo que ahora lo consienta —replicó Jerónimo de Santa Pau.

—Esta mujer es bien distinta a sus tres esposas anteriores. El rey es un hombre mayor, un anciano, y si no lo impedimos será Sibila quien disponga de estos reinos. Logró engatusar a su majestad rechazando sus proposiciones, pero siempre dejando una puerta abierta, lo que no hizo sino incrementar los deseos de don Pedro hacia ella. A los pocos días de la muerte de doña Leonor de Sicilia, la ampurdanesa ya estaba calentando la cama del rey, quien desde entonces no ha cesado de hacerle valiosos regalos.

—Todo amante suele corresponder a su amada con aquellos presentes que más le agradan —replicó Santa Pau.

—Así es y así ha sido, pero recordad el episodio de las andas.

—No sé a qué os referís.

—Cuando la reina Leonor murió en Lérida, las andas con las que ella siempre viajaba quedaron allí. El rey le compró a Sibila una mula blanca que costó nada menos que ciento cuarenta florines. Lo recuerdo muy bien porque fui yo quien encargó buscar y pagar esa mula. Pero cuando se la entregaron, dijo que no le gustaban las andas que portaba. ¡Caprichosa mujer!; eran unas andas que adquirimos a uno de los mejores guarnicioneros de Vic. Pero no, ella quería unas especiales, las que había dejado la reina Leonor en Lérida al morir. Se lo pidió al rey con la excusa de que estaba embarazada y de que aquellas andas eran las más apropiadas para su estado.

»Y tanto es así —continuó musitando el Canciller a Santa Pau— que envié a uno de mis ayudantes camino de Lérida en busca de las andas de doña Leonor para colocarlas sobre la mula blanca de doña Sibila. Aquellos días yo acompañaba al rey y con nosotros venía doña Sibila, que al llegar a Monzón se empeñó en que le trajeran las andas de doña Leonor que, según decía, eran las únicas que le permitirían cabalgar sobre la mula sin fatigarse. Bien sé que lo único que pretendía era demostrarnos a todos que era digna de montar sobre las andas de una reina.

—Tal vez estuviera enferma de veras —alegó Jerónimo.

—No conocéis a esa mujer. Habéis estado más de un año fuera de la corte atendiendo vuestra misión en Cerdeña; desde que os fuisteis han empeorado muchas cosas en el entorno del rey, y Sibila es la causante de ello.

—Veo que no la apreciáis demasiado.

—Si cuando tan sólo era su amante, don Pedro le concedió una renta de dos mil florines sobre los impuestos de la villa de Alcira, imaginad qué no le dará ahora que es su esposa.

El Canciller era uno de los funcionarios más apreciados por el rey. Tenía sesenta años y había dedicado toda su vida al servicio de la Corona, siempre velando por los intereses de la Monarquía. Era un hombre de baja estatura y bastante grueso, con muy poco pelo y todo cano. Hábil diplomático y experto político, don Pedro requería siempre sus consejos debido a su extraordinaria experiencia y a sus amplios conocimientos jurídicos y diplomáticos. Santa Pau también lo estimaba mucho, pues desde que entró a trabajar a sus órdenes lo había protegido y promovido.

El cortejo penetró en el salón del Tinell entre banderas, a franjas rojas y amarillas, de los soberanos de Aragón y Barcelona, siguiendo el rígido protocolo establecido en el ceremonial que don Pedro dictara en el año 1353. Desde las paredes, las figuras de las pinturas al fresco parecían fijar sus fríos ojos en doña Sibila. Ante las pocas decenas de personas invitadas al banquete de bodas de don Pedro y doña Sibila, sólo asistían los condes de Pallars y de Prades de entre la alta nobleza, la bella dama ampurdanesa vestía sus encantos con ricos paños de seda y oro de Berbería y los enjoyaba con collares de perlas y esmeraldas, encantos que lograron rendir al mismísimo rey de Aragón. En el centro del salón, sobre una gran mesa, destacaba, por su vistosidad, un enorme pavo real asado con las plumas de su propia cola desplegadas.

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