El invierno de la corona (3 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

BOOK: El invierno de la corona
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—Todo marcha conforme lo previsto. No hemos avistado ninguna nave genovesa —aseguró Santa Pau.

—No os confiéis. Los genoveses son como los buhos: nunca se ven, pero siempre están ahí —dijo el capitán.

—Me parece que los admiráis.

—Son excelentes marinos y magníficos comerciantes. He combatido contra ellos en algunas ocasiones y he podido comprobar su valor y su arrojo. Si los hemos derrotado ha sido gracias a nuestro pacto con Venecia. Aragón y Venecia juntos forman una alianza formidable.

Uno de los puntos críticos del viaje era la travesía del estrecho de Mesina, entre Sicilia e Italia. La galera lo atravesó sin dificultades y bordeó el sur de Italia hasta penetrar en el Adriático. A la altura de Bari los abordaron dos galeras de guerra venecianas que patrullaban la entrada del que, no sin razón, consideraban su mar. La Santa Eulalia navegaba enarbolando el estandarte cuatribarrado del rey de Aragón, pero los venecianos, acostumbrados a todo tipo de estratagemas, decidieron inspeccionarla. Varios soldados subieron a la Santa Eulalia y recorrieron sus bodegas y sus dos puentes. El que mandaba la guardia examinó los documentos que portaba el capitán mallorquín y, tras comprobar que su salvoconducto estaba en regla, le permitió seguir adelante.

La Santa Eulalia bordeó la orilla oriental del Adriático entre miles de islas frente a una costa escarpada y bajo un cielo gris plomizo. Tras varios días bogando al norte llegaron a Venecia. La capital de la señoría de San Marcos tenía más de cien mil habitantes y era la mayor ciudad de la cristiandad. Construida sobre unas islas, dentro de una laguna abierta al mar por una estrecha embocadura, su situación le confería un carácter único.

—¡Ahí está! —exclamó el capitán mallorquín—. No hay en el mundo ninguna ciudad como ésta para los negocios y para el amor.

La Santa Eulalia penetró en la Laguna por la angosta embocadura abierta en la franja alargada de tierra que llamaban el Lido. La iglesia de San Nicolás quedó a su izquierda y frente a ellos, entre una leve bruma, se desveló Venecia. Mediante las señales que todos los marineros conocían, la galera catalana fue dirigida hacia el puerto del Arsenal, junto a la pequeña isla donde estaban el castillo y la iglesia de San Pedro. Los marineros se pusieron de inmediato manos a la obra y lanzaron los orinques a tierra. La galera quedó anclada en el puerto donde fondeaban todas las naves extranjeras que arribaban a Venecia.

—Hemos llegado, don Jerónimo —comentó alegre el capitán.

—Espero despachar mis asuntos en tres semanas, después regresaremos a Barcelona —dijo Santa Pau.

—Estupendo, aprovecharemos para hacer algunas reparaciones en la nave. Es preciso calafatear todo el casco y ajustar algunas piezas de la quilla. Los mástiles y las velas también necesitan de ciertos remiendos.

—En ese caso poneos manos a la obra.

Venecia, abril de 1378

Jerónimo de Santa Pau y Romeu Crespiá se dirigieron hacia la Fonda de los Alemanes. Era allí donde debían reunirse con su contacto en Venecia. Los dos catalanes entraron en la posada y pidieron una habitación. El hospedero era un hombre orondo que hacía años regentaba una de las más afamadas casas de huéspedes de toda Venecia. La llamaban la Fonda de los Alemanes porque eran muchos los mercaderes de esa nación los que la elegían para su estancia en Venecia.

—Sed bienvenidos a mi humilde establecimiento, caballeros. ¿En qué puedo serviros? —los saludó el posadero en el dialecto veneciano.

—Necesitamos cama y comida para tres semanas —contestó Jerónimo de Santa Pau usando palabras de varios idiomas, una especie de jerga en la que más o menos se entendía todo el mundo en el Mediterráneo.

—Habéis elegido el lugar ideal; esta fonda es la mejor de Venecia, en ninguna otra encontraréis camas más limpias ni comida más abundante y sabrosa que aquí.

Los dos marineros que portaban el equipaje dejaron los bultos en la habitación que se les indicó y, tras recibir unas monedas de Jerónimo, se marcharon.

—Espero que ese Antic Tito dé pronto señales de vida. Sin él nada podemos hacer —dijo Jerónimo cuando quedaron solos en la habitación.

—¿Sabéis cómo ha de ponerse en contacto con nosotros?

—No, no hay ninguna clave establecida. El Canciller me aseguró que Tito sabría quiénes somos y cómo encontrarnos. Debemos aguardar a que aparezca. Las únicas instrucciones son que nos instalemos en esta fonda y esperemos. Entre tanto, cumpliremos con las apariencias; esta misma tarde iremos a las oficinas de banqueros y cambistas que están junto a la iglesia de San Juan de Rialto, justo allá enfrente, al otro lado del Gran Canal.

Santa Pau, acercándose a la ventana de la estancia que daba justo sobre el Gran Canal, señaló el amplio brazo de agua que separa las dos islas mayores que configuran Venecia.

—¿Conocéis la ciudad? —preguntó extrañado Crespiá.

—No, jamás hasta hoy había estado aquí, pero he aprendido de memoria unos planos que me proporcionó el Canciller; nunca inicio una misión sin saber cómo es el terreno que piso. Y ahora vayamos a comer, tengo el estómago vacío y necesito un buen almuerzo. Comprobemos si lo que ha prometido el hostelero es cierto.

Bajaron al comedor y se sentaron a una de las mesas. Más de la mitad estaban ocupadas por mercaderes procedentes sobre todo del centro y del norte de Europa, de pelo claro y ojos azules. Santa Pau y Crespiá pasaron inadvertidos; en aquella fonda, en la que iban y venían tantas gentes, nadie reparaba en nadie.

—Tenemos unos deliciosos tallarines con nata y pimienta —les propuso una robusta mujer que cubría sus rubios cabellos con una pañoleta roja y su vestido con un delantal a rayas azules y blancas.

—¿Tallarines? —repitió Crespiá no muy seguro de lo que había entendido.

—Sí, tallarines, pasta veneciana con nata, ¿comprendéis? —insistió la mujer.

—He entendido tallarines, ¿qué es eso? —inquirió Crespiá a Santa Pau.

—Se trata de una pasta seca de trigo que después se cuece con leche. Es una comida que Marco Polo trajo de su viaje a China. De acuerdo, comeremos tallarines y pescado frito —le pidió Santa Pau a la mujer, que acostumbrada a oír diversas lenguas extranjeras no tuvo ninguna dificultad en entenderlo.

—¿Habéis leído el famoso libro de Marco Polo? —preguntó Crespiá.

—Sí, un par de veces; me interesa mucho Oriente, allí he aprendido que, aunque los europeos nos creemos el centro del mundo, sólo somos un pequeño apéndice en su extremo occidental.

Centenares de personas se arremolinaban alrededor de la iglesia de San Juan de Rialto, en cuyas inmediaciones se agrupaban las oficinas de los cambistas. Jerónimo de Santa Pau se dirigió a una de ellas y depositó sobre la mesa una bolsa con florines de Florencia y blancas de plata castellanas. El cambista observó con detenimiento cada una de las monedas, comprobó al peso su valor y certificó su autenticidad.

—Perdonad tanta cautela, pero en los últimos tiempos son muchos los que falsifican moneda. No podemos arriesgarnos a efectuar un cambio sin antes establecer las oportunas verificaciones —se excusó el tasador.

—Lo comprendo; en mi país, en Castilla, también abundan los falsificadores.

—¿Sois castellano? —preguntó el cambista.

—De Valladolid, la más noble tierra del mundo.

—No son muchos los castellanos que se acercan hasta Venecia, hace tiempo que no hablaba con alguien de vuestra nación.

—Eso se debe a que Castilla y Aragón han estado en guerra hasta hace pocos años. Ahora nos mantenemos en paz y los castellanos hemos vuelto a comerciar en el Mediterráneo —alegó Santa Pau.

—En ese caso, ¿habéis venido hasta Venecia por negocios?

—En efecto, represento a una compañía lanera que desea fabricar paños con la excelente lana castellana. Es en Italia donde se tejen los mejores paños, y mi misión consiste en aprender las técnicas de hilado para implantarlas en Castilla. Hasta ahora nos hemos dedicado a exportar lana a Flandes, pero queremos fabricar telas; ese negocio es más rentable.

—Deberíais ir a Florencia, que es la ciudad italiana donde se tejen los mejores paños, aunque los viajeros que llegan de allí aseguran que la situación anda muy revuelta y cunde el malestar entre las gentes que trabajan en los telares y en las tintorerías. Espero que en Castilla os vayan las cosas bien, porque corren malos tiempos para los nuevos negocios en esta parte del mundo; la mismísima Florencia ha reducido su producción de paños a la mitad. Los turcos controlan todas las rutas de Oriente y los mercados de Venecia se resienten de ello; son varias las compañías que han quebrado, y sin duda muchas más las que lo harán en los próximos años si nadie lo impide. Puedo ofreceros cuarenta ducados —continuó hablando el cambista que había seguido pesando las monedas mientras conversaban.

—¡En esa bolsa hay treinta florines y sesenta blancas de plata! —protestó Santa Pau aunque sin demasiada firmeza.

—Lo siento, es todo lo que puedo hacer, ya os he dicho que la situación es muy difícil.

Santa Pau recogió los cuarenta ducados y el recibo y salió de la oficina.

—Ese cambista es un usurero —alegó Crespiá—. No me extrañaría que fuera judío. ¡Oh!, perdonad, no he querido…

—No te excuses, Romeu. Es cierto que mis antepasados eran judíos, pero yo no lo soy. Además, no me parece justo asignar a todos los judíos un desmedido afán de lucro —alegó Santa Pau.

—Es lo que piensa la mayor parte de la gente —se justificó Crespiá.

—La gente muda de opinión con suma facilidad —asentó Santa Pau dando por zanjada la cuestión.

A la hora de la cena, la Fonda de los Alemanes estaba llena de comensales. Santa Pau y Crespiá degustaban un plato de pescado frito y legumbres guisadas, junto a la luz de una vela de cera que iluminaba la mesa de tablas de madera.

—Un poco salado, pero sabroso —observó Santa Pau.

—A mí me encanta la sal; no sabría comer sin ella —repuso Crespiá.

—¿El señor Jerónimo de Santa Fe? —preguntó un hombre enjuto de perfil aguzado y sombrío que, de manera sigilosa e inadvertida, se había colocado al lado de los dos catalanes.

—¿Quién pregunta por él? —demandó Santa Pau.

—Su honrado servidor Antic Tito.

Al oír el nombre del agente del rey de Aragón en Venecia, Santa Pau tensó sus músculos y miró alrededor. Por un momento creyó que en el comedor se había hecho un silencio absoluto y que todos los miraban, pero comprobó de un vistazo que todos los que ocupaban las otras mesas seguían enfrascados en sus conversaciones sin prestar la más mínima atención a los catalanes.

Santa Pau, más tranquilo tras la rápida comprobación visual, miró fijamente a aquel hombre y le preguntó:

—¿Sois vos don Antic Tito?

—Depende —contestó el extraño.

—¿De qué depende? —inquirió Santa Pau.

—De que vos seáis Jerónimo de Santa Fe.

—Sí, yo soy Jerónimo de Santa Fe, ciudadano de Valladolid, subdito de su majestad don Enrique de Castilla, y éste es Romeu Crespiá, mi ayudante.

—No parece un nombre castellano.

—No lo soy. Soy barcelonés, pero trabajo para don Jerónimo —repuso Crespiá.

—En ese caso, yo soy Antic Tito, cónsul en Venecia de su majestad el rey don Pedro de Aragón.

Santa Pau invitó a Tito a cenar, pero éste alegó que ya lo había hecho. Esperó a que los dos catalanes acabaran el pescado y les propuso pasear por las calles de Venecia.

—Todas las paredes de las casas de esta ciudad tienen oídos —aseguró.

Los tres hombres salieron de la posada y enfilaron la calle de la Mercerie, la principal arteria peatonal de la Ciudad de los Canales. Tito les había dicho que cogieran sus capotes, pues aunque hacía algunos días que había entrado la primavera, los atardeceres en la Laguna eran muy húmedos y el frío todavía se dejaba sentir.

—Me alegra que hayáis arribado sin ningún contratiempo a Venecia. Hace un par de semanas que el Canciller me comunicó vuestra pronta llegada a la ciudad, y me puso al corriente de los planes que tenéis encomendados y de vuestra falsa identidad. Mi misión consiste en abriros las puertas de los palacios de los miembros más influyentes en el Consejo Mayor, el principal órgano de gobierno de la Señoría, y lograr que os entrevistéis con el mismísimo dogo. El resto es cosa vuestra.

—¿Conocen esas personas mi verdadera identidad? —preguntó Santa Pau.

—No. Esperan a un enviado del rey de Aragón que se presentará con una propuesta.

—¿Y cómo saben que ese enviado no es un espía genovés?

—Lo saben, mi querido amigo, lo saben.

Una leve bruma comenzaba a adueñarse de las calles de Venecia. De vez en cuando el sonido metálico de una campanilla precedía al chocar de unos cascos sobre las losas del suelo que anunciaba la inminente presencia de un jinete; los peatones sabían que debían apartarse a un lado so pena de ser atropellados.

—Dentro de un par de días os entrevistaréis con Luigi Pico; es el jefe de uno de los linajes más nobles y antiguos de Venecia. Su opinión es muy respetada en el Consejo Mayor y es además miembro del Senado. Este año preside la Quarantia, una institución delegada del Consejo Mayor para asuntos extranjeros. Entre tanto, no os alejéis demasiado de la posada y, sobre todo, no hagáis nada que pueda delataros, la discreción es norma fundamental en nuestro oficio.

Luigi Pico recibió a Jerónimo de Santa Pau en su palacio a orillas del Gran Canal, en el barrio de Dorsoduro, frente a la iglesia de Santa María Zobenigo. Era un edificio de piedra recubierta de cal teñida con pigmentos de color mostaza en cuya fachada principal, de tres plantas, se abrían varias ventanas de arcos apuntados trazados con mármol blanco.

—Uno de mis antepasados era judío, como los vuestros —dijo Luigi Pico sin dar ocasión a Santa Pau a presentarse.

—Todos mis antepasados lo eran —replicó Santa Pau, y miró asombrado a Tito, quien le había asegurado que su verdadera identidad era desconocida en Venecia.

Antic Tito se encogió de hombros y mostró un gesto de resignación.

—Sentaos, Santa Pau, y no receléis de Tito, no ha sido él quien me ha revelado vuestros orígenes. Seamos francos desde el principio: vuestro rey quiere reforzar la alianza de Aragón con Venecia y así quitar de en medio y para siempre a esos detestables genoveses. Yo y los ciudadanos que represento pretendemos lo mismo. Nuestro pacto con Aragón nos ha reportado muchos beneficios, pero los tiempos están cambiando. Desde que se han interrumpido las rutas con Oriente, el comercio no resulta tan rentable como antaño; algunas compañías han quebrado y otras están al borde de la bancarrota. Vivimos en un mundo convulso, mi querido amigo, y sólo los que sepan encontrar las soluciones adecuadas sobrevivirán.

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