Saca los útiles de fumar mientras mira los títulos, pero lo piensa mejor y decide retrasar el cigarro para acompañar al café.
En su mayoría son biografías de compositores, una guía de Madrid, partituras encuadernadas.
Un manual de esperanto firmado por Orestes Pérez Oviedo.
Vuelve a mirar por la ventana y no ve nada sospechoso. Aquello no tiene por qué cambiar nada. Las dos mujeres siguen hablando a media voz, se escucha el sonido de la cafetera. Mira el reloj, cuenta las horas.
La lluvia en la mazmorra.
Salpicaduras entrando por un alto ventanuco, fondo tras el hombre que se pone lentamente en pie cuando llegan. Lleva un cómodo batín jaspeado hasta los tobillos sobre el pantalón, el chaleco y la corbata enlutados. Muy alto, el pelo muy negro. No necesita ni mirarles para que reciban eso que irradia.
El director del Presidio Santa Cristina, convertido en guía, probablemente para olvidar las consecuencias de lo que está haciendo, ha introducido con toda naturalidad a Éctor y a Séptima en el recinto. Fuera ya estaba oscuro; dentro, la oscuridad tenía una cualidad distinta. Sólo había cuatro guardianes que han dejado de golpe la partida de cartas, sorprendidos de la llegada de su jefe a aquella hora y acompañado; le ha bastado mirar con fijeza a uno de ellos y señalar un pasillo para que el guardián saque un manojo de llaves de un pequeño cajón y les preceda por el corredor. Abre y cierra una puerta, suben un trecho de escalones, abre y cierra otra; se encuentran en una larga galería apenas iluminada.
—Los internos comen el mismo rancho de los celadores; sólo uno por turno tiene contacto con ellos —se detiene un segundo ante una puerta abierta a la izquierda que da a una gran nave vacía, una especie de estadio cubierto—. Este es el patio de ejercicios; pasan una hora al día aquí; siempre por separado.
La galería se alarga, inacabable; aunque no han torcido ni una sola vez, les cuesta conservar el sentido de la orientación, no saben dónde están ni la distancia que han recorrido; al fin y al cabo, aquello no existe.
El rumor de sus pisadas se desdobla en un nuevo sonido que terminan identificando como la cantinela de una mujer.
Llegan a un punto en el que ven que el pasaje acaba en una pared, y también distinguen enseguida que, en el tramo final, hay varias puertas a cada lado.
—Son doce celdas, pero sólo tres están ocupadas.
Se detiene en la primera, una puerta sólida sin ninguna abertura, y coge las llaves de manos de su subordinado para hacerles entrar él mismo.
—El celador vendrá a recogerles en treinta minutos. Ni uno más.
Cuando se cierra la puerta a su espalda, Éctor vuelve a otro calabozo en una prisión distante y, por un momento, tampoco sabe si saldrá alguna vez de aquí.
Séptima, inmóvil.
Sixto levanta la cabeza por fin y asiente al verla; un saludo o una aprobación a la mujer en la que se ha convertido.
No es un hombre guapo; su rostro extremadamente delgado resulta de sobra magnético para necesitar además ser atractivo.
—Me imagino que sabe quién soy y para qué estamos aquí —Éctor.
—Desde luego —señala con el dedo un mazo de cartas, sobre una cómoda, atravesadas por la daga de Rimbaud—. Siento no poder invitaros a tomar asiento; mis carceleros, en su simpleza, preconizan las virtudes de una cierta austeridad.
Están en una celda bastante amplia, la cama y la letrina en el rincón más alejado, dos cómodas gemelas, muebles antiguos de buena madera, junto a una de las paredes, y, en el centro, una mesa y un sillón tapizado en cuero; la pieza no es exactamente confortable, no puede serlo, pero la han dotado de todo lo posible, incluyendo un voluminoso gramófono y un frasco de cristal de roca con un líquido oscuro, para que se viva lo mejor posible en ella.
En la pared opuesta a los muebles hay una vieja fotografía enmarcada de dos chiquillos de unos diez años vestidos con uniforme; Éctor se aproxima a ella, para hacer tiempo, y reconoce aun Alfonso XIII niño, igual de desnortado que en la actualidad.
—Nos enseñaba instrucción un coronel prusiano —explica Sixto, seguramente el otro niño del retrato—, junto a otros infantes; cuando hacía bueno, en los jardines de palacio, y, si llovía, en el Salón de las Columnas, bajo la mirada molesta por la intromisión de la estatua de Carlos V.
—¿Son ustedes buenos amigos? —Éctor.
—Con altibajos. Como es habitual en las relaciones de toda la vida.
—Eso mismo me ocurre a mí con el hijo del carbonero de mi barrio.
Sixto sonríe y toma asiento, quizás preparándose para afrontar a Séptima, hipnotizada, con la que aún no ha cruzado palabra.
—Si estás aquí es que todo se ha precipitado. Supongo que esos botarates van a por todas.
—Tienes que darme las películas.
Ha dicho las películas, no la película. De modo que la que les entregó Pascal era una falsificación.
Pero Séptima ha dicho mucho más; emplea un tono reverencial, pero no aparenta sumisión, es que se encuentra completamente concentrada en él, demorando cada segundo. Es como si Éctor la viera viva por primera vez desde que la conoció.
—Ya sabes que eso no puede ser —la trata con dulzura no condescendiente.
—Es la única manera de acabar con esto.
Para cambiar de tema, se dirige a Éctor con una sonrisa mundana.
—En menuda historia te has metido, ¿verdad? Seas quien seas, te mande quien te mande, seguro que cuando te hicieron el encargo no te esperabas algo así.
—Cierto —intenta responder Éctor en el mismo tono; la familia del vizconde ha ejercido durante siglos el control del amo con hombres como él y es difícil sobreponerse a su influencia—. Usted y sus amigos, la Editorial Saturnia, se han convertido en una especie de mito. En estos días me han pintado sus andanzas con muchos tintes, pero sobre todo como si fueran la encarnación del diablo sobre la tierra.
—No te creas una palabra, hazme caso a mí; temores de viejas y de impotentes, así como una ingente dosis de estupidez. Estoy aquí por el miedo y la estulticia, no por el odio, de mis enemigos.
—Cada uno entiende estos chismes a su manera —acompasando el tono.
—Todo aquello no fue más que una broma —con la misma sonrisa desinteresada—, un divertimento leal a premisas un poco extrañas, eso sí, la sublimación de la gamberrada suicida de unos niñatos borrachos e ilustrados; después, los idiotas lo han idealizado según sus escasos alcances, incapaces de entender que alguien pueda llegar tan lejos para paliar un aburrimiento de siglos, un aburrimiento de raza.
—La broma se llevó a un hombre por delante; ustedes lo mataron, pero no de risa.
Es Séptima la que responde en el tiempo que emplea Sixto para buscar una frase ingeniosa.
—Ellos no lo mataron, lo hice yo.
Por primera vez se le rompe la sonrisa al aristócrata.
Saca una pipa curvada del bolsillo y comienza a cargarla con el tabaco que guarda en la punta de una zapatilla persa que tiene sobre la mesa junto a un libro encuadernado en cuero marrón con el título en inglés,
The valley offear
, el violín, y un montón de periódicos sobre los que descansa una gran lupa.
Éctor advierte que en el interior de la puerta de la celda han enmarcado una inscripción, como si fuera el número de una calle, 221B.
Toda la parafernalia no consigue apartarlo del descubrimiento.
Séptima.
Aquello la explica en toda su extrañeza. La ve como el niño pelado al rape con su taparrabos, actor actriz indispensable en cada película, y cree que apenas ha cambiado en estos años.
—Dame la fotografía —le dice a Éctor la mujer, que se la entrega sin saber qué pretende—. ¿No lo entiendes? Nosotros no somos nada —deja el retrato de los saturninos vestidos de músicos sobre la mesa y le señala a Sixto la figura de espaldas—, pero ellos creen que esas películas les darán el poder que necesitan para dominar este país.
—Ceder no es… —el vizconde se pone lentamente en pie.
—Las películas también son mías. Dámelas.
Suenan tres golpes en la puerta y asoma con timidez el celador.
Sixto se acerca a él con eso que en su clase social sustituye a la furia y le habla suavemente:
—Se quedará usted detrás de esta puerta, sin molestarme, hasta que yo haya terminado y la abra.
La cierra de un portazo; cuando habla, unos segundos después, está mirando aún la hoja de la puerta.
—Pueden reconocerte.
—Aparentemente, soy una persona completamente distinta a ese niño.
El recluso se encoge de hombros, renuncia a discutir, no va a luchar contra esa determinación. Con unos pocos movimientos, en los que imprime una gracia premeditada, se acerca a la cómoda, apoya dos dedos en el borde del gran gramófono y lo empuja hasta dejarlo caer al suelo. La sorpresa del movimiento encubre el estrépito.
Después patea el fondo ya astillado hasta descubrir los estuches enlatados de las dos películas. Las señala a Éctor, con desprecio, para que las coja de allí.
Pero Éctor no se mueve, no va a coger del suelo lo que haya arrojado allí ningún vizconde.
Séptima se arrodilla, se produce un ligero corte en la muñeca con la madera, forcejea hasta extraer las películas y las guarda en su cartera.
Cuando se pone en pie, el aristócrata ya está sentado de nuevo de medio lado, cargando su pipa, por no verla trastear allí postrada.
Fin del misterio.
Éctor se siente, más que nunca, un intruso en toda aquella historia y en aquella celda.
Antes de salir, se vuelve y la ve otra vez arrodillada, los brazos apoyados en el regazo de Sixto.
Nunca he visto a una mujer intentar aprenderse de aquella manera el rostro de un hombre.
“Aceptar ahora vivir sería un sacrilegio contra nosotros mismos.
¿Vivir? Los sirvientes lo harán por nosotros”.
Auguste Villiers de L'isle-Adam
Fuera de la prisión, dentro el tiempo tenía otra densidad, la madrugada apenas ha avanzado y les espera una lluvia fina que es y no es. El viento helado.
Inmediatamente la ven, recortada contra la tapia, junto a la esquina, el abrigo negro hasta el cuello.
—¿Qué haces aquí? —Éctor.
—Temía que os pasara algo —Basilia, voz suave—. ¿Todo ha ido bien?
Éctor la mira como si quisiera traspasarla y ella desvía los ojos justo cuando está a punto de conseguirlo.
También ataca el viento.
—¿Pasaréis la noche en mi casa? —Basilia a su amiga.
Séptima no está, con las manos hundidas en lo más hondo de la chaqueta, y la cartera, que cuelga de su hombro, a la espalda, como si quisiera protegerla con su cuerpo.
—Dame las películas —le dice Éctor—. Lo mejor es que nos separemos ahora. Vete a cualquier sitio en que a nadie se le ocurra buscarte y no nos digas dónde. A ninguno de los dos.
—Espera —Basilia.
Sostiene con seguridad el pequeño revólver.
Éctor estaba preparado para algo así, pero no tan rápido, en el tiempo de pronunciar cuatro frases.
Sin dejar de apuntarles, la pianista arranca cariñosamente la cartera del hombro de la otra mujer, se la coloca en la misma posición que ella, y retrocede tres pasos hacia la esquina.
—No entiendo nada —Séptima, sin llegar a reaccionar.
—Es el pago de una deuda, una deuda de hambre y sangre como dice… —Basilia se calla, se encoge de hombros—. Sólo alguien que haya sido condenado a muerte en un campo de concentración podría decirte lo que estaría dispuesto a hacer por salir de allí, o en agradecimiento por que lo libraran de aquello —vuelve a encogerse de hombros, la mira afectuosa sin dejar de apuntarle—. Olvídate. Olvídate de todo esto.
Se dispone a seguir andando hacia atrás en dirección a la esquina cuando ve en los ojos del hombre lo que Éctor ve a su espalda.
Tiene apenas margen para volverse y abrir el arco con su revólver que ahora, además de a la pareja, debe cubrir a los cuatro Regulares que la apuntan a su vez, tres con pistola y uno con un largo cuchillo.
—Lo sabía —a Éctor—. Sabía que nos habías vendido a los militares.
Los militares se separan con lentitud para dificultar el blanco, están relajados aunque las mirillas de las pistolas se clavan en la frente de la mujer por si hay que zanjar aquello de un solo disparo.
—Tú no seas loca —Yebel, con sus patillas encanecidas, el más viejo.
—No podrás con todos —el sargento Delgado.
Éctor, inexpresivo, se vuelve hacia ella como si quisiera añadir algo pero lo que hace es arrebatarle el revólver de un manotazo y arrojárselo al sargento.
Basilia le busca algo en los ojos, y Séptima espera una explicación que no va a recibir, incluso los soldados escrutan su rostro con curiosidad. Hace mucho tiempo que esperaba todas esas miradas.
Decrece la fuerza del viento, aumenta la de la lluvia.
—Dame la cartera.
La mujer niega con la cabeza y, locamente, aferrando la correa con las dos manos, gira en sentido opuesto al grupo.
Tres pasos.
Para no pensar en las armas que ha dejado tras de sí, Basilia intenta pensar en aquella familia de trapecistas junto a la que se crió, en los trucos que le enseñaron, siempre fue ágil y rápida, pero falla el recuerdo, y se le viene la expresión de la onicomante al leerle las uñas unos días atrás, parecía una buena mujer, curtida, seguro que no se espantaba ante cualquier cosa, y, sin embargo, la vio tan preocupada con lo que adivinó a través de sus uñas…
En tres pasos la alcanza Rabah, la agarra por el cuello con una mano, y con la otra, la fuerza de la costumbre, le arranca el arete de oro, desgarrándole el lóbulo, para dejarle claro que no debe volver a intentarlo. Por debajo del grito, la mano del cuello sigue atrayendo a la mujer hacia él y no hay nada que justifique ese gesto.
Tiene a Basilia a unos centímetros cuando siente el empujón en el hombro que lo aparta de ella.
—Déjala —Éctor se queda en medio.
El rifeño lo mira con odio y empieza a alzar el arma pero también busca la aprobación del sargento.
Rápido, Éctor introduce la mano bajo el gabán buscando la suya.
—Ya vale —los corta el suboficial.
Éctor sigue interponiéndose ante la pianista y toma su cartera sin que la mujer ofrezca resistencia. La sangre de la oreja gotea entre sus dedos. Algo más de sangre.