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Authors: Juan Ramón Biedma

Tags: #Policiaco

El imán y la brújula (34 page)

BOOK: El imán y la brújula
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Hace varios días que ha perdido toda comunicación con su contacto en Madrid; aquella gente, con sus consignas de asuntos de estado, es muy capaz de haber perdido el interés por una cuestión que hasta hace muy poco consideraba crucial; o tal vez haya ocurrido algo que lo esté cambiando todo. Se siente muy cansado. Por mucho que odie aquel escondite en Peñuelas, está deseando de…

El sonido de un motor, completamente excepcional en el barrio, aumenta hasta detenerse muy cerca.

Piancastelli respira hondo.

Se asoma a la ventana a tiempo de ver cómo en el solar, justo frente a su puerta, se abren las puertas del Hispano Suiza aun antes de detenerse.

Oculta la película bajo el abrigo, se pone el sombrero hongo, respira hondo de nuevo.

Mantiene el respeto de sus soldados por gestos como éste; el teniente Cármenes sale el primero del vehículo, cruza la acera, el portal, sube de dos en dos los peldaños del tramo de escaleras, siempre con las manos en los bolsillos del chaquetón, la barbilla alta, torcida y pendenciera. Los tres rifeños se apresuran para darle alcance, y el sargento Delgado en cuanto aparca el automóvil.

El teniente no se detiene al final de la escalera, sino que toma impulso por el corto descansillo y descarga una patada en la puerta del piso de Piancastelli.

Una mancha de llamas blancas.

Y al momento no ve nada, ni oye, vuela.

La explosión le ha alcanzado de lleno, arrojándolo por el hueco de la escalera.

Los africanos se lanzan de boca contra los escalones para protegerse del estallido y comienzan a retroceder entre gritos. En el zaguán encuentran al sargento sobre el cuerpo revuelto del oficial; entre los cuatro lo sacan de allí, las llamas les persiguen por las escaleras; salen a la calle, agradecidos por la lluvia, y recorren un buen número de metros antes de depositarlo en el suelo; siempre puede sucederse una segunda explosión. El sargento murmura algo de que aquel hijoputa ha preferido inmolarse antes de dejarse arrebatar la película.

El teniente está quemado hasta las visceras, pero vivo; no saben que es peor, aunque vienen de la guerra; claro que lo saben.

Miran hacia la fachada, el incendio en el piso, ni rastro de Piancastelli, que siempre desaparece a tiempo.

En contra de lo que temía, el café Dadá está abierto por las mañanas, pero vacío; Éctor se queda en la puerta, a salvo del chubasco. Viene del Ritz, donde un camarero, escandalizado por su aspecto, le ha dicho que Basilia no amenizaría hoy los desayunos del hotel. Se le han acabado los lugares donde buscar a Séptima y los conocidos a los que preguntar por ella.

—Estamos aquí.

Están allí.

Las dos mujeres lo miran desde detrás del mostrador, donde comparten un periódico.

Séptima lleva su ropa de siempre, el cabello totalmente seco, a saber dónde ha dormido.

—José, el camarero, ha tenido que salir y me ha pedido que me quede un momento —explica Basilia.

—Te estaba buscando —Éctor a Séptima.

—¿Alguna novedad? —Basilia está más apagada desde la muerte de Germán, pero su interés por la intriga en la que están enredados permanece indemne.

—Tenemos que hablar —Éctor a Séptima.

—¿Nos sentamos en una de las mesas? ¿Quieres un café? —le responde con uno de sus rostros indescifrables.

—Mejor nos vamos a otro sitio más tranquilo. Al hotel por ejemplo.

—¿Más tranquilo que esto?

El tono en el que Éctor no le responde no deja lugar a discusiones. Basilia agacha la cabeza sobre el diario. Séptima se da la vuelta, se apoya contra la barra flexionando los brazos para saltarla, pero permanece un momento allí, indecisa sobre la conveniencia de concluir el movimiento.

Con una diestra torsión de la muñeca, Piancastelli arroja el estuche con la película a un carro de desperdicios tirado por un percherón que pasa a su lado. Mira hacia atrás y ve cómo el dueño del laboratorio, al que ha tenido que pagar un dineral para que le permita proyectarse la película en privado, lo mira con curiosidad desde la puerta.

Acaba de escampar pero el cielo negro avisa que será por poco tiempo. En las circunstancias en las que ha tenido que abandonar el piso de Peñuelas, no estaba para acordarse de recoger el paraguas.

No busca que eso le disculpe ni le redima, pero más que por todo el agotamiento, el tiempo, la sensación de fracaso, el incumplimiento de la misión que se ha fijado o las consecuencias que pueda tener para la persona a la que en última instancia sirve, siente el asunto de la película falsa que le ha entregado Pascal por el daño que procurarla le ha provocado a su hijo.

Sigue andando aunque no tiene adonde volver. Le dejaron muy claro que serían siempre ellos lo que enlazaran con él, pero ha llegado el momento de romper alguna regla.

—¿Y qué?

Éctor no recoge el guante, deja pasar la provocación con la que Séptima se defiende de sus revelaciones mientras rehace un cigarro que había liado torcido y poco cargado.

Por suerte, el camarero no estaba en el restaurante vacío del hotel, ni siquiera el recepcionista se encontraba en su sitio cuando entraron, y han podido elegir una mesa al fondo para hablar a sus anchas.

—Estás conmigo porque quieres, o porque juntos íbamos a afrontar mejor todo esto —lo piensa mejor—. No sé por qué estás conmigo. Ya sé que no te has comprometido a nada. Ni yo te acuso de no haberme dicho antes que tu tío estaba vivo. Pero esto es lo que hay. Sabes perfectamente que no puedo parar. Tengo que hablar con él.

—Eso no puede ser —más tranquila.

—Es más que probable que sepa dónde está la última película. Es el último capítulo de esta historia que hemos reconstruido a través de los recuerdos de tanta gente. Tengo que hablar con él.

—¿Crees que si fuera posible no hubiera ido a verlo yo en estos años?

—He estado con el director de la cárcel. Conozco a esa clase de tipos. Si lo presionamos un poco más, nos llevará.

—Si lo forzamos, se enterarán los que encerraron a Sixto allí —baja la mirada—, y lo enviarán a un sitio peor. O llegarán a la conclusión de que es demasiado peligroso dejarlo vivo.

Éctor adivina que ésa es la auténtica razón de que nunca se haya empeñado en verlo, pero no le importa.

—Intentaremos que la cosa no trascienda.

—Se enterarán, seguro —ansiosa ante la determinación del otro—. ¿Y si le escribes una carta? Yo podría hacérsela llegar.

—En una carta no… —por no fijarla en ella, paseaba la mirada por el salón—. ¡Hostias! ¿Y el aparato de radiotelefonía?

El aparador sobre el que se encontraba está vacío. El camarero tampoco ha llegado. Éctor se pone en pie, rodea el mostrador y desaparece por la puerta que lleva a las cocinas. Vuelve enseguida.

—Aquí no hay nadie.

Anuncia mientras se dirige hacia la salida del restaurante seguido por Séptima. La recepción sigue vacía, incluyendo la oficina donde suele estar Antonia, en la que no se ve ni un solo papel; Éctor recuerda los nervios y la diligencia del recepcionista aquella mañana, pero aún no quiere poner en voz alta sus sospechas. Abre la puerta de la calle para descubrir un cartel con la palabra
cerrado
en el que no repararon al entrar. Vuelve sobre sus pasos, pulsa el interruptor del ascensor, que no baja, el de la luz; no hay corriente eléctrica. Saca la pistola, y con Séptima detrás, enfila las escaleras.

Se saltan la primera planta, y tardan un momento en recorrer la segunda; a excepción de su dormitorio, el resto de las puertas están cerradas.

El tercer piso es la residencia de Antonio y Antonia.

Tras las escaleras, hay un gran salón cubierto de plantas, casi un invernadero, en el que no aprecian ningún cambio, pero en las habitaciones de Antonio, al margen de los muebles, no encuentran ni un solo objeto personal.

—Se han enterado y se han ido —concluye Séptima abatida, como dándose por vencida—. O más bien les han dicho que se vayan, que se quiten de en medio hasta que pase todo esto.

—¿Quién se lo ha dicho? ¿Cómo han podido enterarse?

La mujer no responde y Éctor sale del cuarto, el nueve largo preparado, y pasa a la zona que ocupa Antonia. Lo mismo, sólo los muebles, nada más, ni un pañuelo olvidado en los cajones. Únicamente… La ve cuando ya salía. Centrada en una de las mesillas de noche. Una pequeña caja.

Un joyero de madera lacada en el que, cuando se acerca, puede ver que han grabado a punta de navaja las palabras
ruinas sin nombre
.

Lo abre despacio. El mensaje está ahí para él. De vuelta desde tan lejos. Diciéndole lo cerca que están, el poder de que disponen y lo que le espera si no cumple sus indicaciones.

La cabeza del fémur de santa Rosalía de Palermo.

—Antonia era la gobernanta de la casa de Sixto, y Antonio el mayordomo. Ellos nos criaron, en cierto modo, a Lucio y a mí; lo indispensable, es gente que sólo cuida de sus intereses. Cuando estalló todo aquello, alguien les proporcionó este hotel. En pago a los servicios prestados —informa Séptima con desprecio.

Han tardado en salir del hotel el tiempo de recoger su cartera y el macuto de Éctor. Después de recorrer varias calles sin dejar de mirar atrás, esperando que aparezcan unos posibles perseguidores que se están convirtiendo casi en una amenaza metafísica, se detienen a descansar en un soportal que los salva de la lluvia.

—¿Qué servicios? —Éctor.

—Era los ojos de Orestes, sus espías.

—¿Y por qué nos refugiamos precisamente en su hotel?

—Porque yo sabía que mientras estuviéramos allí, las altas instancias —sarcástica— que quieren evitar que los militares consigan esas películas, las instancias para las que trabajas, lo sepas o no, pensarían que estábamos perfectamente controlados, y no harían ningún movimiento contra nosotros.

—¿Y esto? —señala en dirección al hotel vacío.

—Algo has debido de hacer que les ha alarmado. Te has metido demasiado a fondo.

Éctor recuerda las exigencias de discreción de Piancastelli, sus instrucciones de dejar en paz a Pérez Oviedo, la cara de la secretaria de Oyarzo cuando se encontró con Antonia. Sólo Piancastelli estaba en Sevilla cuando negociaron la venta del hueso de santa Rosalía; pero el de la cicatriz, era otro mercenario, como él… Lleva razón Séptima, ha llegado demasiado lejos, pero ella no comprende las razones que lo empujan a seguir adelante.

—Te lo dije, Séptima. No puedo parar. Y el siguiente paso, el único posible, es entrevistarme con tu tío.

—No.

El soportal da a una calle estrecha; en aquel momento no pasa nadie por allí.

A Éctor le cuesta pronunciar las siguientes palabras, que no son lo peor que está haciendo en estos días.

—Lo veré, me ayudes o no, y si intentas evitarlo, haré público que está vivo, y será él quien pague las consecuencias.

Séptima apoya la espalda en la pared, adelanta la cabeza, y después la echa bruscamente hacia atrás, estrellándola tan fuerte que el sonido del golpe se impone al de la lluvia; permanece así, como si quisiera enterrar la cabeza en el muro.

Éctor no dice ni hace nada.

Es la hora del almuerzo, llovizna, y por la calle de casas con jardín donde vive el director del Presidio Santa Cristina apenas pasa nadie.

Séptima, de espaldas a la puerta, mira a lo lejos, mientras Éctor la golpea por tercera vez; al fin les abre el propio director, en mangas de camisa, abatido, consciente de que, desde su primer encuentro, su forma de vida inició la bajada por una pendiente imposible de remontar.

—¿Recuerdas que te dije que nunca más sabrías de mí? —Éctor, grave—. Pues era mentira, hombre; era mentira.

Ni un vestigio de vida tras las ventanas de la Academia de Esperanto. Ya estuvo allí antes, sin ningún resultado; después fue al Palacio Real, donde no le permitieron entrar, y ahora ha vuelto a la academia, que sigue cerrada, al parecer desde hace algún tiempo.

Piancastelli está aprendiendo a convivir con su reuma, está negociando ciertas condiciones con él, y la primera es que debería evitar la humedad y el frío.

Pero no tiene adonde ir.

Esta no es su ciudad, ni éste es ya su país. Los que le pidieron que viniera ahora guardan silencio. Es posible que haya que dejar que algunas deudas se extingan por sí mismas.

Esperará a la madrugada para ir al piso de su hija, comprometerla es lo último que haría, y se dispone a embaucar a su cadera para que tenga paciencia durante las horas que quedan hasta entonces.

Es un piso grande y antiguo, con las habitaciones conectadas por demasiados pasillos; los pocos muebles, con aspecto de que han sido heredados del inquilino anterior, refuerzan la sensación de provisionalidad que desprende toda la vivienda. Pero está a un paso del presidio, y en algún sitio debían meterse hasta que llegara la hora en que los había citado el director de la cárcel.

Basilia los ha recibido con la desenvoltura de quien también ha sido refugiada de guerra; les ha dicho que dejen el macuto y la cartera en cualquier sitio, que están en su casa, hay café del de verdad, que se pueden quedar lo que quieran.

—Ya estoy con vosotros —ha desaparecido lo justo para cambiar el vestido rojo con el que se disponía a salir cuando llegaron por un jersey de cuello alto y un pantalón hasta la pantorrilla.

—¿Seguro que no pasa nada si no vas al café esta tarde? —Éctor, de pie, como siempre cerca de la ventana.

—Los dueños son amigos, no te preocupes.

Se sienta en el sofá junto a Séptima, que apenas ha proferido una palabra desde que llegaron, aferrada a la correa de su cartera, anticipando la entrevista que tendrá lugar en muy poco tiempo y para la que, haga lo que haga, nunca podrá estar preparada.

—¿Me acompañas a la cocina para hacer el café? —le dice a su amiga la dueña de la casa.

—Claro.

Éctor se quita por fin el gabán mojado, al mirarlo piensa que por mucha lluvia que le caiga no desaparecerán las marcas de la sangre de Germán; lo cuelga junto al sombrero en una percha.

Escucha a las mujeres hablar en voz baja en la cocina, confidenciales, distingue el suficiente número de palabras para saber lo que Séptima le está contando a la otra; todo.

Le llama la atención la ausencia de objetos personales en el salón, solamente unos libros ocupando una de las tres estanterías vencidas de un mueble oscuro y sin brillo lleno de arañazos en la zona inferior.

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