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Authors: Juan Ramón Biedma

Tags: #Policiaco

El imán y la brújula (30 page)

BOOK: El imán y la brújula
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El portón del Convento de la Ultima Infancia sigue entreabierto. El día está encapotado y para atravesar el descampado que lo circunda deben sumergirse en la niebla amarillenta que, si bien Éctor teme por un momento que sea sólo una alucinación privada recurrente, les viene muy bien para no ser descubiertos por los frailes.

La capilla está vacía.

Se detienen ante las mismas pilastras decoradas con tallos, flores y frutos que vieron en la fotografía. Éctor recoge del suelo una espátula y rasca unos toscos brochazos que apenas esconden una inscripción compuesta por letras mayúsculas.
EN LA NOMO DE LA PATRO KAJ LA FILO KAJ LA SPIRITO SANKTA. AMEN
.

Se están dejando llevar por la evocación de los saturninos improvisando sus artísticas aberraciones en aquel lugar santificado cuando llega el prior.

—¿Qué es lo que quieren?

—¿Esperanto? —pregunta Éctor señalando la pintada.

—No lo sé.

—Claro que lo sabe. Ustedes permitieron que se rodaran aquí, ¿verdad? Las películas.

—No sé de qué me habla.

—Claro que lo sabe. Me dijo que vino hace catorce años, seguramente lo trasladaron cuando estalló el escándalo, para poner esto en orden, para ocultar los rastros. No me diga que no lo sabe.

—Tengo que pedirles que se marchen.

Germán se interpone. Los últimos días lo han sacado de su letargo, le han aportado una energía que contrasta con su delgadez, su traje demasiado fino y su verdadero carácter. Aferra al religioso por el cuello.

—¡Usted va a decirnos todo lo que sabe! ¿Se entera? ¡Mi hermano murió mientras se hacían esas asquerosas películas en su iglesia!

Lo empuja y un traspiés da con el prior contra una de las columnas.

—Yo no estaba aquí entonces, ya lo saben —se le saltan las lágrimas, también en la voz—. Yo he intentado… Pero…

—¿Quién dirigía esto?

—Fray Marcelo. El antiguo prior. Debió de volverse loco para consentir que tuvieran lugar esas prácticas demenciales. En suelo sagrado.

—¿Dónde está?

—…

—Que dónde está —Germán, amenazante.

—Cuando se descubrió todo, sufrió la privación activa y pasiva de los sacramentos —les observa, ansioso, pero comprueba que nos basta con la pena que se le impuso a su antecesor.

—¿Le gustaría que volviera a sacar a relucir todo este asunto? —Éctor.

Lo piensa un poco y al final saca el cabo de un lápiz y un trozo de papel del bolsillo de su viejo hábito; escribe algo y se lo entrega a Germán, que sigue junto a él con los puños cerrados.

Debe pedirles compasión para aquel hombre desquiciado y explicarles que la orden a la que pertenece no tuvo nada que ver con todo aquello, aunque cuando consigue dar forma a sus palabras los visitantes ya no están allí.

A lo mejor se hace ingeniero o se mete en los negocios de su padre o las dos cosas; de hecho ya lo ayuda a veces, pasando listas a limpio y preparando esas cartulinas negras con las que cita a los clientes. Su madre murió en el parto, pero él dice que la recuerda en las pocas ocasiones que hablan de ella; se ha criado solo con su padre; probablemente de ahí, y de los kilos de más que le estorban para el deporte y algunos juegos, le vengan los modos formales y responsables, su gusto por el estudio y por salir poco de casa.

Merchi, la criada, le ha dicho al llegar del colegio que su padre no vendrá para el almuerzo y que tienen lentejas con morcilla y acedías, dentro de cinco minutos. Tiempo más que suficiente para quitarse la corbata rayada y sacar de debajo de la cama el mecano que dejó a medio montar por la mañana. Le gusta llamarse como su padre, ser otro Pascal, parecérsele, saber que algún día será como él, pero nada más tiene trece años y ninguna prisa.

El golpetazo del plato o el cacharro que se rompe en la cocina le lleva a mirar el reloj de pared y a recordar el hambre que trae. No perdona las lentejas, así que deja el mecano donde estaba, y se va corriendo a por ellas.

No importa que las ventanas estén abiertas de par en par; los hombres que llenan la cocina no permiten que entre la luz y han cambiado el aire por aquel olor denso y repugnante que le llega a la garganta.

Los esportilleros lo miran desde arriba.

No sabe cuál es el que le ha puesto la navaja en el cuello.

Son tantos…

No sabe cuál es el que se le acerca y le mete la lengua en la oreja.

Mirando a menudo la nota que le ha dado el fraile, es Germán, con su ímpetu recién recuperado, el que los guía por la maraña de pasajes, recovecos y escaleras en los que se estructura caóticamente aquel edificio semiabandonado. Un tramo de escalones desemboca en un pasillo suspendido que enlaza con otra escalera que baja y muere en la zona más oscura de la construcción.

Germán llama a una puerta pringosa y húmeda; no responden aunque se escucha algo en el interior. Éctor lo aparta, y abre de un ligero empujón.

Se pregunta cuántos distritos más tendrá el infierno que recorre.

Un solo cuarto sin ventanas con mugre de muchos años, un viejo cubierto por sus propios desperdicios, una capa, viva y cambiante, de cucarachas que llenan el suelo y parte de las paredes.

Llegué a pensar, después de que tuviéramos que abandonar uno de los puestos avanzados próximos a Annual por un brote de peste bubónica, que mis auténticos enemigos no eran los políticos y militares españoles que nos habían llevado a aquella matanza y a los que odiaba con todas mis fuerzas, ni las harakas de Abdelkrim que nos hostigaban desesperadamente, ni los «pacos», francotiradores rifeños que tantos camaradas abatieron, ni el alfanje de soldados enloquecidos de hach que saltaban la alambrada de noche para partirnos por la mitad, sino las ratas, que, a millares, estaban en todos los sitios en todo momento.

Hay dos palabras escritas con un trozo de carbón que se repiten una y otra vez por las paredes:

NENIA DIO.

El hombre de la melena y la larga barba inmunda, que recorta una hoja de periódico con unas largas tijeras oxidadas mientras musita una especie de cántico, indiferente a las legiones de cucarachas de distintas razas, tamaños y colores que se pasean al lado o por encima de él, mira con curiosidad a los visitantes y se levanta del rincón donde estaba sentado; no deja de cantar ni de recortar; aunque los mira, no es probable que tenga una noción clara de lo que ocurre a su alrededor.

—¿Fray Marcelo? —Germán.

—…

—Venimos del Convento de la Última Infancia. Sabemos lo que sucedió allí mientras fue usted su prior. Lo de las películas. Queremos que nos cuente cada detalle.

—…

La mujer ha cerrado la puerta con el pie y el olor se les ha echado encima, como una putrefacta manta mojada. Éctor no deja de mirar el techo, territorio también de las cucarachas, temiendo que alguna le caiga encima.

Aquel viejo está loco y no va a decirles nada.

Pero el violinista, a quien tan buen resultado dio agarrar por el cuello al otro prior, quiere repetir la maniobra.

—¡Vas a decirme lo que yo te pregunte! —acercándose a él, lo aferra y lo empuja con su cuerpo.

Fray Marcelo interrumpe su cántico y comienza a llorar en el mismo tono.

Germán gira muy despacio para mostrar las tijeras clavadas en el cuello.

Con las penúltimas fuerzas se da un tirón, mientras Éctor le grita que no se las quite, y logra arrancarse las tijeras para que un potente chorro de sangre surja a borbotones de su carótida.

Se desploma; Éctor se quita el gabán y, sentándose sobre él, presiona la herida con la tela; cuando se le resbala, con las manos; no puede controlar la hemorragia arterial que se le escapa entre los dedos, formando inmediatamente un charco alrededor. El viejo sigue llorando. Séptima, congelada. Las últimas energías de Germán no son nada, son dos recuerdos para una chica pelirroja a la que dejó para que se desangrara, como él, en un precioso Bugatti verde, y para Basilia, para Basilia. El viejo sigue llorando.

NENIA DIO.

14. Jacinto Ortega y Jacinto Ortega

La noche en que decidió hacerlo sin que a él mismo se le hubiera revelado aún que en alguna parte de su cerebro había cuajado la resolución que acarrearía tantas muertes y alguna vida, se le detuvo con el capó humeando, contra toda previsión, ya que las temperaturas eran bajas y más allí dentro, el Ford 1926 en el centro de uno de los túneles que introducía la carretera dentro de las montañas.

Salió del coche, vertió el agua del bidón en el radiador, y se dispuso a esperar a que se enfriara el motor, confiando en que fuera ésa la causa de la avería; el niño recuperaba y perdía su sueño habitualmente inquieto en la trasera del vehículo, a él se le cerraban los ojos, no pasaba un alma por allí. De vez en cuando escuchaba el grito estúpido de unas gaviotas, pero eso no era posible.

Venían de la sierra, siguiendo las órdenes del especialista, pero desde que habían llegado a la granja donde había alquilado unas habitaciones, Jacintito no había hecho más que empeorar; la tos no le dejaba vivir, el aire apenas le daba para respirar con tranquilidad un par de horas al día, los esputos de sangre ya ni siquiera le alarmaban. A la semana, desistió y le comunicó al granjero que se volvía a Madrid, donde al menos tendría cerca el hospital si se producía una crisis. El montañés, un hombre silencioso poco más o menos de su edad, lo miró con una pena que se aproximaba mucho, muchísimo, a la comprensión; se sentó a su lado; le dijo que no se lo pensaba decir, porque se jugaba la vida, pero que al final iba a decírselo; le preguntó que si había visto a su hija, una chica de unos veinte años, y Jacinto le respondió que claro; le preguntó que si le parecía que estaba hecha una rosa, y Jacinto le respondió que claro; bien, allí estaba la prueba; él sabía la forma de curar la tisis del pequeño Jacintito; los niños debían tener unos nueve o diez años, antes del desarrollo; deberían estar vivos cuando les sacara la sangre; en unas cuantas tomas, Jacintito se curaría; eso era seguro.

El ruido y las luces lo sacaron del duermevela en el que estaba cayendo, la oscuridad solidificada del interior del túnel se estaba convirtiendo en su nuevo mundo; podían pasar horas antes de que otro automóvil pasara por allí para socorrerles y Jacinto se puso a agitar los brazos ante el ruido y las luces, que crecieron rápidamente, se convirtieron en un camión cargado de madera, y pasaron de largo sin parar.

En la fachada de la venta se leía claramente: TENEMOS HABITACIONES. El coche había arrancado por fin, pero tras la parada, el viaje se había convertido en una lucha continua contra una poderosa fuerza interior que se empeñaba en engañarle sobre si seguía despierto o dormido. A la tercera curva en la que estuvo a punto de salirse de la carretera, resolvió que pasaría el resto de la noche en cualquier sitio.

No llevaría dormido ni dos horas cuando le despertó un ruido en la entrada; el chiquillo boqueaba en la cama de al lado. Se levantó y, a la luz de una cerilla, pudo ver que habían introducido un fragmento romboidal de cristal color malva bajo la puerta; plano y algo mellado en los bordes, como si lo hubieran extraído del vitral de una catedral. Era imposible que estuviera allí cuando llegaron, lo hubieran visto o pisado. Abrió la puerta y no había nadie por el pasillo. Volvía a tener la idea absurda, a tantos kilómetros del mar, de que eran gaviotas lo que escuchaba sobrevolando la venta. No volvió a pegar ojo en lo que quedaba de noche.

El niño no dejaba de quejarse; no estaba seguro de si se asfixiaba o atravesaba por una pesadilla. Con la luminosidad del amanecer pudo ver el mismo camión cargado de madera que pasó a su lado en el túnel, aparcado junto a su ventana; tenía que haber llegado mucho antes que ellos, pero no estaba allí la noche anterior. Intentó despertar a su hijo con toda suavidad, pero debió de sacarlo de algún sitio muy profundo, porque casi se ahoga durante el retorno a este lado; mientras lo calmaba, el crío le dijo que
había tenido un sueño en el que tenía la cara de otros niños
. Las gaviotas seguían por allí cuando se calló, y también la voz grave y fiable del montañés.

15. Pascal

“He engullido un estupendo trago de veneno. —¡Sea tres veces bendito el consejo que me ha llegado!— Las entrañas me arden.

La violencia del veneno retuerce mis miembros, me vuelve deforme, me abate. Muero de sed, me ahogo, no puedo gritar. ¡Es el infierno, el castigo eterno! ¡Ved cómo el fuego vuelve a levantarse!

Ardo como es debido. ¡Vamos demonio!”

Rimbaud,
Noche del infierno

Dicen que algún día todo el mundo tendrá un teléfono en su casa. Durante unos meses, en la guerra, fue asignado a comunicaciones; los continuos cortes en primera línea le hacían depender del heliógrafo como único medio de contacto; recuerda aquellos destellos, las horas muertas intentado traspasar el horizonte, aguardando las señales que, más que de otro lugar, parecían llegar de una dimensión distinta. No sabe ya cuántos telegramas sin respuesta le ha enviado a Nuncy.

A unos metros de Correos, Éctor se detiene a liar un cigarro, la mano poco firme; aquella guerra nunca ha dejado de volverle, esté donde esté, haga lo que haga.

El día anterior, al regresar al hotel, intentó limpiar con agua infructuosamente la sangre que había empapado el gabán, la sangre de Germán, que se quedó tirado para siempre en un agujero de cucarachas como suntuoso mausoleo. Sin corbata, con la camisa sucia y el gabán cubierto por cercos parduscos, cada vez parece más por fuera a como se está volviendo por dentro.

Séptima y él han pasado casi toda la noche en el restaurante vacío del hotel, dedicándole una especie de velatorio a distancia al violinista. Al principio, sin palabras; y en algún momento, seguro que para atenuar las otras voces que se les hacían cada vez más presentes, no recuerda a causa de qué desencadenante, Éctor empezó a hablar de la guerra, de un tirón, de los últimos días en Igueriben.

El 13 de junio de 1921 todos sabíamos en la posición, que las partidas de guerreros nativos, las harkas, estaban a punto de lanzar un ataque imparable contra nosotros. Mi primo Luis, que tenía el grado de teniente, un capitán y yo, alférez de complemento, no estábamos dispuestos a dejar que el demente general Silvestre, que ni siquiera había comunicado al mando las últimas derrotas, ya que actuaba directamente bajo el mando del rey, nos llevara a la muerte. Hablamos con nuestro comandante y nos amenazó con el paredón. El desastre era cuestión de días. Desertamos. No sé si sabes lo que pasó allí: trescientos cincuenta y cinco hombres bajo el fuego continuo; la falta de agua les obligó a beberse la tinta y su propia orina endulzada con azúcar; de los trescientos cincuenta y cinco, quedaron once, la mayoría de los cuales murió al llegar a Annual, de agotamiento y de un atracón de agua. Nosotros alcanzamos Melilla y desde allí logramos pasar a la península. En Tarifa nos paró la policía militar, nos resistimos, yo fui herido inmediatamente, el capitán que nos acompañaba murió, y mi primo fue apresado tras abatir a uno de los soldados; aún está en el Penal Militar del monte Hacho, en Ceuta. Yo cumplí allí tres años de condena cuando me dieron de alta del hospital, y salí en 1924, inhabilitado para la enseñanza y para cualquier empleo público.

… cuando fui movilizado, mi familia… las clases de historia, bueno, era un colegio privado, pero… nací en 1898…

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