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Authors: Juan Ramón Biedma

Tags: #Policiaco

El imán y la brújula (24 page)

BOOK: El imán y la brújula
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—¿Cómo terminó todo aquello?

—Al final, su propia clase, tan abyecta y espuria como siempre, encontró el modo de silenciarlos. Sixto se convirtió, gustoso, en la cabeza expiatoria de todo aquello —vuelve a ocuparse de la servilleta unos segundos—. ¿Eres consciente de que estamos investigando una historia que nadie quiere reconocer? De la que sólo quedan unos trozos de celuloide y los recuerdos de los que no participaron en ella, la mayor parte inventados.

No quiere enfrentarse directamente con ella; sabe que, a cada paso que dan, se debate entre su instinto de sobrevivir y la fidelidad a los lazos que la unen con aquel tiempo, pero vuelve a tener la seguridad de que la misteriosa muchacha sabe mucho más de lo que le ha contado.

—Una dama y un caballero les están esperando —les dice con su habitual solemnidad el recepcionista que triplica turnos—. Les indiqué que no sabía cuándo iban a volver ustedes pero insistieron en esperar. Los dos. Llegaron por separado. Les hice pasar a la cafetería restaurante.

Han vuelto a media tarde al hotel para descansar un rato y porque no tenían adonde ir hasta la hora de la cita en Charenton. Éctor está a punto de subir a su habitación para coger la pistola pero Séptima entra inmediatamente en el restaurante.

Sentados en la misma mesa de la sala desierta pueden ver a Basilia, que no se ha quitado el abrigo ni el fular, y a un individuo pálido y delgado.

Sólo cuando están encima identifican a aquel sujeto de cabello corto, trajeado y afeitado, como a Germán Iranzo. Lleva un traje veraniego beige de lino que, con toda probabilidad, es el único que conserva en buen estado; la camisa tiene raídos los puños y el cuello, y no se ven abrigo ni sombrero por ningún sitio, pero aun así su aspecto es milagrosamente mejor que el del mendigo que conocieron guardando la sede de la orquesta episcopal.

Mientras Séptima besa a Basilia, Éctor está a punto de saludar al hombre con algún comentario del tipo
está usted hecho un pincel
, pero decide mostrarle su respeto limitándose a estrecharle la mano.

—¿Os conocíais? —Séptima.

—De ahora. El recepcionista nos dijo que esperábamos a las mismas personas y hemos estado pegando la hebra, como se dice —responde ella sonriente mientras Germán se ruboriza.

El camarero se les acerca, acechando a Basilia; recibe el pedido de café con leche para todos, acechando a Basilia; se marchará, preparará el café, regresará, lo servirá, volverá a su puesto detrás del mostrador, acechando a Basilia.

Intercambian vaguedades, menos Germán que sólo asiente, tímido, hasta que se les va acabando la provisión del día.

—¿No tienes calor con el pañuelo? —Séptima señalándole el cuello a su amiga.

—No, no —al tocárselo, Éctor cree ver la sombra de una contusión; la mujer cambia precipitadamente de tema—. Perdonad que haya venido aquí a buscaros, pero tengo un recado para vosotros que tenía que daros hoy sin falta —mira de reojo a Germán.

—Puedes hablar ante Germán con entera libertad, nos ha ayudado mucho en nuestra búsqueda —no sabe por qué, a Éctor le ha caído bien el guarda nocturno desde el principio.

—Muy bien. Veréis, he estado haciendo preguntas sobre el hombre de la cicatriz entre los habituales del hotel Ritz. Nadie me ha dicho nada. Pero la cosa ha debido de trascender y un tipo que conozco, Curro, me ha abordado hoy para decirme que quiere hablar con vosotros. Mañana a las doce. Allí. En el Ritz.

—¿A qué se dedica el tal Curro?

—Es una especie de correveidile. Está muy ligado a ciertos grupos de militares. Alguien muy desagradable —se toca el fular—. Tened cuidado con él.

—¿Estarás?

—Sí. Podemos vernos en la puerta principal.

Germán ha permanecido en silencio todo el tiempo, pero ahora que los demás se callan, parece que llega su turno.

—Yo sólo quería decirles que…

—Si me disculpáis, yo tengo que marcharme ya —Basilia.

—No, si es por mí no se vaya —se pone en pie también—, termino enseguida, y además no tiene importancia.

—Me marchaba ya de todas formas, de verdad —le responde con tanta simpatía que termina por quedarse allí de pie.

—Sólo he venido para decirles —se señala el traje, inconsciente—, que pueden contar conmigo en su investigación. Para lo que necesiten. Nada más.

Respira aliviado y se va, sin esperar respuesta, con Basilia, que le sonríe como si lo conociera desde hace años y estuviera orgullosa del paso que acaba de dar.

Salen del restaurante y al momento entra Antonio, andando de espaldas, acechando a Basilia.

—A ti te quería yo ver. —Éctor, que va cogiendo confianzas con él, interrumpe su embeleso—. Toma nota —espera a que el otro saque diligentemente su carné—. Mencia Álvarez, antigua secretaria del profesor Humberto Oyarzo. Necesito su dirección. Apunta la antigua…

Basilia y Germán.

Aún queda algo de luz fuera del hotel, el viento se lleva y se trae las nubes negras, y Germán, cohibido, traga saliva como en las novelas cuando se percata de que la preciosa muchacha retrasa el paso para acompasarlo al suyo, pero se equivoca al tragarla, y la saliva le invade la tráquea dejándole sin respiración. Incluso en el primer momento, cuando romper a toser es lo más importante del mundo, piensa,
ahora, no, delante de ella, no
. El aire no entra. Poco a poco, un carraspeo espasmódico surge de su pecho empobrecido por años de alcohol, hambre e intemperie. Con las manos en las rodillas, intenta despejarse las vías aéreas con desesperación al mismo tiempo que gira sobre sí mismo para que la mujer no vea su rostro enrojecido boqueando y escupiendo como un imbécil.

Al final sobrevive a la falta de oxígeno y al ridículo.

Logra erguirse y, lo que todavía le resulta más difícil, mirarla de reojo. Van dejando de zumbarle los oídos.

Ella también lo mira de reojo; casi sonríe compasivamente; no hace comentarios.

Andan hasta la esquina.

—Bueno —le molesta un poco la garganta al hablar—, pues encantado. Ya… Hasta otro día.

—Hasta otro día.

La mujer da exactamente tres pasos.

—¿Tiene usted prisa? Si tiene algo que…

—No, no. No. Ninguna prisa, de verdad —amontonando palabras—. Ayer mismo dejé mi trabajo nocturno; voy a intentar buscar otra cosa. No tengo nada que hacer.

—Tengo que hacer una visita un poco estrambótica. Me preguntaba si querría acompañarme —con toda naturalidad—. Me haría usted un favor.

—¿Favor? Por favor. Ningún favor —trabucándose—. Cuando guste.

—Vamos con tiempo de sobra —consultando el reloj que lleva prendido en el interior de la solapa del abrigo.

Han estado hablando de música mientras esperaban a Séptima y Éctor en el hotel, de piezas y de autores, de conciertos inolvidables, hasta que la charla entroncó con la decadencia del violinista y ella cambió de tema.

Ahora andan en silencio, aunque cómodos, despacio. Basilia lo conduce hacia barrios más modestos y menos poblados que no conoce. El aire frío atraviesa el lino de su traje como si fuera desnudo pero hace años que no se siente tan bien.

—Vamos a ver a una onicomante —le informa.

—Ajá —Germán la acompañaría a sitios mil veces peores, supiera o no supiera lo que era eso.

—Me habían hablado hacía tiempo de ella. Ya sé que es una tontería. Pero no puedo evitar que me tienten las fuerzas sobrenaturales. Me crié entre personas que simulaban dominarlas —tiene una voz dulce y ligera, y debe acercarse más para poder oírla, y de paso, inhibirse del asombro con el que todos examinan a un tipo tan escuálido y desmejorado como él paseando junto a una mujer así.

—Ya.

—Pero nunca había oído hablar de esa clase de arte adivinatoria. Y su origen es arcaico, no se crea. La onicomancia es la lectura del porvenir en las uñas de las manos. Arminda, la mujer con la que estoy citada, muy simpática y muy normal, ya verá, me manchó las uñas con hollín y luego me las frotó con aceite de nuez, y me hizo sacarlas por la ventana para ver qué figuras reflejaba el sol en ellas. Eso fue ayer por la mañana. Dibujó algo en un papel y me dijo que volviera hoy, cuando hubiera tenido tiempo de estudiarlas. Eso sí, puso una cara un poco rara, como preocupada…

Mientras avanza en su relato, rebaja el ritmo de su paso hasta casi detenerse. Pasan junto a un puesto de castañas asadas. Germán decide tirar la casa por la ventana.

—¿Le apetece? —sonrojándose, señala la olla.

—Bueno —agrandando la sonrisa.

El se acerca a la castañera.

—Una perra de castañas, por favor.

Cuando le entrega el cartuchito a Basilia se siente como si la hubiera invitado a cenar en el mejor restaurante de París.

Doblan una esquina, se internan en un callejón estrecho y maloliente que da a una plazuela formada por cuatro edificios de la que se sale por otra callejuela que da a otra plaza que desemboca en otra callecilla.

En la travesía de alguna de las callejas les alcanza la noche.

—Tome —ofreciéndole una castaña caliente que ha pelado para él.

—No, no…

—Vamos.

—Gracias —prueba un trocito—. Están buenas.

—Muy ricas.

Otra calle estrecha, otra plaza.

—Es aquí mismo. Arminda vive sola. Tendrá unos treinta y tantos o cuarenta años. Me pareció una buena mujer. Si le he pedido que venga conmigo no es por nada, sino por esa cara que puso cuando me vio las uñas…

Le toca el brazo para que entre con ella en un portal limpio, sin adornos pero bien cuidado, de clase obrera que consigue mantenerse a flote sin demasiadas incidencias, y suben las escaleras hasta el segundo.

Una línea de luz bajo la entrada del piso de la derecha les dice que hay alguien en el interior.

Basilia llama a la puerta.

Espera un poco y llama de nuevo.

—Es raro. Son la nueve menos veinticinco y me dijo a las ocho y media.

—Se ve luz.

—Sí —llama de nuevo.

No obtiene respuesta, cruza el descansillo y llama a la puerta de al lado, aunque en ésa no se ve ninguna iluminación.

—Me extraña que haya salido dejando la luz encendida. Esperemos que no le haya pasado algo —lo intenta por última vez—. Podemos bajar a ver si abajo hay algún vecino que nos dé razón.

En el principal derecha les abren a la primera llamada.

—Buenas.

—Muy buenas, usted dispense. Veníamos a ver a Arminda —señala hacia arriba—; no contesta y el caso es que tiene la luz encendida. Tememos que le haya pasado cualquier cosa.

La mujer que les ha abierto tendrá unos cuarenta, y a pesar de estar en su casa y vestir pobremente, da una fresca impresión de pulcritud; una niña de unos seis o siete años se reúne con ella y se abraza a su falda.

—De Arminda se puede esperar cualquier cosa —con una risa abierta—. Es una bendita, pero más chocante que nadie.

—¿La conoce bien?

—¿Yo? Desde que era como ésta —señala a su hija—. De toda la vida. Fuimos juntas a las carmelitas. Siempre ha sido igual de estrafalaria. En el colegio nos decíamos unas a otras, ¿
has visto a Arminda
? Y nos respondíamos:
Arminda se ha ido. A lo mejor se ha marchado contigo.
Para asustarnos entre nosotras. Había niñas que decían que se le había aparecido, y ya ni se acercaban a ella, asustadísimas. Decía que tenía poderes… La verdad es que nunca sabías cuándo estaba o cuándo no estaba, y a veces adivinaba cosas que nos ponían la carne de gallina. Ahora vive de eso.

La niña está tirando de su madre hacia dentro.

—Sí. Tenía cita con ella —le toca el brazo como agradecimiento, con su habitual calidez—. No la entretenemos más. Probaremos de nuevo, a ver si es que no podía abrir antes.

Suben y lo intentan de nuevo, y nada, pero la línea de luz de debajo de la puerta se interrumpe por dos segmentos de sombra.

Alguien está detrás de la puerta.

Se imaginan y no se imaginan a la onicomante.

—Lo mejor es que nos vayamos —Basilia.

—Sí, es lo mejor.

Bajan las escaleras, salen, desandan las calles y plazas que ahora han adquirido un aspecto atemorizador.

—Puso una cara… Si usted la hubiera visto… Cuando salieron los reflejos en mis uñas —se guarda las manos en el abrigo para evitar la tentación de mirárselas.

Germán busca algo de lo que hablar, cualquier cosa que distraiga a la muchacha de los malos presagios que van calando en ella.

—La cara de las personas, los ojos, lo dicen todo.

—Sí… —distraída.

—Yo conocí a un juez que juzgaba a la gente sólo por lo que veía en sus ojos. Le daban igual las pruebas o los testigos. Se puede decir que eso me salvó la vida.

—¿De verdad? —atrapada.

—Todos piensan —empezando por el principio—… Todos piensan que mis malos pasos, la bebida, la ruptura con la orquesta, el final de aquella vida, tuvo que ver con la muerte de un hermano mío —respira hondo, le cuesta hablar de aquello, pero no con ella—; y tuvo que ver, claro que tuvo que ver, era mi hermano pequeño, yo siempre había cuidado de él… Pero lo que precipitó mi… los años que estuve descarriado, fue algo que empezó y terminó en una sola noche.

—Una noche… —no pierde puntada, de momento parece haber olvidado a la onicomante.

—La noche del Bugatti verde.

Por fin han salido de aquel barrio y, tras cruzar una avenida, se encuentran en calles mucho más iluminadas, aunque casi vacías.

—Fue una noche de invierno como ésta, a esta misma hora, poco más o menos. Cuando me llamaron, yo estaba en un despacho de la casa palacio donde ensaya la Orquesta Sinfónica Pastoral; salgo y me encuentro a cuatro policías y a un hombre de paisano hablando con mis compañeros. El sargento se me acerca y me dice: ¿
Conoce usted a la propietaria y conductora de un automóvil que hay estacionado ahí en la puerta
? Le respondí que no sabía de qué automóvil me hablaba, y me ordenó que saliera con ellos. Era precioso, deportivo, de lujo, un Bugatti de color verde. En esa época no eran tantos los vehículos a motor que se veían por Madrid. Volvió a preguntarme lo mismo, con las mismas palabras, y cuando le dije que no lo había visto en mi vida, me soltó:
Pues no uno, sino dos compañeros suyos sostienen haber visto cómo ese automóvil conducido por una señorita pelirroja le ha recogido a usted en varias ocasiones
. Empecé a negar de nuevo, pero no me dejó seguir:
Se da la penosa circunstancia de que ayer encontraron a la susodicha señorita asesinada en descampado
.

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