Ha pasado por la guerra y el penal, lo peor de la vida, pensaba que lo había visto todo. Las variantes que ha conocido en las últimas semanas le devuelven la fe en la omnipotencia del diablo.
Un hombre muy fuerte de unos cincuenta años, las patillas unidas al bigote, sin más ropa que una cinta o goma negra estrangulándole los testículos, permanece de rodillas, murmurando una letanía inaudible.
Séptima entra en el campo de visión, desnuda, mucho más hermosa de lo previsto. Tiene los ojos muy abiertos, las pupilas dilatadas o dementes; también se abre el sexo con las dos manos y comienza a orinar sobre la cara del hombre, que la recibe ávidamente…
Esto es lo que ocupaba el espacio del
jueves
en su agenda.
Éctor se pone en pie.
Sale de la habitación sin mirar a su guía.
Cuando ha recorrido dos pasillos escucha pasos a su espalda y una voz que le pregunta:
—¿No le sobrará a usted un duro?
Las tres quince de la madrugada, el
dancing
del canódromo lleno a reventar, Piancastelli lee
The Times
en su mesa solitaria. Pasa la página en el momento justo para verlos, al otro extremo del local.
Después de tantos días tantas horas esperándoles.
Deja despacio el periódico sobre la mesa y toma el puro del cenicero como quien toma un arma sin el seguro puesto. Tranquilo. Se pone en pie y gira sobre sí mismo, casi en un paso de baile. Cuatro Regulares se acercan, vienen por él, cada uno desde un ángulo del local. Algo ha debido de ir mal para que los ojeadores apostados por el marqués no los hayan visto llegar, a no ser que hayan acabado con ellos o que el marqués sea un traidor. Algo va mal y Piancastelli ya se está moviendo.
Su mesa está a unos tres o cuatro metros de los reservados. La idea ha sido siempre hacerse seguir por los soldados hasta allí y conducirlos hasta
la habitación de las paredes que se unen
, pero no pensó tener que actuar con tanta precipitación. Cuatro Regulares, el teniente, el sargento y dos moros. Por suerte el salón es grande y los ha visto a tiempo, en unos segundos estará en el acceso a los reservados. Cuatro. De repente se detiene. ¿Por qué cuatro? Los hombres se acercan con la mano oculta bajo los faldones de los chaquetones de cuero, donde sabe que guardan sus largos cuchillos. ¿Por qué cuatro? Desde donde está, no tiene más salida que la entrada a los reservados donde les ha tendido la trampa o la escalera por la que se sube a la terraza donde toca la orquesta. Si sólo fuera uno, esperaría a tenerlo lo suficientemente cerca para hacerse con su voluntad de una mirada, pero con varios enemigos es inviable. Enseguida los tendrá encima. Se decide por la escalera, a pesar de la encerrona que supone la terraza. Mientras sube los peldaños, vuelve la vista hacia atrás y ve surgir de los reservados al quinto militar; si hubiera optado por entrar allí, el rifeño lo hubiera recibido con una cuchillada en el estómago. El sudor hace que le escueza el cuello duro cuando llega a la terraza. El director de la orquesta, un tipo alto con la raya en medio, se gira, sorprendido ante su llegada, sin dejar de llevar el ritmo con los pies y la batuta. Ya resuenan los pasos de los Regulares que suben. Piancastelli se dice que no va a tener más remedio; tapándose el ojo izquierdo con la mano, encara al director con el de la cicatriz y, señalándole las escaleras, le ordena:
arrójate
. El hombre le obedece inmediatamente, sin ningún reparo, con ganas, arrastrando a los soldados en su caída.
Todo queda en silencio en el salón. La atención de todos se concentra en la terraza y las escaleras, como si un foco las señalara. Rápidamente se acercan, atienden a los heridos, algunos se abren paso hacia arriba y los miembros de la orquesta comienzan a bajar. En la confusión, muy pronto perderemos de vista a Piancastelli.
“Lector apacible y bucólico,
sobrio e ingenuo hombre de bien,
tira este libro saturnal,
orgiástico y melancólico
si no has estudiado retórica
con Satán, el astuto decano,
¡tíralo!, no entenderás nada,
o me creerás loco.
Mas si, sin dejarse hechizar,
tus ojos saben hundirse en los abismos,
léeme para aprender a amarme”.
Charles Baudelaire,
Epígrafe para un libro condenado
Le ha informado paso a paso de los avances y retrocesos en los últimos días, las gestiones que tiene a la mitad, la gente a la que ha conocido, y le ha hablado de las preguntas que escondían otra pregunta irritada, caliente, palpitante y profundamente infectada en su interior, para terminar contándole la muerte de Lucio, que era lo más difícil de todo.
—Lo lamento. Lo lamento de verdad. Supongo que hicieron cierta amistad en el tiempo que estuvieron juntos —Piancastelli se pone en pie para servir el café o para no mirarle.
—… —a Éctor no le resulta difícil quedarse en silencio; la negación o la afirmación serían igualmente falsas.
—Siempre supe que este asunto era peligroso, ayer mismo estuvo a punto de costarme… Pero nunca debió perjudicar a un inocente. Nuestro objetivo es todo lo contrario.
A pesar de su extraordinaria destreza manual, trastea torpemente con la cafetera, el recipiente de la leche y las tazas, se queda en pie más tiempo del necesario.
Esa mañana no se ha afeitado, el batín rojo tiene una mancha en la solapa, el piso está más sucio y parece más miserable que nunca, hasta el conejo parece avergonzado de la conducta de su dueño. Es posible que su cruzada o que la vida solitaria en aquel cuchitril estén mellando su voluntad, o que anoche descubriera que aquella historia no era una prolongación del espectáculo para el que había vivido tantos años, pero se le ve distraído, menos firme, más ansioso de conversación, no tan infalible.
—Este país… los primorriveristas pretenden hacernos creer que con tal que los franceses nos resuelvan la papeleta de Marruecos, con preparar una Exposición Universal en Sevilla y con invertir algunos cuartos en obras públicas están regenerando la nación, pero esas mejoras eran inevitables, es el nuevo siglo el que empuja, y por debajo sigue acechando la misma España garbancera, supersticiosa y mezquina de siempre, con el mismo ruido de sables de fondo bendecidos desde el mismo altar.
—Se olvida del trono, legitimando todos esos desmanes desde las alturas —Éctor.
—No me olvido de la monarquía, pero es usted el que se equivoca —con un punto de pasión que se esfuerza en controlar—. Verá, antes de verme forzado a regresar, viví casi diez años en París, donde tengo mi residencia. Desde allí las cosas se ven de otro modo. La bonanza económica es real, pero la alegría y el desenfreno, no son más que un intento de olvidar los horrores de la Guerra Mundial. Nosotros permanecimos neutrales. Pero allí no se olvida la extraordinaria labor humanitaria llevada a cabo por Alfonso XIII —no puede evitar seguir hablando—. Al principio de la guerra, una lavandera francesa le escribió para que la ayudara a encontrar a su marido, desaparecido en combate; don Alfonso lo encontró, y la prensa de Francia se hizo eco de su servicio. La consecuencia fue que el rey recibió una montaña de cartas de familiares de desaparecidos, solicitando su ayuda. Terminó creando una oficina dirigida por el profesor Orestes Pérez Oviedo, que financiaba personalmente, compuesta por cuarenta personas destinadas a esta labor; además de hacerles llegar toda clase de ayudas, colaboró en la repatriación de unos setenta mil civiles y de veintiún mil soldados.
—Seguro que eso reafirmó su imagen internacional; durante la ocupación salvaje que mantenemos nosotros hace lustros en Marruecos, de la que el rey es directamente responsable, su papel ha sido muy distinto, incluyendo la catástrofe de Annual. A lo largo de la historia, la realeza siempre ha utilizado la caridad para acallar sus conciencias.
—No estamos hablando de caridad, sino de una inmensa dimensión humana demostrada con hechos —encendido.
—Lleva razón, desde París las cosas deben de verse de otro modo. Pregúntele a cualquier paisano, y le ilustrará sobre los escándalos y la corrupción y la barbarie que se han sucedido durante el reinado, y de los medios que se han llevado a cabo para acallarlos —arrepintiéndose de decirlo, no ha venido para hablar de política.
—Se llama lealtad porque no se cuestiona a quién se le debe.
—Por eso yo no se la debo a nadie.
Piancastelli retira la silla y lo mira fijamente. Es lo bastante inteligente para saber que está hablando de más y que sólo está remunerando a aquel hombre por su trabajo, por nada más. El conejo lo mira a él, extrañado de su falta de control.
—En fin, volviendo a lo que nos interesa…
—Ya que ha vuelto a salir Pérez Oviedo —lo interrumpe—, cuando estuvimos en la academia de esperanto…
—No siga por ahí. El profesor no puede aportarle nada. Déjelo en paz.
La mayoría de los comerciantes están cerrando ya sus tiendas en Ribera de Curtidores a aquella hora de la tarde en que la lluvia empieza a adquirir el color del plomo, pero pueden ver desde lejos que el establecimiento de Juan Salvador sigue estando abierto. A esa distancia, no parece una de las librerías de segunda mano tan habituales de la zona pero tampoco tiene aspecto de dedicarse únicamente a novedades, más bien parece una librería de verdad, uno de esos lugares donde no sólo conocen los libros por fuera. La fachada y las puertas están pintadas de rojo escarlata, y en un ángulo del escaparate se lee «esperanto».
Tras su visita a Peñuelas, se ha pasado por el hotel para recoger a Séptima que, durante el camino, apenas ha pronunciado tres palabras ni le ha preguntado dónde ha pasado la mañana; Éctor se imagina que sus ojeras son las huellas menos importantes del episodio en el dormitorio de la noche anterior.
Trillones de libros incrustados en estanterías insuficientes hasta el techo y la sonrisa de un hombre de unos treinta y tantos y otro de barba blanca les reciben en la librería desierta.
—Buenas tardes, ¿Juan Salvador? —Éctor.
—Muy buenas, ¿qué desea? —contesta el más joven, mientras el otro, que por el parecido puede ser su padre, se aparta un poco para cederle todo el protagonismo.
—Un libro —Éctor—,
Ruinas sin nombre
, ¿lo conoce?
—
Ruino sen nomo
. Lo siento —quizás sea más joven de lo que aparenta, pero empieza a escasearle el pelo que no llega a compensar con la barba rubia—. Lo siento doblemente, porque es un libro que imprimimos nosotros mismos.
—Vaya, tenía entendido que salió bajo el sello de la Editorial Saturnia. Precisamente estamos haciendo un estudio sobre ellos.
—Ellos eran los autores y editores, pero la impresión nos la encargaron a nosotros; ahora ya no nos dedicamos a eso, pero en aquella época acabábamos de inaugurar y teníamos otras miras —su padre asiente—. Fue una tirada muy corta. Por cierto, el último ejemplar se lo llevó otro estudioso de la Editorial, un poeta, hace unos cuatro o cinco años.
—¿Tendría sus señas? Es posible que podamos intercambiar información.
—Naturalmente —rodea el mostrador y, sin dejar de hablar, se vuelve hacia la mesa de oficina para consultar uno de los tres voluminosos archivadores sujetos entre un pesacartas y una máquina de cálculo—. Se llamaba Salgado. Cuando supo que yo fui el impresor, se hizo habitual de la librería; me mantenía al tanto de sus pesquisas. Después dejó de venir, de pronto.
Un matrimonio de mediana edad entra sin saludar; la mujer empieza a revolver los libros mientras el marido se queda junto a la puerta, mirándola con desprecio e imaginando distintas utilidades para el paraguas que se pasa de una a otra mano.
—Si tuviera un momento, a nosotros también nos gustaría que nos hablara de su relación con la Editorial —Séptima, ahora curiosa.
—Aquí siempre tenemos tiempo para hablar de libros —les entrega la dirección que ha copiado en un trozo de papel—. Aunque me temo que no voy a serles de mucha ayuda. Será mejor que me acompañen a la rebotica.
En la trastienda, además de los repletos anaqueles, los libros han invadido el suelo y dos de las cuatro sillas desiguales que rodean una mesa rectangular, ocupada por folletos y revistas. Juan Salvador libera una silla más y se sientan los tres.
—Como les decía —continúa el librero, ofreciéndoles tabaco y librillo que al parecer tiene allí sólo para los contertulios, ya que él no fuma— casi todo lo que sé me lo contó el amigo Salgado; de hecho yo nunca traté directamente con ellos, ni les conocí, ni llegué a leer el libro, son tantos —abre las manos intentando abarcarlos, abrumado—… Fue él el que me reveló lo… pintoresco del grupo.
—Si hizo negocios con ellos, sabrá sus nombres.
—Sólo el de uno de ellos, Humberto Oyarzo; sé que era profesor de filología en la universidad, pero yo trataba con su secretaria. Mencia Álvarez. Ella me hizo el pedido, recogió las pruebas, me abonó el importe… incluso me dio su dirección particular para que la avisara. Lo poco que sacamos de las ventas lo ingresé en una cuenta bancaria que me indicó.
—¿Ella no le hablaba de ellos?
—Era muy discreta. Yo creo que hacía los recados con bastante desgana. No me extraña, sabiendo de ellos lo que supe después.
—Y el tal Salgado, ¿cómo llegó a interesarse por los saturninos?
—Al parecer alguien le habló del libro, lo leyó y decidió escribir una monografía sobre la Editorial Saturnia. Llegó a obsesionarse con ellos. Les dedicaba casi todo su tiempo y me contaba cada pequeño descubrimiento como si fuera un gran hallazgo. Al final, descubrió el paradero de uno de ellos y consiguió gran cantidad de datos de primera mano; nunca me dijo su nombre. Establecieron una… extraña relación. El propio Salgado es un joven extraño, un tipo solitario que vive a costa de su madre, una vendedora de lotería.
—Siga.
—Salgado llegó a mitificarles, y la verdad es que no le faltaban razones. Ustedes ya lo sabrán. Había algo fascinante en ellos. Esa gente intentaba fundir poesía y vida, y para ello no vacilaban en ir de lo más sublime al homenaje más aberrante —se pone en pie y empieza a buscar en un estante de autores franceses—; estaban fuertemente influidos por los más malditos entre los malditos: Sade, Baudelaire, Rimbaud, Swinburne, Masoch, Apollinaire, Maupassant, Verlaine —al fin encuentra el libro que busca y empieza a pasar páginas—… es concretamente a Verlaine a quien deben su nombre: