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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (59 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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Confío en continuar mis fructíferas conversaciones con él durante otra semana, por lo menos… Punto y aparte… En cuanto a los restantes miembros del equipo…

Se interrumpió para pensar en lo que habían hecho durante aquella semana y en lo que entonces hacían. La cinta se enrollaba sin grabar. Con ademán distraído, pulso el botón de "Stop".

Pasó rápidamente revista al equipo, esforzándose por ver sus actividades de una manera organizada a fin de exponérselas al Dr. Walter Scott Macintosh. De todas las personas que lo componían, la que produjo una mayor sorpresa a Maud fue Lisa Hackfeld. Maud aceptó su presencia con una silenciosa protesta, pensando que resultaría inútil por completo, pues la consideraba una mujer mimada y superficial, y cuando menos lo podía esperar, y tras un comienzo insípido, resultó que se adaptaba perfectamente a aquella vida rigurosa. Y lo que aún es más, adoptó con entusiasmo su papel de observadora activa. Dejó de quejarse por falta de tinte para el pelo, aunque empezaban a aparecer hebras grises en la raíz de sus cabellos.

No hizo nuevas objeciones al tosco retrete nuevo, ni se quejó por la falta de muebles ni por la ausencia de vajilla para la cena. Había vuelto a descubrir la Danza, no por dinero, fama o salud, sino por el placer que proporciona al cuerpo. De la mañana a la noche, un día tras otro, estaba acaparada por los ensayos que realizaba el grupo de Oviri. Ni siquiera tuvo tiempo, había dicho a Maud el día anterior, de escribir su carta semanal a Cyrus.

De Lisa, la mente de Maud saltó a los elementos profesionales de su equipo. Rachel DeJong llevaba a cabo sus prolijas consultas psicoanalíticas con Moreturi, Marama y Teupa. Salvo dos breves entrevistas que tuvo con Maud, para comentar con ella el papel que tenían los moráis y otras veneradas reliquias en la actual sociedad, Rachel mantuvo una gran reserva acerca de sus pacientes y los descubrimientos realizados, lo que, por otra parte, ya era de esperar. Iba de una parte a otra en un estado perpetuo de preocupación. Su familiar aspecto flemático incluso pareció aumentar en aquellos trece días. Maud no podía saber si estaba satisfecha o insatisfecha, pero era indudable que su trabajo la absorbía.

Harriet Bleaska, en cambio, poseía una personalidad más transparente. Antes de emprender el viaje, mostró la extroversión jactanciosa propia de tantas solteronas feas, y en la que ella tenía mucha práctica. En aquella sociedad fundamentalmente extrovertida, parecía hallarse como el pez en el agua. Exceptuando una sola ocasión en que demostró hallarse preocupada por un moribundo y quiso que se levantase un tabú para complacerlo, Maud no la vio seria jamás. Harriet trabajaba con regularidad en la enfermería en colaboración con Vaiuri, un joven nativo muy formal que atendía el dispensario. En sus momentos libres, Harriet estudiaba las leyendas de las plantas utilizadas en la farmacopea indígena y que Sam Karpowicz se dedicaba a recolectar, pues la enfermera tenía muy en cuenta que su presencia en la expedición era debida, en parte, a la misión de ayudar con algo útil a la empresa de productos farmacéuticos de Cyrus Hackfeld. Harriet tomaba unas notas muy meticulosas aunque bastante prosaicas y todos los viernes las sometía, escritas en papel rayado y con una pulcra caligrafía, a Maud su directora. En su mayoría eran historias clínicas de los pacientes acogidos en el pequeño hospital. Una pequeña proporción de aquellos materiales resultaba útil, pues ponía de manifiesto cuáles eran las enfermedades más comunes en Las Sirenas. El día anterior, Harriet informó a Maud, con mucha calma, que uno de los pacientes sometidos a su cuidado había fallecido. Ella fue la única, de todo el equipo, invitada para asistir al entierro. Maud estaba muy satisfecha y al mismo tiempo un tanto sorprendida de constatar lo bien que los indígenas habían aceptado a la enfermera Harriet Bleaska.

Los Karpowicz se confundieron con el ambiente con la misma perfección que si hubiesen sido tres camaleones. Maud apenas los veía ni se enteraba de lo que hacían. Sam Karpowicz resolvió dejar la mayor parte de sus estudios de botánico para las últimas tres semanas de la expedición. Hasta entonces, concentró casi todas sus energías en la fotografía, fija y cinematográfica. Pasó varios días haciendo un reportaje gráfico de la cabaña de Auxilio Social, la Choza Sagrada, la casa del jefe, la vida cotidiana en el poblado y una reunión de la Jerarquía Matrimonial. Las copias que enseñó a Maud, no todas con brillo, como competía a un profesional, mostraban menos preocupación por los detalles de la composición artística y la luz, que por ofrecer una imagen viva de aquella comunidad ignorada. Los indígenas de Las Sirenas parecían hablar, en las fotografías de Sam. Pero a éste aún le esperaba una gran labor, en el terreno fotográfico. Dijo a Maud que se proponía fotografiar la enfermería, la escuela, las diversas festividades, pasar un día con los artesanos locales, otro con los pescadores y otro, acompañado de Courtney, en las montañas y los islotes próximos, otro dedicado a filmar la vida de una joven típica como Tehura y una tarde consagrada a fotografiar sin truco alguno a la propia Maud, dedicada a su trabajo de investigación.

A su manera discreta y callada, Stelle Karpowicz también ponía su granito de arena, más culinario que científico, justo era reconocerlo. Cuando no leía o se dedicaba a las labores domésticas, recogía recetas indígenas, llevada por su interés personal por los platos exóticos. Sin embargo, Maud comprendió que algunos de sus descubrimientos podrían figurar como notas al píe de las páginas de su futuro estudio.

Al principio, Maud pensó que, además de Lisa, había otra persona que no congeniaría con el grupo, y ésta era la joven Mary Karpowicz. Puso mala cara durante todo el viaje a través del Pacífico, sin ocultar su absoluta falta de interés por aquella estúpida empresa de gente mayor. Maud temió que su actitud desdeñosa terminase por influir en otros. Pero como Lisa, la jovencita cambió radicalmente al segundo día de estancia en la isla. Si bien era poco comunicativa, dada a responder con monosílabos, y se hallaba dominada por el apasionamiento propio de la adolescencia, se había convertido en una criatura dócil y tratable. Asistía de buen grado a las clases de la escuela y con frecuencia se la veía sentada bajo un árbol, enfrascada en animada conversación con uno de sus condiscípulos llamado Nihau. Stelle estaba encantada y Maud satisfecha.

El último miembro del equipo Orville Pence, pasó los primeros diez días efectuando un cuidadoso estudio de la cabaña de Auxilio Social, sus orígenes, historia, reglamentos y forma de funcionar. Consagraba el resto de su tiempo libre a anotar lo que había descubierto. Dos o tres días antes, inició una nueva fase en este estudio: empezó a hacer un test con un grupo mixto de indígenas, sin usar para ello los tests Rorschach normales a base de manchas de tinta ni el test de Apercepción temática, sino varios de su propia creación. Uno de estos tests, según explicó a Maud con su tono pedante y doctoral acostumbrado, consistía en presentar una carpeta con reproducciones eróticas occidentales a los indígenas, para estudiar sus reacciones. Este método no era desconocido para Maud quien, con Adley, había enseñado con frecuencia libros de imágenes de otra cultura o forma de vida a los indígenas de una cultura determinada, a fin de estimular la discusión. La idea de Orville, consistente en mostrar grabados y fotografías de tema erótico a los miembros de una sociedad de los Mares del Sur, notable por su libertad de costumbres sexuales, era un verdadero hallazgo.

Maud se dijo que no debía olvidar observarlo así en su carta a Macintosh.

Dejando aparte su trabajo profesional, Orville Pence considerado como ser social no se sentía tan a sus anchas como los restantes miembros del grupo. Exceptuando el aperitivo que tomaba todas las noches con Marc, apenas alternaba con sus restantes colegas. Su carácter de célibe recalcitrante, su talante altanero y su suficiencia, que Claire nunca dejaba de observar, imposibilitaban que fuese un observador sincero y ecuánime. Aunque su trabajo con los indígenas era verdaderamente útil, se mantenía apartado de ellos y Maud tenía la sensación de que no les tenía el menor afecto y de que ellos le pagaban en la misma moneda.

Pero al menos, se dijo Maud, Orville tenía el buen gusto y el suficiente dominio de sí mismo para no salirse de su papel de científico puro. Si sentía desagrado o disgusto, no lo mostraba en público y trataba de adaptar su conducta a las normas preestablecidas. Bajo este aspecto, su conducta era intachable y más correcta que la de Marc.

Maud dejó escapar un involuntario suspiro de tristeza en la solitaria habitación. Precisamente su Marc, su hijo Marc, instruido, experimentado, que sabía perfectamente cuáles eran sus deberes y sus derechos, tenía que ser él, de todo el equipo, quien hiciese labor derrotista. Tenía que hablar muy seriamente con él, desde luego.

Lanzó otro suspiro al inclinarse hacia delante, oprimir el botón de grabar y acercarse el micrófono a la boca para concluir su carta espontánea y amistosa al Dr. Walter Scott Macintosh…

Había llegado para Marc Hayden aquel momento con Tehura en el que había estado soñando durante casi todos los días y todas las noches. Su respiración se hizo jadeante al escuchar sus provocativas palabras y esperó que terminase de hablar, para hacer la acción decisiva.

Se encontraban ambos a gran altura sobre el poblado, en una solitaria arboleda protegida del sendero por una espesura de maleza y arbustos. El calor del mediodía los dominaba. Marc casi podía percibir con el olfato el deseo que se exhalaba de su propia carne y la sensualidad que desprendía el cuerpo de Tehura. El permanecía sentado a la moruna en la hierba, escuchando a la joven, y ésta estaba tendida a unos pasos de él, recostada sobre la espalda, con una pierna extendida y la otra doblada por la rodilla, con el resultado de que el breve faldellín de hierba quedaba tentadoramente alzado. Marc se preguntó si aquella postura sería deliberada, si ella conocía sus dotes de seducción femenina y el desesperado anhelo que lo dominaba, o si lo hacía con toda inocencia. No podía creer que ella no supiese el efecto que aquello le producía, no sólo aquel día, sino todos. Si lo supiese, el resultado final podría ser posible.

Su vista se fijó hipnotizada en su pecho. Tehura tenía un brazo doblado bajo la cabeza, para apoyarse en él sobre la hierba. El otro estaba libre y le servía para hacer fluidos ademanes al hablar de la vida social en Las Tres Sirenas de muchachas como ella. Cuando movía el brazo libre y el hombro para subrayar algunas de sus frases, sus senos se balanceaban a compás del brazo.

Exhausto por su deseo contenido, Marc se tapaba los ojos y asentía con gestos lentos y pensativos, en una pose de profunda meditación doctoral. No quería que ella le viese los ojos. Todavía no.

Trató de no oír lo que ella decía, para recordar el camino que lo había conducido tan cerca del momento culminante. La familiaridad engendra tentativa, se dijo, felicitándose por la ingeniosa frase. Llevaba dos semanas viéndola con regularidad todos los días. Casi siempre subían a pasar un par de horas en aquella arboleda. El empezaba con algunas preguntas que traía preparadas, a las que ella contestaba con sorprendente franqueza y candor.

A veces iban a pasear por los bosques, enfrascados en su conversación, y uno de tales paseos les ocupó toda una tarde. Por dos veces, ella lo invitó a frugales colaciones, que preparó en el fogón de tierra. En una ocasión, él la acompañó a buscar comida al almacén de la comunidad y, como un escolar que llevase los libros de su amiguita, llevó su ración de ñame y frutos del árbol del pan a su cabaña.

En su presencia, representaba un papel que había creado para enmascarar su verdadera personalidad. Lo representaba con la pasión sostenida de un gran actor que encarnase a Hamlet la noche de un estreno. Cuando no escuchaba se metía en el papel de aquel Marc Hayden de su propio cuño. Y siempre que se le presentaba ocasión, trataba de llamar la atención de la joven hacia aquel personaje imaginario.

Afortunadamente, si bien se sentía obligado a hacerle preguntas acerca de sí misma y de su vida en Las Sirenas, ella demostraba mayor interés por la vida de Marc en aquella singular, fantástica y distante tierra de California, en la que él se proyectaba como una figura mítica de importancia nacional y poder inmenso. Como Tehura nunca había estado allí, no podía contradecirlo. Desde luego, su visión del hombre norteamericano estaba adulterada en parte a causa de lo que le había contado el cretino de Courtney, pero en aquellos quince días Marc se esforzó por corregir la visión que aquél había dado de su medio ambiente. Marc creía que sus esfuerzos se hallaban coronados por el éxito, o iban en camino de estarlo, porque Tehura era joven, poseía una imaginación volcánica y deseaba creer en cuentos de hadas… y también porque, de una manera sutil, había conseguido socavar la autoridad de Courtney.

Marc intentó señalar, del modo más discreto posible, que las opiniones que sustentaba Courtney no eran corrientes, porque su autor tampoco era un tipo corriente. Además, ¿por qué había huido Courtney de un país en el que millones de seres vivían contentos y felices? ¿Qué le llevó a desterrarse de su propio pueblo? ¿Y por qué mencionaba tantas lacras espirituales? Courtney era un fracasado, un don nadie, afable, atractivo, pero derrotado, y había tenido que huir de su patria. Por lo tanto, sus palabras reflejaban su amargura personal y no la verdad diáfana y transparente. Marc nunca se refirió a Courtney en estos términos; por el contrario, fingía sentir afecto y piedad por él, que a fin de cuentas era su compatriota, pero esa era la impresión que se esforzó por inculcar en Tehura.

La personalidad imaginaria que se atribuyó, era de un carácter más afirmativo. Explicó a la joven polinesia que los hombres de ciencia eran la verdadera aristocracia de Occidente, y que él era un hombre de ciencia de talla muy notable. A causa de la debilidad que demostró una vez Tehura por los aspectos materiales de la vida, Marc se pintó a sí mismo y la posición que ocupaba en Norteamérica en términos puramente materiales. Se refirió a la gran universidad que regentaba, y a los estudiantes y solicitantes que bebían afanosamente sus sabias y doctas palabras y corrían a cumplir sus órdenes. Habló de la mansión junto al mar, donde vivía con su familia, con servidores y mágicos aparatos que atendían todas sus necesidades. Habló de sus automóviles, sus aviones, sus barcos. Habló de las mujeres que habían desfallecido de amor por él y que aún lo perseguían, y de como entre todas ellas se decidió coronar a Claire con ademán augusto. Gracias a su varita mágica, ella gozó de una vida cómoda y lujosa. Mencionó el mobiliario que le había regalado, su espléndido lecho, su cocina en la que no faltaba nada, su fastuoso guardarropa, sus joyas, sus derechos inalienables: él la había creado y él tenía el mana de hacerla desaparecer, si lo deseaba. Bastaba una sola palabra suya para que cualquier mujer de la tierra se sintiese muy dichosa por haber sido elegida para compartir su elevado trono.

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