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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (54 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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—Lo siento muchísimo, Tom. Fue una pena que esto ocurriese.

Se sentía más a sus anchas con él, con mayor familiaridad, después de conocer aquel triste tropiezo, que él mismo había revelado.

—Desde luego, yo debiera haberlo evitado, pero no lo hice.

—Es lo de siempre… Basta una mujer mala para que todas lo parezcan y para convertir un hombre en un amargado.

—No es eso. La cosa no termina ahí. Después de aquel escarmiento, que en realidad es algo bastante corriente, pero que contribuyó a reforzar la opinión de la vida que me había formado en casa de mis padres, haciéndome desconfiar de todos mis semejantes, me concentré más que nunca en mi labor profesional. En poco tiempo, conseguí que me nombrasen socio de la empresa, que entonces pasó a llamarse Sellers, Woolf y Courtney.

Pero empezó a producirse un curioso desplazamiento en mi trabajo. Hasta entonces, me había ocupado principalmente de asuntos fiscales y de la renta, asesorando sociedades, etc. Hasta que poco a poco empecé a ocuparme de casos de divorcio, que mis asociados tenían en estudio. Así me convertí en especialista de aquellas cuestiones, viendo centenares de litigios y pronto me concentré totalmente en esta especialidad jurídica. Viendo las cosas con la debida perspectiva, ahora comprendo por qué lo hice. En realidad, deseaba reunir pruebas de primera mano que corroborasen mis propias ideas acerca de las mujeres y el matrimonio en general. Me negaba a ver su lado bueno… formado por los matrimonios sanos y felices, pues eso hubiera hecho que me sintiese como la excepción, el fracasado. Metiéndome hasta el cuello en aquel mundo de desavenencias conyugales, no puede usted imaginarse la pena que dan los hombres y mujeres que acuden a solicitar el divorcio, la hostilidad, el odio, la ruindad y el veneno que destilan, formando parte integrante de aquel mundo, imaginándome que esto era lo normal, traté de hallar una justificación a mi recalcitrante celibato. En realidad, tenía una visión falseada y mezquina de las cosas. No puede usted suponer qué imagen tan falsa de la vida puede uno formarse metido en aquel mundo de litigios y pleitos, de pensiones que pasa uno de los dos cónyuges al otro, de reparto de bienes, de niños confiados en custodia, de demandas y más demandas, de pleitos y más pleitos de divorcio. Uno termina por decirse que no se puede confiar en ninguna mujer, que todas son falsas o neuróticas, y los hombres lo mismo, y al diablo todos. ¿Me comprende?

—¿Y aún sigue pensando lo mismo? —preguntó Claire.

Courtney reflexionó por un momento.

—No —repuso—. No creo.

Se sumió nuevamente en hondas reflexiones, muy ensimismado, mientras encendía la pipa con ademán ausente.

—De todos modos —dijo por último, volviendo la cabeza hacia Claire—, llegué a estar tan por encima de las personas que me visitaban todos los días, y que siempre me contaban los mismos hechos, monótonos y lamentables, y me causó tal repugnancia aquel mundo de embrollos y ruindades, que un día examiné mi cuenta del banco, vi que tenía bastante, y me marché, abandonando la sociedad. Cada seis meses uno de mis antiguos socios me escribe, para preguntarme si he vuelto a mis cabales, si estoy dispuesto a enterrarme de nuevo entre aquellas oscuras paredes verdes y los montones de legajos, pero yo siempre le contesto con una negativa. Últimamente ya no me escribe tanto.

—¿Vino inmediatamente aquí, cuando abandonó su trabajo?

—Primero fui a Carmel, en California, con la idea de descansar, meditar y escribir la biografía de Rufus Choate, bajo el punto de vista de un abogado. Este extraordinario personaje histórico me interesaba ya cuando iba a la escuela y guardaba montones de notas sobre él… pero no estaba con ánimos para trabajar. Además, en Carmel encontré la misma clase de personas que tanto conocía de Chicago, y esto me hizo pensar que aún tenía que ir más lejos. Por último me fui a San Francisco, me uní a un grupo que iba a recorrer el Pacífico y embarqué en el vapor Mariposa para Sidney.

Cuando tocamos Tahití para bajar a tierra, yo fui el único que se entusiasmó con la isla. Los demás pasajeros esperaban mucho y yo no esperaba nada, con el resultado de que ambos nos llevamos un chasco. Ellos se quedaron decepcionados ante el ambiente chillón, turístico y comercial. A mí me llenó de júbilo descubrir el primer lugar de la tierra donde uno podía sentirse lleno de… languidez… mientras todas las toxinas me iban abandonando. Allí era posible tenderse al sol y dejar que el mundo se fuese al infierno. Así, cuando el Manposa levó anclas, yo me quedé allí… Y aquí tiene usted toda la historia de Courtney, sin quitarle ni añadirle nada. ¿La dejamos por el momento?

Claire, que apenas se había movido durante todo aquel tiempo, hizo una débil protesta:

—No estoy de acuerdo —dijo—. Eso no es toda la historia. Hemos dejado al protagonista tumbado al sol en Tahití, entregado a la vida cómoda e indolente. Pero durante los últimos tres o cuatro años ha estado en Las Tres Sirenas, no en Tahití. ¿Pretende usted escamotearme ese período de tiempo?

—Tiene usted razón, pero no pretendo escamotearle nada, permanecí en Papeete varios meses, sin hacer nada y bebiendo como una cuba. Cuando uno se aficiona a la bebida, no tarda en encontrar amigos, y a veces muy buenos. Uno de éstos fue el capitán Ollie Rasmussen. Bebíamos juntos y entre nosotros nació una estrecha amistad. Aquel viejo borracho cínico y gruñón me gustaba, y él sentía simpatía por mí. Llegué a conocer muy bien su vida, excepto lo que se refería a su trabajo, que por otra parte no me interesaba. Lo único que yo sabía era que cada quince días se iba en busca de mercancías de importación. Se produjo una de sus ausencias y yo esperé que volviese durante un par de días. Al ver que no aparecía, y cuando ya había transcurrido toda una semana, empecé a sentirme preocupado por él.

Cuando ya empezaba a efectuar indagaciones su esposa me mandó un mensaje desde Moorea. En él me decía que Ollie estaba enfermo y que deseaba verme enseguida. Yo acudí corriendo en la lancha. Encontré al capitán en la cama, débil y demacrado. Supe que había contraído una pulmonía hacía un par de semanas. Al propio tiempo, su ayudante Dick Hapai se había producido un profundo corte en un pie, que se le infectó, y aún seguía en el hospital. Como resultado de ello el capitán no había podido efectuar sus dos últimos viajes, lo cual quería decir que llevaba casi un mes, por lo menos, sin poder visitar a los isleños con los que comerciaba. Mientras él hablaba, no hacía más que mirarme y de pronto me tomó la muñeca y me dijo: ¿Tom, quiero pedirte una cosa.?

Courtney se interrumpió, evocando la escena en su interior, y tiró las cenizas de su pipa en un cenicero de coco. Escrutó las facciones atentas de Claire y prosiguió su relato.

—Lo que el capitán Rasmussen quería pedirme era si aún me acordaba de pilotar un avión. Sabía que había pilotado un caza sobre el Yalu. Yo le dije que aún me sentía capaz de ello. Luego me hizo otra pregunta. ¿Sabría pilotar su Vought-Sikorsky? Yo respondí que probablemente podría hacerlo, con tal de que antes me explicase su manejo. Eso no sería problema, dijo el capitán. Aún se sintió demasiado débil para empuñar los mandos, pero si yo le ayudaba podría acompañarme para explicármelo. Yo acepté, pero me extrañaba tanta prisa por partir en el hidroavión. ¿No podía esperar a encontrarse bien y en disposición de empuñar nuevamente los mandos? Aquél fue el momento decisivo de nuestras relaciones. El quería saber si podía confiarme un secreto. Aquel secreto ponía en juego no solamente su honor, sino su medio de vida. Apenas esperó a que le contestara. Sabía perfectamente que podía confiar en mí. ¿Muy bien, Tom —me dijo—, voy a contarte algo sobre un sitio del que nunca has oído hablar… que ni siquiera mi mujer conoce… un sitio que se llama Las Tres Sirenas. Durante dos horas me lo refirió todo, sin olvidar ni una coma. Yo escuchaba maravillado aquel relato, sintiéndome como un muchacho a los pies de Estrabón o Marco Polo. ¿No fue eso lo que usted experimentó al leer la carta del profesor Easterday?

—No estoy muy segura de cuales fueron mis sentimientos —contestó Claire—. Parecía demasiado maravilloso para ser realidad. Tal vez se debiese a lo lejos que estaba la Polinesia. Me parecía algo fantástico.

—Pues yo estaba más cerca y, expuesto en el lenguaje prosaico y vulgar de Ollie Rasmussen, parecía completamente real —observó Courtney—. Después de hablarme de Las Sirenas, me dijo que la última vez que vio a Paoti, el anciano jefe tenía miedo de que se produjese la primera epidemia en la historia de la isla. El capitán le prometió regresar con los medicamentos necesarios. A la sazón, llevaba ya más de un mes de retraso y no quería esperar más tiempo. Alguien tenía que pilotar su avión hasta Las Sirenas. El resultado de todo aquello fue que dos días después, yo me hallaba a los mandos del aparato, con Ollie Rasmussen macilento y debilitado, en el asiento contiguo. Efectué el vuelo y el aterrizaje sin dificultades. Mi inesperada aparición fue acogida con cierta hostilidad en Las Sirenas. Cuando Ollie explicó quién era yo y qué había hecho, Paoti se dio por satisfecho, me invitaron a una fiesta y me dieron la bienvenida como a un bienhechor.

Durante los meses siguientes reemplacé a Hapai y acompañé a Ollie en todos los vuelos que efectuó a Las Sirenas. Los isleños terminaron por aceptar mi presencia, como la del propio capitán. Aquellas visitas empezaron a producirme un curioso efecto, al encontrar allí la antítesis misma de lo que más aborrecía del mundo civilizado. Y si bien Tahití, con su vino y sus vahínes, constituyó un escape, mi antigua amargura y sensación de agotamiento aún no me habían abandonado. Las Tres Sirenas produjeron en mí el efecto de un sedante, jubiloso y apaciguador. En el curso de una visita, pedí a Ollie que me dejase permanecer allí hasta que él volviese. A su regreso, encontró que ya había renunciado a mis ropas y a otras inhibiciones.

No tenía el menor deseo de volver a Papeete, ni siquiera para recoger mis pertenencias. La verdad es que no regresé. El capitán me trajo mis escasos efectos personales. Poco después, pasé la ceremonia de iniciación a la tribu.

Me asignaron una cabaña. A causa de mi cultura, consideraban que poseía mana. Salvo alguna que otra escapada a Tahití, para comprar libros y tabaco, no me he movido de aquí desde entonces. —Hizo una pausa y dirigió una sonrisa de disculpa a Claire—. Su presencia ha sido muy efectiva. Hacía años que no exponía una autobiografía tan detallada a nadie.

—Me siento muy halagada —repuso Claire—. Sin embargo, no creo que haya sido completamente autobiográfico. Más bien creo que sólo me ha dicho lo que quería decirme, y nada más.

—Le he dicho lo que sé de mí mismo. En cuanto al resto, está siendo objeto de inventario y clasificación.

—Pero ¿se siente completamente satisfecho de vivir aquí? Hizo la pregunta con indiferencia, evitando herir su susceptibilidad.

—Todo lo satisfecho que se puede sentir un hombre. Sólo puedo decirle que espero con agrado el día siguiente, que siempre me trae algo bueno.

—Dicho de otro modo, no se propone usted volver a Chicago.

—¿A Chicago?

Courtney repitió la palabra como si la leyese escrita en la pared de un retrete.

Claire se dio cuenta de su mueca de asco y se sintió obligada a salir en defensa de su infancia, la época más entrañable de su vida.

—Pues no es tan mala ciudad —dijo—. Yo me divertía mucho en el Paseo Exterior, yendo a nadar al lago Michigan y subiendo al Loop los sábados. Aún me acuerdo de los paseos que daba a caballo por Lincoln Park. La verdad, yo…

—¿No dirá en serio que usted también nació en Chicago? —preguntó él, con la incredulidad pintada en el rostro.

—¿Y qué hay de raro en ello?

—No sé. La verdad, no lo parece. Yo hubiera dicho que provenía de California.

—Eso se debe a que he vivido más tiempo allí. Viví en Chicago sólo hasta los doce años, cuando mi padre fue… cuando murió en un accidente.

Me llevaba a paseo en coche por todas partes. Era una época maravillosa.

El era muy popular en el palco de la prensa del campo Wrigley y también en el Campo del Soldado…

—¿Acaso era crítico deportivo?

—Sí. Se llamaba Emerson. No sé si usted…

Courtney se dio una palmada en la rodilla.

—¡Las críticas deportivas de Alex Emerson! ¿Con que era su padre?

—Exactamente. —Claire… es extraordinario… me parece increíble estar sentado aquí con usted, en esta choza tropical, hablando de Alex Emerson. El me formó. Mientras los demás muchachos leían Tom Swift, Huck Finn y Elmer Zilch, yo devoraba los grandes filósofos: Grantlan Rice, Warren Brown y Alex Emerson. Jamás olvidaré su reseña del combate, creo que se celebró en 1937, en que Joe Louis noqueó a James J. Braddock en el octavo asalto.

—Courtney la miró—. ¿Cuántos años tenía usted entonces?

—Sólo tenía tres semanas —repuso Claire.

—¿Y dice que su padre falleció cuando usted tenía doce años?

Claire asintió.

—Siempre lo he echado de menos… sus modales lánguidos… su risa franca…

—Y después, ¿qué fue de usted?

—Teníamos unos parientes en California… en Oakland y en Los Ángeles. Mi madre me llevó con los parientes de Oakland y vivimos con ellos.

Cuando yo tenía catorce años, mamá volvió a casarse, esta vez con un militar, un coronel destinado en el Presidio. Era un hombre que aplicaba sus ideas militares a la vida de familia. A mí me guardaba tan celosamente como si fuese una virgen vestal. Aquella vida recluida continuó hasta el día en que salí de la escuela superior. Mi padrastro quería que ingresase en la universidad de California, que como usted sabe se encuentra en Berkeley, para que pudiera seguir bajo su vigilante tutela. Pero yo me rebelé y alcanzamos una solución intermedia. Me permitían vivir con mis parientes en Los Ángeles e ir a estudiar a la universidad de California de Westwood.

No puede usted imaginarse el júbilo que me produjo verme libre de la tutela del coronel. Pero no resultó fácil. Yo sólo he conocido la vida a través de los libros. Para mí fue una experiencia muy amarga ver que a veces la ficción no concuerda con la realidad.

—¿Cuándo se conocieron, usted y su marido?

—Ya había terminado mis estudios y quería seguir los pasos de mi padre, dedicándome al periodismo. Conseguí finalmente obtener un empleo de taquígrafa en un periódico de Santa Mónica. Escribí docenas de artículos y conseguí publicar algunos. Empezaron a encargarme reportajes, casi siempre entrevistas con personajes que ofrecían cierto interés humano. Fue entonces cuando la imponente doctora Maud Hayden vino a dar una conferencia y yo recibí la misión de hacerle una entrevista. Ella estaba muy ocupada pero su hijo se ofreció a hablar en su lugar. Así fue como Marc y yo nos conocimos. Yo me sentía terriblemente intimidada. En primer lugar, tenga usted en cuenta que se trataba del hijo de Maud Hayden, y etnólogo por añadidura. Además, tenía diez años más que yo, parecía un hombre de mundo, pero afable y reposado. Supongo que debió de encontrarme muy ingenua… con muy poco mundo y, sin duda, esto le gustó. Sea como sea, poco tiempo después volvió a presentarse en Los Ángeles y me llamó por teléfono, para pedirme si quería salir con él. Y así fue como empezó todo. Nos vimos con asiduidad durante largo tiempo. Poco a poco, Marc se fue acostumbrando a la idea del matrimonio, hasta que finalmente, se decidió. Dentro de quince días, hará dos años que soy Ms. Hayden. —Extendió las manos con las palmas hacia arriba—. Ahí tiene usted. Ya sabe todo de mí.

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