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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (53 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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—Es fantástico. Nunca había oído nada semejante.

—Pues lo veremos, ya que estamos aquí. Oviri me dijo también que las fiestas empiezan con las danzas rituales que se celebran la primera noche y que tienen por fin crear una atmósfera de… júbilo y libertad. Esto es lo que les vi ensayar hace una hora. Cuando Oviri me dejó para ir a ensayar con su grupo, había algunos nuevos que aún tenían que aprender los pasos, yo me quedé allí sentada a un lado, bastante impresionada por lo que había oído, pero solitaria, como te digo, y sin que nadie me hiciese compañía.

Cuando empezaron a bailar, ya no pude quitarles la vista de encima. Tengo algunas nociones de baile, pero, chica, te aseguro que nunca he visto nada parecido. Lo nuestro es un juego de niños, la exhibición de unas patosas.

Ensayaban la danza de la fecundidad. Había una línea de hombres frente a otra línea de mujeres… todo estaba sincronizado y previsto… una pareja de músicos empezaron a tocar la flauta y un tambor de madera… y las mujeres se pusieron a dar palmadas y a cantar, echando la cabeza muy hacia atrás y adelantando pecho y vientre, mientras todos sus músculos se movían con frenesí. Los hombres, entretanto, hacían girar las caderas… era algo estremecedor. Me sorprende que no terminasen en una orgía. Yo debía de mostrarme muy impresionada, pues sin duda lo miraba con los ojos muy abiertos y dando palmadas en las caderas, porque Oviri se me acercó y me tendió la mano. La verdad, yo ni por asomo había pensado ponerme a bailar con ellos… a mi edad… y además llevo muchos años sin practicar la danza… pero el ritmo se me contagió y empecé a contonearme como ellos hacían. A los pocos minutos hicieron una pausa, gracias a Dios, porque yo ya tenía la boca reseca, me dolían los brazos y las piernas y estaba a punto de desmayarme. Nos dieron de beber, un líquido lechoso hecho de hierbas, Oviri nos explicó el número siguiente y yo no pensaba participar, pero sin saber cómo, me encontré preparada y dispuesta a intervenir. Todos formamos un círculo y empezamos a patear y dar vueltas, yendo adelante y atrás, yo capté el ritmo y… en fin, fue de locura. Me alegro de que Cyrus y mis amigas no pudiesen verlo, pues debía de dar un espectáculo. Se apoderó de mí tal frenesí, estaba completamente empapada de sudor, que sentí envidia de aquellas mujeres indígenas, que sólo llevaban sus falditas de hierba. Por suerte, no perdí del todo la cabeza, pero tiré de un puntapié mis zapatillas de ballet y, sin dejar de girar y contorsionarme, saqué los faldones de la blusa, traté de desabrocharla y finalmente los arranqué, hasta quedarme sólo en sostenes y falda, como una loca. Tengo mucha retentiva y aprendí enseguida los pasos. Te aseguro que hace años que no me sentía tan libre, sin que nada me importe la opinión ajena, ni siquiera la mía propia… sólo me importaba el baile. Y cuando terminó, ya no estaba cansada ni afligida.

¿No te parece extraordinario? Parece que yo les gusté mucho, y ellos también me gustan mucho a mí. He prometido a Oviri asistir a los ensayos todos los días. Desde luego, tengo que tomar notas para Maud… conviene que lo sepa. Ahora te voy a decir algo muy curioso. Ese baile frenético sólo es para la gente joven. Al menos, entre nosotros lo sería. Las mujeres casadas de mi edad y que tienen un hijo que hace el preuniversitario, no bailan como la joven Zelda Fitzgerald o Isadora Duncan. Pero tienes que saber que cuando me iba, hice acopio de valor y le pregunté a Oviri cuántos años tenía. Resulta que es mayor que yo… tiene cuarenta y dos años.. Te imaginas Creo que se conserva así por la danza. Y también por la suelta anual.

Ya querría que fuese mañana.

Al escuchar a Lisa Hackfeld y verla tan entusiasmada, Harriet estuvo muy contenta por ella. Como de costumbre, la felicidad ajena era lo que más anhelaba. Casi había olvidado su reciente aflicción pero entonces al imaginarse aquellas danzas rituales le pareció ver al pobre Uata participando en ellas. Qué abandonado debía de estar, pese a encontrarse tan lleno de vida…

Aquello le recordó su deber y se detuvo, al percatarse de que habían dejado atrás la cabaña de Maud.

—Parece algo sensacional, Lisa —dijo—. Un día tienes que acompañarme a verlo… Escucha, casi lo había olvidado, pero tengo que ver a Maud para hablarle de algo muy importante. Me disculpas, ¿verdad?

—No faltaba más. Perdona la tabarra que te he dado.

Se habían distanciado unos pasos cuando Lisa se acordó de lo que imponía la buena crianza.

—¿Y tú, Harriet? ¿Cómo has pasado el día?

—Como tú, he asistido a un baile, a un baile en verdad magnífico. Sabía que Lisa no captaría su tono irónico y si lo captaba no lo entendería.

Eran un poco más de las cuatro de la tarde —hora que, cuando estaba en Norteamérica, era siempre el purgatorio del día, cuando lamentaba lo que había hecho o lo que había dejado de hacer hasta aquel momento, cuando se insinuaba la proximidad de la noche con todas sus decepciones— Claire Hayden se alegraba de hallarse ocupada en aquellos momentos.

Como no tendría su mesa lista hasta el día siguiente, se sentó ante la de Maud, terminó de mecanografiar la tercera carta, sacó la hoja de la máquina y preparó la siguiente, con papel carbón y una copia. Antes de irse a ver a Paoti, Maud le dictó siete cartas para sendos colegas de Estados Unidos e Inglaterra, breves pero sustanciosas, pues insinuaban la posibilidad que encerraba el estudio que estaban realizando.

Las cartas de Maud eran muy meditadas y había medido todas y cada una de sus palabras para que provocasen comentarios y cábalas favorables en el mundillo etnológico. El Dr. Fulano de Tal abriría su carta en Dallas lisonjeado al recibir una misiva de la legendaria Maud Hayden, lleno de curiosidad por la "isla secreta" desde la cual le escribía, y terminaría diciendo a otros colegas: "¿Sabes quién me escribió la semana pasada, Jim? Maud… Maud Hayden… la vieja luchadora está en los Mares del Sur en una especie de expedición secreta de gran magnitud… para que todos sepamos que aún sigue existiendo y actuando, y que hay que contar con ella". Preparando así el terreno, Maud crearía la atmósfera apropiada para su teatral aparición ante la Liga Antropológica Americana en octubre de aquel año, para leer la comunicación con los resultados de su estudio. De este modo daría armas al Dr. Walter Scott Macintosh, nuevas armas para que la apoyase. De paso, anularía la amenaza que representaba el Dr. David Rogerson. Y así, se abriría ante ella el ambicionado puesto de directora de Culture. Su hija política sabía que, de aquel día en adelante, las teclas de la máquina de escribir ya no iban a permanecer inactivas.

Satisfecha de ayudarla a conquistar aquel puesto y ganar aquel merecido ascenso, que por ende conferiría a Marc una situación mejor y les permitiría tener casa propia, por primera vez desde que estaban casados —aunque en aquel día particular Claire no estaba tan segura de desearlo— introdujo las hojas en blanco en la máquina y las arrolló al cilindro.

Cuando se inclinaba para leer sus notas taquigráficas, la puerta se abrió de pronto y una oleada de sol la envolvió y cegó momentáneamente.

Se tapó los ojos con la mano, oyó cerrarse la puerta, los descubrió y vio que había entrado Tom Courtney, muy agradable y atractivo con su camisa de manga corta y pantalones azules.

Denotó sorpresa al ver a Claire allí.

—Hola… —dijo.

—Hola, ¿qué tal?

—Yo… esperaba encontrar aquí a Maud.

—Está con el jefe. —Cambió inmediatamente de parecer y comprobó que no tenía ganas de trabajar. Deseaba compañía—. Volverá de un momento a otro —se apresuró a añadir—: ¿Por qué no se sienta?

—Gracias, pero veo que está muy ocupada…

—Hoy ya he terminado.

—Muy bien pues. —Se dirigió al banco, sacando la pipa y la bolsa del tabaco del bolsillo trasero del pantalón y, sentándose empezó a llenar la cazoleta de la pipa—. Discúlpeme por haber entrado sin llamar. Pero es que aquí nadie se anda con cumplidos. Poco a poco, uno se olvida de… los buenos modales que ha aprendido en América.

Ella le miró mientras acercaba el encendedor a la pipa y se preguntó qué debía de pensar de ella… si es que pensaba algo. Salvo su esposo y su médico, ningún otro hombre blanco, exceptuando aquel extraño, la había visto medio desvestida. ¿Qué debió de pensar?

Se volvió en la silla de cara a él, bajándose la falda. Courtney, que ya echaba bocanadas de humo, la miró, sonrió con expresión pícara y cruzó sus largas piernas.

—Bien, Ms. Hayden… —empezó a decir.

—Le cambio Claire por Tom —dijo ella—. Llámeme Claire. En realidad, usted me conoce casi tan íntimamente como mi marido.

—¿Qué quiere usted decir?

—Temo haber dado un espectáculo anoche. "Señoras y señores, pasen y vean la nueva reina del strip-tease de Las Tres Sirenas."

El mostró una expresión algo preocupada.

—¿De veras la inquieta eso?

—A mí, no. A mi marido, sí. —En aquel día particular no le importaba mostrarse desleal con Marc—. Cree que este sitio es un mal ejemplo para mí.

Pronunció estas últimas palabras con volubilidad, pero la respuesta de Courtney estaba desprovista de humor.

—Tenía que hacerse, y usted era la más indicada para ello —dijo—. En mi opinión, lo hizo con mucha dignidad. Produjo un efecto magnífico en Paoti y los demás indígenas.

—Menos mal —comentó ella—. Tendrá que escribir usted una declaración jurada para mi marido.

—Los maridos son muy especiales —observó Courtney—. Suelen ser muy exclusivistas y suspicaces.

—¿Cómo lo sabe usted? ¿Ha sido marido, acaso?

—Casi. Pero en realidad, no. —Dio varias chupadas a la pipa—. El conocimiento que tengo de esta curiosa especie humana no es directo —dijo, hablando lentamente como si se dirigiese a la pipa. Levantó la mirada—.

Era abogado especializado en divorcios.

—Sellers, Woolf y Courtney, abogados, Chicago, Illinois. Estudió en las universidades del Noroeste y Chicago. Estuvo con la aviación militar en Corea en 1952. Partió hacia Las Sirenas en 1957.

El parpadeó muy sorprendido, como si aquello lo pillase de improviso.

—¿De dónde dijo que venía…? ¿Del 221 de Baker Street? (Casa donde Conan Doyle situó la residencia de Sherlock Holmes. (N. del T.)

—No tiene nada de misterioso —contestó Claire—. Maud hace siempre las cosas a conciencia y efectúa averiguaciones a fondo sobre Daniel Wright, Esquire, sin olvidar tampoco a Thomas Courtney, Esquire.

El asintió.

—Comprendo. Ahora es imposible guardar ningún secreto. Incluso el sujeto más gris y anodino debe de tener su ficha en alguna parte. Tiene usted que saber, Ms…, ¿de veras puedo llamarla Claire?, pues muy bien, Claire, tiene usted que saber que a veces, cuando trabajaba en aquel bufete, preparando expedientes de divorcio, me sorprendía lo mucho que podía llegar a saber de una persona, sin necesidad de conocerla personalmente. Por ejemplo, acudía a nosotros un individuo para que le tramitásemos una solicitud de divorcio y, a pesar de que yo no conocía a su esposa, lo sabía todo sobre ella… y probablemente con precisión… gracias a papeles, documentos… recibos de la contribución, papeles del Monte de Piedad, estados de situación, recortes, es decir, cosas así, además de lo que me contaba el marido. Por lo tanto, no me sorprende ver que mi vida también es un libro abierto.

A Claire le gustaba aquel hombre. Le gustaba su cortesía y su inteligencia. Y también su amabilidad. Hubiera deseado saber más cosas sobre él, muchas cosas.

—Usted no es como un libro abierto —observó—. Nuestros informes nos dicen cuándo se fue de Chicago. Pero no nos dicen por qué se fue… ni por qué se estableció allí… ni por qué causa residió tanto tiempo en esa ciudad. Aunque supongo que todo eso no me concierne…

—En realidad, no tengo secretos. Es decir, ahora ya no. Lo que ocurre es que soy tímido y no creo que a nadie le interesen mis… digamos motivos.

—Muy bien, pues. A mí sí me interesan. Le adopto como mi informante clave. Estoy escribiendo un ensayo etnológico sobre abogados especializados en divorcios y su sociedad.

Courtney rió de buena gana.

—No es tan dramático como usted supone.

—Déjeme juzgar por mí misma. Un día está usted disparando contra los MIG sobre Corea y el siguiente forma parte de una razón social de abogados importantes y encopetados. Y luego, de la noche a la mañana, se destierra voluntariamente a una isla desconocida de los Mares del Sur. ¿Es normal eso, entre los abogados que se dedican a tramitar divorcios?

—Entre aquellos que han llegado a perder la fe en el prójimo, sí.

—¿En el prójimo? ¿Quiere usted decir el resto de la humanidad?

—En realidad, me refiero a las mujeres. Dicho así, de buenas a primeras, parece una niñería. Sin embargo, lo digo muy en serio.

—Basándome en las pruebas que poseo, me refiero a Tehura y en lo que dijo anoche, yo más bien diría que usted no tiene nada de misógino.

—Hablo en pasado. En los últimos tiempos de mi estancia en Chicago, era un misógino convencido. Las Tres Sirenas me reformaron, dándome una perspectiva más exacta de las cosas.

—Bueno, pero ahora que ya está curado, ¿por qué no se vuelve a casita?

El vaciló.

—Me he acostumbrado a vivir aquí. Este sitio me gusta. Es una vida fácil, con muy pocas exigencias… puedo tener toda la soledad o toda la compañía que desee. Trabajo, tengo mis libros…

—Y sus mujeres.

—Sí, eso también. —Se encogió de hombros—. Resultado, que me quedo.

Ella lo miró de hito en hito.

—¿Y eso es todo?

—Puede haber otros motivos —repuso él, despacio. Después sonrió—.

Dejemos algo en reserva, para que así tenga una excusa para hablar de nuevo con usted.

—Como usted quiera.

El se enderezó en su asiento.

—¿Quiere saber por qué me fui de Chicago? No me importa decírselo. En realidad, me gustar hacerlo. Nuestras actitudes y prejuicios suelen formarse muy temprano. Así ocurrió con mi actitud hacia las mujeres y el matrimonio. El de mis padres fue un fracaso. Vivían bajo el mismo techo, pero era como si ocupasen dos casas distintas. Cuando se encontraban en una habitación, era como si se encontrasen dos gallos de pelea en un pozo.

Por lo tanto, es natural que yo creciera convencido de que el matrimonio no es lo que se llama un paraíso. Y cuando resulta que, además, quien lleva los pantalones es la madre, la prevención se hace aún más arraigada. Llegué a pensar que Disraeli tenía razón, cuando dijo que todas las mujeres deberían casarse… pero los hombres, no. Yo pasaba mucho tiempo con chicas compañeras de estudios, y después también, pero siempre con mucho cuidado. Hasta que a finales de 1951 encontré una que redujo a la nada mis defensas y nos prometimos formalmente. Fue entonces cuando me fui a Corea. Nos juramos amor eterno, fidelidad, que nos esperaríamos. Ella, desde luego, me esperaba a mi regreso. Nos casamos. Pero una vez celebrada la ceremonia, descubrí que me había engañado con otro, antes de casarnos. En realidad, yo le importaba un bledo. Necesitaba un bobo, un imbécil cualquiera que pudiera dar un nombre legítimo al hijo que esperaba. Así que lo supe, comprendí hasta qué punto me había tomado el pelo. El resultado fue que la abandoné y solicité la anulación del matrimonio. Por eso le dije antes que no tengo un conocimiento directo del papel de marido, y ahora lo sostengo, porque no llegué a considerarme casado.

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