La isla de las tres sirenas (57 page)

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Authors: Irving Wallace

BOOK: La isla de las tres sirenas
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Se interrumpió y su mirada se dirigió a Courtney y Claire. Como si deseara poner fin a una conversación desagradable, asió los bordes de la mesa y retiró ruidosamente las sillas.

—Qué demonios, cada cual tiene su opinión. ¿Por qué yo no puedo tener la mía? No hablemos más de la cabaña de Auxilio Social. Digamos que es una curiosidad. Clasifiquémosla como más material para el libro de Matty. No es una sola cosa, sino toda la atmósfera de esta isla lo que yo encuentro repugnante.

—Marc —le dijo Claire—. Como etnólogo…

—Querida, sé perfectamente lo que pienso como etnólogo. Pero es que además resulta que soy también un ser humano, normal y civilizado, y como tal, repito, la atmósfera de esta isla me parece repugnante. Está muy bien estudiar de manera científica las instituciones y los individuos de la isla, andar entre esos sujetos con compases y la caja de pigmentación, para tratarlos como si fuesen conejillos de Indias que nos facilitan datos. Santo y bueno, pero es que además se trata de personas, o de seres que parecen personas y actúan como tales, pero cuando trato de hallar algún nexo entre ellos y nosotros, la verdad es que me resulta imposible hallarlo. Las normas sociales de esta gente son deplorables. Sencillamente, no pueden aceptarse bajo ninguna norma ética. —Hizo una pausa, dispuesto a defenderse ante su esposa—.

Sí, sé que esto es un juicio muy duro y que a Matty se le pondrían los pelos de punta, pero lo formulo. Te digo, Claire, que si realmente conocieses algunas de las depravadoras prácticas que se celebran en la cabaña de Auxilio Social…

Claire no pudo seguir aguantando aquel discurso en presencia de Courtney.

—Marc, lo sé todo. Mr. Courtney ha tenido la bondad de explicármelo en detalle.

Marc quedó boquiabierto y su mirada pasó lentamente de Claire a Courtney. Examinó por un momento al enemigo, mientras cerraba y apretaba las mandíbulas, y luego dijo con voz temblorosa:

—Y supongo que también trató de convencer a mi esposa de que todo esto es civilización.

Courtney permaneció apoyado en la pared.

—Así es, en efecto —contestó con voz tranquila.

—Somos un equipo de expertos en muchas ciencias —dijo Marc— y tenemos experiencia en el estudio de otras sociedades. Pues bien: puedo asegurarle que ésta es una de las más bajas en la escala del progreso que he conocido…

Claire inició un tímido ademán en dirección a su marido.

—Marc, por favor, no vayamos a…

—Déjame terminar la frase, si no te importa, Claire —prosiguió Marc con firmeza, volviéndose de nuevo a Courtney—. Quería decir que sólo llevo aquí dos días, pero dudo que pueda aprender mucho más en los cuarenta y dos restantes. ¿Qué tenemos en este lugar tan atrasado por todos conceptos? Un hatajo de mestizos analfabetos que circulan con faldas de hierba y suspensorios, adorando ídolos de piedra y con el espíritu lleno únicamente de supersticiones y escenas lujuriosas. ¿Y usted tiene la osadía de llamar a esto civilización?

—Sí —contestó Courtney.

Marc lo miró con expresión de exagerada conmiseración.

—Señor mío, lo dije antes y ahora lo repito… lleva usted demasiado tiempo fuera de Estados Unidos.

—¿Ah, sí? —dijo Courtney—. ¿Y usted considera Estados Unidos como una utopía?

—Comparado con esta isla, desde luego que sí. Sean cuales sean nuestras pequeñas faltas y defectos, hemos progresado, nos hemos ilustrado y refinado, mientras que aquí…

—Un momento, Dr. Hayden. Courtney se enderezó, hasta alcanzar toda su estatura.

—La verdad, no me gusta que alguien trate de sembrar la confusión en los valores morales de mi esposa… —prosiguió Marc, tratando de refrenar su ira.

—Un momento —insistió Courtney—. Déjeme hablar ante el tribunal. Usted ha venido aquí con un equipo de etnólogos para denunciar a esta sociedad en términos violentos, proclamando que es atrasada y poco civilizada si la comparamos con la sociedad progresista de la cual procede.

—Eso es, Mr. Courtney. Es mi privilegio como hombre, si no como antropólogo.

—Muy bien —dijo Courtney sin alzar la voz—. Invirtamos la oración por pasiva y supongamos que la sociedad de Las Sirenas está en su lugar y usted en el suyo. Supongamos que un equipo de expertos de Las Tres Sirenas cruzan el Pacífico en un barco de vela con objeto de estudiar una sociedad extraordinaria de cuya existencia se han enterado… una tribu compuesta por unos indígenas pertenecientes al grupo del Homo americanus. ¿Cuáles serían sus conclusiones definitivas?

Marc permanecía muy rígido, tamborileando con los dedos sobre la mesa. Orville Pence se mostraba interesado. Claire, afligida y avergonzada por los exabruptos de su esposo, abría y cerraba las manos con los ojos fijos en la esterilla del suelo.

—Los antropólogos polinesios dirían en su informe que la inmensa tribu norteamericana vivía repartida en muchas ciudades y pueblos… las ciudades eran sofocantes mausoleos de cemento, acero y vidrio, con la atmósfera emponzoñada por el humo, los gases, los olores de comida y el olor de los cuerpos sudorosos. En estas ciudades sin aire, sin sol, ruidosas y abarrotadas, los indígenas norteamericanos trabajaban durante largas horas en habitaciones confinadas y provistas de luz artificial, afanándose en constante temor de los que estaban por encima suyo y recelosos de los que estaban por debajo.

De vez en cuando, los indígenas abandonaban su vida rutinaria para entregarse a guerras estúpidas e insensatas. Pese a que en los domingos les enseñaban a amar al prójimo y ofrecer la otra mejilla, se lanzaban sobre sus hermanos con armas explosivas para liquidarlos, destrozarlos y esclavizarlos. Cuando un hombre había dado muerte a muchos semejantes suyos, se le honraba colgándole un trocito de metal del pecho de su vestido.

La vida resultaba tan difícil para el Homo americanus, que para sobrevivir tenía que drogarse durante parte del día, ya fuese con alcohol que tomaba por vía interna y gracias al cual se embriagaba, o con cápsulas médicas que lo calmaban por medios antinaturales o le proporcionaban el olvido temporal.

La tribu estaba compuesta por gran diversidad de varones y hembras.

Algunas de éstas, ataviadas de negro, que habían hecho votos de castidad eterna y habían contraído esponsales con una divinidad de otros tiempos.

Había también jóvenes que ofrecían su cuerpo por diversas sumas de dinero al primer hombre que las telefonease. Otras mujeres, más viejas, pertenecían a grupos especiales llamados clubes, donde se pasaban la vida ayudando a los demás y descuidando a sus propias familias y cabañas. Había también hombres que habían hecho votos de castidad y que escuchaban sin ser vistos los pecados que otros les confesaban. Algunos hombres, que no habían hecho votos de castidad, se sentaban sin ocultarse para escuchar a sus pacientes, que en medio de grandes sufrimientos devanaban ante ellos recuerdos y sentimientos caóticos. Existían hombres que habían estudiado muchos años para conseguir poner en libertad a un asesino o enseñar al prójimo cómo se podía burlar el pago de los impuestos. Había hombres que hacían monigotes semejantes a los que dibujan los niños, pero que les reportaban millones, y otros que escribían libros que nadie entendía, pero se convertían en ídolos de las masas. Había hombres elegidos para gobernar a los demás, pero no por su sabiduría; sino por sus dotes oratorias, su talento para la intriga o su parecido a una paternal imagen universal.

Curiosa sociedad, aquélla, que sólo descansaba cada siete días, que celebraba una fiesta para todas las madres, una fiesta para Cupido y una fiesta del trabajo. Una sociedad que rendía culto a un rufián llamado Robín de los Bosques, a otro llamado Jesse James y a un tercero llamado Billy "The Kid", y que también rendía culto a las mujeres en razón del desarrollo de sus glándulas mamarias.

En aquella tribu medieval proliferaban las supersticiones. Se alzaban grandes edificios desprovistos del piso número trece. La gente evitaba pasar bajo las escaleras, consideraba aciaga la vista de un gato negro o verter la sal, o silbar en ciertas habitaciones. Durante una boda, el novio no solía ver a la novia durante todo el día anterior a la ceremonia.

Aquellos indígenas no permitían que se diese muerte a un toro en público. Pero aplaudían un espectáculo consistente en la lucha de dos hombres con los puños recubiertos de cuero, uno de los cuales derribaba al otro, lo lesionaba y a veces lo asesinaba, e igualmente disfrutaban con un deporte en el que veintidós adultos perseguían un balón de piel de cerdo, dándose empellones, derribándose y causándose a veces graves lesiones.

Era una sociedad de muchos en la que algunos sufrían hambre, una sociedad que comía caracoles y carne de vaca, pero tenía un tabú que le impedía comer gatos y perros. Era una sociedad que temía y apartaba a aquellos de sus miembros que tuviesen la tez oscura, pero esto no impedía que los que la tuviesen clara considerasen signo de riqueza y holganza tenderse al sol para ennegrecerse la piel. Era una sociedad donde las personas inteligentes se consideraban sospechosas y eran objeto de burla, donde los hombres ansiaban tener cultura pero no daban dinero para fomentarla, donde se gastaban grandes fortunas en medicinas para mantener vivos a unos hombres, mientras otras sumas ingentes se gastaban para matar a otros hombres por medio de la electricidad.

Las costumbres sexuales de la tribu fueron lo que resultó más incomprensible. Los hombres casados habían prestado juramento de fidelidad conyugal, pero se pasaban casi todas las horas en que estaban despiertos entregados a pensamientos y actos rayanos en la infidelidad, que por lo general se cometían en secreto y yendo contra las leyes de la tribu. Era una sociedad en que los hombres hablaban en susurros de los temas sexuales, que constituían su comidilla y pasto para sus bromas, lo mismo que materia de sus lecturas. Sin embargo, consideraban las conversaciones y los escritos abiertos y públicos sobre estos temas como algo indecente y repugnante. Era una sociedad que se esforzaba, al anunciar sus artículos y celebridades, en despertar las bajas pasiones en los hombres y la complacencia en las mujeres, especialmente entre los jóvenes, pese a prohibir con severidad que se entregasen a los placeres resultantes.

Pese a tantas muestras de hipocresía, a tantas contradicciones y males, a tantas costumbres bárbaras, el equipo polinesio, si actuase con imparcialidad, vería que aquella sociedad había producido muchas maravillas. De aquel montón de basura se habían alzado figuras eminentes como Lincoln, Einstein, Santayana, Garrison, Pulitzer, Burbank, Whistler, Fulton, Gershwin, Whitman, Peary, Hawthorne, Thoreau. Si se tratase de un estudio comparativo, el equipo polinesio tendría que admitir que ningún miembro de su raza, de piel achocolatada, había obtenido el premio Nobel, había escrito una sinfonía o puesto en órbita un ser humano. En el terreno creador y material, la Polinesia y Las Sirenas no han ofrecido nada a la historia… salvo dos cosas, si el hombre occidental quiere tomarse la molestia de examinarlas. Las Sirenas han inventado y mantenido un sistema de vida que proporciona la paz del espíritu y la alegría de vivir. En el curso de su larga historia, el hombre occidental, pese a todo su genio e industria, no ha logrado estos dos objetivos. En este sentido, el equipo polinesio llegaría a la conclusión de que su civilización era más elevada y superior que aquella que acababan de visitar.

Courtney— se interrumpió. Las comisuras de sus labios se plegaron en una sonrisa que era una oferta de armisticio al fin de una batalla, y concluyó:

—Usted llama burdel a Las Sirenas. Yo le llamo un paraíso… Aunque, desde luego, no se trata de esto, lo reconozco. Yo sólo intento hacerle ver lo que usted ya pretende saber… o sea que una sociedad no puede considerarse mejor ni peor que otra, por el simple hecho de ser distinta. Desde luego, esto es lo que ha dado a entender siempre su señora madre en sus obras.

Este es también mi punto de vista. Y sospecho que igualmente es el suyo, pese al antagonismo que parece inspirarle todo lo nuevo y extraño… Perdóneme la alegoría y el discurso, buenos días.

Dirigiendo una fugaz sonrisa a Claire, dio media vuelta y abandonó con rapidez la cabaña.

Claire seguía con la vista fija en el suelo. Le era imposible mirar a Marc, de puro humillada. Pero entonces tuvo que oírle explicarse:

—Ese condenado hijo de perra… ¿Quién se cree que es, con todas sus frases altisonantes? —dijo Marc, airado—. ¿Quién se cree que es, para venir a sermonearnos? —Y entonces oyó cómo pedía aliados—. Imaginaos a ese Don Nadie tratando de decirnos a nosotros, ¡a nosotros!, lo que está bien y lo que está mal en nuestras vidas—. Y entonces su rabia se convirtió en un gruñido—. Creo que aún tendremos que acabar haciendo labor de misioneros aquí, ¿no crees, Orville?

La noche había caído sobre Las Tres Sirenas.

El poblado aparecía desierto y silencioso. El único signo de vida eran unas antorchas alineadas a ambas orillas del arroyo. Ya había pasado hacía mucho tiempo la hora de la cena, propicia a la conversación y, salvo alguna que otra vela de nuez de coco que ardía en su soporte de bambú, casi todo el poblado se había entregado al sueño.

Solamente en un cubículo de la enfermería reinaba cierta actividad humana. Bajo el círculo de luz que le proporcionaban sus lámparas, Harriet Bleaska concluía su meticuloso reconocimiento de Uata.

Durante la tarde, Harriet celebró una breve consulta con la doctora DeJong acerca de su paciente. Más tarde, trató de convencer a Maud para que la ayudase a levantar el tabú que pesaba sobre Uata y que le impedía recibir visitas femeninas. Harriet se refirió al estado de Uata y a sus necesidades, que podían ser su último deseo, añadiendo que su instinto la impulsaba a buscar a alguien que lo complaciese. Pero Maud dijo a Harriet, con firmeza, que no debía intentar levantar aquel tabú.

—Ya sé que se trata de una obra de caridad, Harriet —dijo la etnóloga—, pero eso sería ir contra las costumbres locales. Y acaso todos tuviésemos que arrepentirnos.

Poco tiempo después de esto, Harriet ingirió una cena frugal en compañía de Rachel DeJong y Orville Pence. Mientras sus dos compañeros hacían girar la conversación en torno a los ritos de la cabaña de Auxilio Social, Harriet, que sólo les escuchaba a medias, continuó pensando en el pobre Uata, encerrado en la enfermería. Una vez les preguntó, pese a que sabía muy bien cu l era la respuesta, si el Auxilio Social extendía sus servicios a la enfermería. A lo que Orville contestó, como ya había hecho Maud, que todo contacto con los enfermos era rigurosamente tabú. Pero ella consiguió llevar la conversación a ese terreno, como era su deseo. Harriet pasó revista entonces a varios casos que había visto en la enfermería, reservándose el de Uata para el final. Con el tono más indiferente que pudo fingir, preguntó si un paciente aquejado por una dolencia cardiaca podía efectuar el coito. Rachel, que parecía muy bien informada al respecto, dijo que eso dependía de la naturaleza de la enfermedad. En su opinión, muchos pacientes cardíacos podían efectuar el coito, con ciertas limitaciones, mientras no se realizasen excesivos juegos eróticos preliminares y mientras se mantuviesen tendidos sobre el costado durante el acto. Satisfecha, Harriet dejó que la conversación siguiese por otros derroteros.

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