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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (58 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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Cuando terminaron de cenar, se cambió y se puso un vestido de algodón de vivos colores, fue a lavar el uniforme al arroyo y después, con un maletín en la mano, se dirigió lentamente a la enfermería. Durante todo el camino, meditó sobre aquel problema y cuando llegó ante la puerta de la enfermería, ya había adoptado su decisión. El humanitarismo pesaba más que la superstición, se dijo, y proporcionaría a Uata la mujer que él más anhelaba. Ambos desafiarían al tabú y la mujer destinada a calmar su fogosa naturaleza participaría en el complot ultrasecreto.

Todo aquello había sucedido hacía más de una hora, y a la sazón, terminado su reconocimiento, y mientras guardaba el esfigmomanómetro en el maletín, lo que había descubierto no hizo más que afianzarla en su resolución. En su opinión, Uata sufría un defecto cardíaco congénito que sólo se había manifestado recientemente. Aunque en lo exterior gozaba de un físico espléndido, la enfermedad había progresado mucho interiormente.

Sus trastornos cardiovasculares debieran haberle causado la muerte hacía varias semanas. Era indudable que no viviría mucho. Era un enfermo incurable y Harriet se acongojaba al pensar en el pobre joven y en tantos que eran como él.

Durante el examen, Uata permaneció quieto y sin protestar tendido de espaldas, permitiendo que Harriet hiciese lo que quisiera y observándola constantemente con sus ojos brillantes. La seguía mirando mientras guardaba su instrumento y sacaba el alcohol y una gasa.

—Esto es refrescante —le dijo— y le permitirá dormir completamente tranquilo.

Mientras ella le aplicaba el alcohol al pecho, Uata preguntó:

—¿Cómo estoy? ¿Cómo antes? —Y se apresuró a añadir—: No, no es necesario que responda.

—Sí, responderé —dijo Harriet, frotándole más abajo con la gasa, en el abdomen—. Está enfermo. No sabría decirle hasta qué punto. Mañana iniciaremos una serie de inyecciones.

Se arrodilló a su lado para frotarlo con mano experta y así llegó hasta la cintura. Maquinalmente desató su taparrabos y se lo quitó y, al notar entonces su excitación, pensó que no podría proseguir. Pero recordó que era una enfermera y él su paciente, e hizo un esfuerzo por continuar. Le aplicó con rapidez el alcohol al torso y riñones desnudos y se puso a hablar apresuradamente.

—Sé que necesitas una mujer, Uata. He resuelto encontrarte una. Dime su nombre, y te la traeré.

—No —repuso él, con una voz que parecía surgir de lo más hondo de su garganta—. No, no puedo tener a ninguna. Es tabú.

—No me importa.

—No quiero a ninguna mujer —dijo él con voz ronca—. Te quiero a ti.

Harriet sintió una calma y un alivio repentinos. Terminó de frotarle los muslos. Tapó el frasco de alcohol, lo metió en el maletín y lo cerró.

Después se puso en pie.

Los negros ojos de Uata estaban más brillantes que nunca.

—Te he ofendido —dijo.

—Estate quieto —ordenó Harriet.

Se dirigió a la puerta, la entreabrió y escrutó el corredor. En las tranquilas tinieblas, a la tenue luz del pabilo que ardía en aceite de coco al extremo, distinguió la silueta dormida del adolescente que ayudaba a Vaiuri.

Le pareció que todos los pacientes también dormían.

Volviendo al interior del cubículo, cerró la puerta. Luego se volvió al gigante postrado sobre la esterilla al pie de la ventana, que aún tenía el taparrabos abierto, tal como ella lo había dejado. Con movimientos lentos y deliberados, avanzó hacia él, haciendo correr al propio tiempo la cremallera de su vestido estampado, cuyas hombreras le cayeron sobre los brazos.

Se lo quitó con lentos ademanes, luego liberó sus menudos senos del sostén y por último la banda elástica de sus pantaloncitos azules de nailon e, inclinándose, se los quitó.

Desnuda ante él, pudo permitirse la verdad: lo que había hecho, lo que se disponía a hacer, todo había sido planeado aquella tarde y aquella noche.

Se arrodilló a su lado y se inclinó hacia los brazos morenos tendidos hacia ella, notando con placer el poderoso apretón de las manos sobre su espalda. Con su ayuda, se tendió cuan larga era a su lado, mientras con una mano le acariciaba el rostro y con la otra el cuerpo. El lanzaba gemidos de pasión y ella le obligó a tenderse de costado, frente a ella, abrumada por su gigantesco cuerpo, y deseándolo ardientemente.

—Te quiero, Uata —susurro, atrayéndolo aún más hacia ella y clavando después las uñas en su hercúlea espalda, sollozando.

Después de aquello, y durante los primeros tiempos de su amor ella vivió dominada por el temor de haber roto un tabú. Pero cuando desechó aquel temor, la preocupó lo que él pudiera pensar de ella por la manera desenfrenada como se entregó a él. Pero después, al ver su rostro extasiado y notar el ritmo de su entrega, vio y comprendió que aún la tenía en concepto más alto que antes y que se sentía plenamente colmado. Aliviada, pudo por último cerrar los ojos y dejar de pensar. Salvo una cosa… Qué bueno era ser nuevamente hermosa.

CAPÍTULO QUINTO

Fue al comenzar la mañana de su decimotercer día de estancia en Las Tres Sirenas, inmediatamente después de haber terminado su solitario desayuno consistente en budines calientes de taro y café, cuando Maud Hayden decidió que ya era hora de empezar a pensar en la carta que se proponía escribir al Dr. Walter Scott Macintosh.

Sentada ante su mesa le era fácil ver el pequeño maletín de lona que descansaba apoyado en la pared cerca de la puerta y que contenía el correo.

Al día siguiente, el capitán Rasmussen tocaría en la isla por segunda vez desde su llegada. Se presentaría con vituallas y los últimos chismes, y traería a Maud cartas de Estados Unidos que cambiaría por las que ella había escrito y que llenaban a medias la maleta. Y Maud sabía que en aquel correo no podía faltar una carta para Macintosh.

Eso no quería decir que hubiese descuidado indebidamente a su protector de la Liga Antropológica Americana. Durante la semana anterior, dictó a Claire un pintoresco resumen de sus primeros descubrimientos en Las Sirenas. El original, pulcramente mecanografiado por su nuera, junto con dos copias —el original era para Macintosh, la primera copia para Cyrus Hackfeld y la segunda para el archivo— estaban puestos a un lado, sobre la mesa. Lo que entonces hacía falta era una breve misiva de tono personal y directo, una especie de carta de introducción que acompañase el informe.

¿Disponía de mucho tiempo? Por la ventana abierta veía que el cielo grisáceo del alba adquiría tintes amarillentos, indicio de que el sol ascendía por el horizonte. El reloj de su mesa indicaba las siete y diez. Estaba citada con Paoti a las siete y media. El día prometía ser muy ajetreado. Se proponía pasar toda la mañana interrogando al anciano jefe. Por la tarde, exceptuando la visita a la guardería infantil de la comunidad, se dedicaría a pasar en limpio y ordenar sus montones de notas, para darles un aspecto coherente en su cuaderno diario.

Tomó el micrófono plateado del magnetófono portátil, oprimió el botón del aparato que indicaba "grabar", miró por un momento cómo la cinta parda pasaba de una bobina a otra, y después empezó a hablar…

—Claire, esto es una carta que tiene que acompañar al original del resumen. Envíala al Dr. Macintosh. Al pasarla a máquina, procura evitar que parezca dictada. Si haces algún error, no lo corrijas. Limítate a tacharlo.

Bien, ahí va la carta.

Hizo una pausa, sin apartar la vista de la cinta que giraba y, en un tono de voz más confidencial, habló dirigiéndose al micrófono:

—Mi querido Walter: ya habrás recibido mi carta de Papeete y las cuatro letras que te envié el segundo día de estancia en Las Sirenas. Han pasado ya casi dos semanas, una tercera parte del tiempo que podremos permanecer aquí, y te digo muy sinceramente que lo que hemos encontrado en esta isla sobrepasa mis más fabulosas esperanzas… Punto y aparte, Claire…

El informe adjunto, demasiado prematuro aún para que pueda ser nada más que un primer resumen, representa una sinopsis de todo cuanto hemos descubierto hasta la fecha. Como verás, el marco cultural de esta sociedad presenta varias costumbres desconocidas hasta hoy para la etnología. Estoy convencida de que estos hechos, cuando se conozcan, atraerán tanta atención como las que produjeron en su tiempo las Ceremonias de la pubertad en Samoa y La Herenáa de la Bounty… Punto y aparte… De todos modos, Walter, no creo que tengas que lamentar ponerme en el programa de las tres sesiones matinales que se celebrarán durante nuestra reunión anual. Estoy muy contenta de saber que presidirás la primera sesión, consagrada a "Cultura y Personalidad", y te agradezco que me concedas una hora. Durante esa hora pienso lanzarme a fondo. Los dos simposios de los días siguientes me vendrán de maravilla para redondear el tema. Estoy tan segura como tú de que borraremos del mapa al Dr. Rogerson, en especial si consigues prepararme esa conferencia de prensa monstruo que piensas organizar. Siento vivos deseos de conocer tus impresiones sobre el informe adjunto. Me gustaría oírte decir que confirma tu fe en esta pequeña excursión y en mi futuro inmediato… Punto y aparte… Y ya que hablamos de ello, debo confesarte que esta expedición que me causaba tantas aprensiones, se ha desarrollado mejor de lo que yo pudiera soñar. Este nuevo contacto con la naturaleza, sola por primera vez, es decir, sin Adley, me ha infundido un vigor renovado… Claire, suprime esa última frase y déjala así: este nuevo contacto con la naturaleza, después de todos esos años de vida sedentaria y de luto, me ha infundido nuevo vigor. ¡Qué contento estaría Adley! Me es imposible mentir a un viejo amigo como tú, Walter. Lamento mucho que Adley no pueda acompañarme. Y lo comprenderás. De noche, cuando estoy sola y todos duermen, yo me dedico a tomar notas y a veces voy a comentar algo con Adley, sin darme cuenta, y entonces me sorprende no verlo sentado a mi lado. Tengo que inclinarme ante la dura realidad de la vida. No sé si con el paso de los años esto cambiará. Sencillamente, Adley es insustituible y dudo que nunca deje de serlo. Pero le estoy agradecida por sus dones, por haberme dejado compartir generosamente su sabiduría, por las fuerzas que me ha infundido… Punto y aparte… No interpretes mal mis palabras, Walter. No tengo motivos de queja. Poseo una riqueza inestimable en mi trabajo y en mi familia, que adoro. Mi nuera, Claire, a quien tú aún no conoces, se ha adaptado maravillosamente a la vida en campaña. Posee mi propia sed de conocimientos y muchas dotes naturales. Me ha sido de un valor inestimable. En estas últimas semanas, ha tomado taquigráficamente todas mis notas y correspondencia, que luego ha pasado a máquina. Ha sido mi enlace con otros miembros de nuestro grupo. Ha pasado un tiempo considerable en compañía de Mr. Courtney, haciéndole preguntas y facilitándome unas informaciones que de lo contrario yo no hubiera poseído. En cuanto a Marc, ha sido…

Su mente empezó a divagar. Había sido… ¿qué? Maud vio cómo la cinta continuaba desenrollándose y no supo qué decir a Walter Scott Macintosh. Se apresuró a oprimir el botón de parada. De pronto la cinta se detuvo, esperando que continuase.

Marc la desconcertaba. De niño siempre fue dócil y ya hombre hecho y derecho se mostró sumiso, aunque a veces de talante sombrío y huraño.

Pero desde la muerte de Adley —no, en realidad, desde que se casó o, más exactamente, desde el año anterior, se mostró en abierta rebeldía. Cada vez con más frecuencia, Maud lo notó sarcástico y mordaz en público. Y en privado, su talante cada vez era más sombrío y sus estados depresivos más prolongados. Pese a todos sus esfuerzos por ser discreta, por fingir que no se daba cuenta de nada, Maud no pudo por menos de advertir que el matrimonio de su hijo no era de los más felices. Se preguntaba con frecuencia cuál debía de ser la causa de su infelicidad y a menudo se respondía que acaso se debiese a su propia presencia. Llegó a pensar que la solución de sus problemas conyugales consistiría en que ella se separase de Marc y Claire. Mas desde que habían llegado a Las Sirenas, estaba menos segura de que con aquella separación se resolviese gran cosa. El comportamiento de Marc, desde que empezó a planearse la expedición hasta el momento actual, especialmente durante las dos semanas pasadas en Las Sirenas, fue causa de creciente alarma para ella. Ocurrió algo en aquella expedición, quizá el efecto que le causó aquella sociedad, que aumentó el desequilibrio de su yo íntimo. A colegir por las afirmaciones que Marc había hecho con inexplicable hostilidad, por las cosas que dijo a Claire y a varias otras personas del equipo, era evidente que Marc perdía su ecuanimidad por momentos, lo cual era deplorable. Había dejado de ser un etnólogo o un caballeroso invitado, para convenirse en un enemigo declarado de Las Sirenas.

¿Y si le hablase? ¿Qué hubiera hecho Adley en su lugar? Como etnóloga, Maud era confiada y decidida. Como madre, se sentía confusa y desorientada. Así que tenía que establecer comunicación con aquel fruto de sus entrañas en un plan emocional, más profundo que el de su simple trabajo, se le ataba la lengua. Sin embargo, algo había que hacer para acallar sus manifestaciones públicas y su desaprobación. Quizá si se le presentaba ocasión, encontraría medio de llevar a Marc aparte, para darle unos cuantos consejos. ¿Y si primero lo consultase con Rachel DeJong, que sin duda tenía gran experiencia en estos estados anímicos? Pero entonces Maud comprendió que no podía consultar a un psicoanalista. Si Marc lo supiese, se pondría furioso por lo que consideraría un trato humillante. No, no había medio de rehuir una entrevista de madre e hijo cara a cara. Esperaría que se presentase la oportunidad. Ya vería lo que hacía.

Maud pulsó el botón de "atrás", vio cómo la bobina giraba en sentido contrario y la detuvo inmediatamente. Acto seguido oprimió el botón de "voz". Y escuchó.

Su voz, con un tono gangoso que no le era familiar, brotó por el altavoz:… "facilitándome unas informaciones que de lo contrario yo no hubiera poseído. En cuanto a Marc ha sido…".

Detuvo el aparato, pulsó de nuevo el botón de "grabar" y se acercó el micrófono a la boca para dictar… extremadamente útil", experimentando un sentimiento maternal, protector, y por lo tanto justificado, en su intento por conferir mérito a la actuación de Marc y ayudarle en su carrera.

—Pasa varias horas al día hablando con una valiosa informadora: la sobrina del jefe. No he visto las notas de Marc pero, por lo que dice en nuestras conversaciones, esa joven habla muy bien. El resultado de ello será una importante aportación a nuestro estudio acerca de las costumbres de los jóvenes célibes de esta sociedad. Los datos que Marc obtiene de Tehura, junto con los que Claire obtiene de Mr. Courtney, complementan maravillosamente los informes que me proporciona Paoti, el jefe. He hecho que me refiera la historia de su pueblo y sus tradiciones. Ayer lo animé para que me hablase de su propia vida y se dedicó a evocar su juventud.

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