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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (5 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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"Me han contratado para esto", dije.

"¿Se ha detenido usted a pensar en lo que va a ocurrir aquí, si usted sigue adelante con su plan? —dijo Courtney—. Sus colaboradores de Canberra enviarán geólogos, los cuales aprobarán la elección del terreno. Después sus amigos tratarán de obtener el permiso de un gobierno extranjero que posea colonias en Polinesia o tenga protectorados. Se dirigirán a los gobiernos de Francia, Gran Bretaña, Chile, Nueva Zelanda, Estados Unidos y otras naciones que posean islas y bases en el Pacífico. ¿Cuál será el resultado de estas gestiones? Consternación. Si ninguna potencia extranjera conoce la existencia de esta pequeña isla, ¿cómo podrá reivindicarla? Ningún descubridor ha puesto aún su planta en ella. Yo tendré que defender la causa de este pueblo ante un tribunal internacional, para demostrar que tiene derecho a su independencia. Pero aún en el caso de que ganara, se trataría de una causa perdida, pues las Sirenas se habrían convenido en una causa romántica a los ojos del mundo. Su sociedad actual no podría preservarse. Y suponiendo que perdiese y un gobierno extranjero —Francia, por ejemplo-recibiese la isla en custodia, ¿qué ocurriría entonces? Llegarían administradores y burócratas franceses, seguidos por sus amigos de las líneas aéreas y marítimas con sus buques de carga. Descargarían excavadoras, edificios prefabricados y obreros borrachos. En cuanto el campo de aviación estuviese construido, aterrizarían en él los aviones comerciales, para despegar diariamente con sus rebaños de papanatas que vendrían a hacer turismo. La isla se convertiría en una atracción turística. ¿Y cual sería la suene de la tribu de Las Sirenas?"

"Dejarían de ser unos salvajes. Se civilizarían, conseguirían mejoras, los beneficios del progreso y pasarían a formar parte del mundo. No veo que sea una suene tan mala.

Courtney se volvió a Moreturi.

"¿Ya oyes lo que dice el profesor, amigo mío. ¿Sería una suerte tan mala?"

"No permitiremos que esto ocurra", dijo Moreturi en un inglés perfecto.

Creo que debí de quedarme boquiabierto.

"¿Como usted ve, no tienen nada de salvajes —dijo Courtney—. En realidad, tienen más cosas que ofrecer a eso que usted llama civilización, que las que usted puede ofrecerles a ellos. Pero cuando aparezcan por aquí sus explotadores y viajantes de comercio, los perderemos para siempre.

¿Por qué le interesa tanto destruirlos, profesor? ¿Qué conseguirá con ello? ¿Forma usted parte de esa compañía de Canberra?"

"No. No soy más que un comerciante y un aficionado estudioso de los Mares del Sur. Siento afecto por todos estos pueblos y sus costumbres ancestrales. Sin embargo, comprendo que no pueden continuar rehuyendo el progreso."

"¿Entonces, actúa en nombre del progreso? ¿por motivos económicos?"

"Hay que vivir, Mr. Courtney."

"Sí —repuso Courtney con voz lenta—. Supongo que sí. Usted tiene que conseguir sus monedas de plata, en nombre del progreso, aunque para ello tenga que morir una notabilísima y maravillosa cultura perdida en una minúscula isla."

Yo no pude reprimir por más tiempo mi curiosidad.

"¿No hace usted más que ensalzar a esas gentes. ¿Quiere decirme qué tienen de notable?"

"Su modo de vivir —repuso Courtney—. Es distinto a todo cuanto se conoce en la tierra. Comparado con la manera en que usted y yo hemos vivido, esta vida raya en la perfección.""Me gustaría comprobarlo por mí mismo —dije—. ¿No puede mostrarme la aldea?"

Moreturi se volvió hacia Courtney:

"Paoti Wright no lo permitirá".

Courtney hizo un gesto de asentimiento y volvió a dirigirse a mí:

"¿Es imposible. No puedo responder de su seguridad personal si le presento a la colectividad. Le doy mi palabra de que la preservación de este pueblo es más importante que todo el dinero que pueda darle el mundo civilizado. Tiene usted que regresar con el capitán Rasmussen y guardar silencio sobre lo que ha visto".

"Suponiendo que regresará ahora mismo —dije—, ¿cómo sabe usted que podría confiar en mí? ¿Cómo sabe que no hablaré de esto a mis amigos de Canberra… o a otras personas?"

Courtney permaneció silencioso un momento.

"No puedo decir únicamente que tendría remordimiento de conciencia. No, no puedo asegurarlo. Usted conoce al ayudante del capitán, a Richard Hapai, ¿verdad? Pertenece a nuestro pueblo; nació en Las Sirenas. Si usted rompe el tabú de la tribu y destruye a su pueblo, es posible que él o uno de los suyos lo busque algún día para matarlo. Esto no es una amenaza. No estoy en situación de proferir amenazas de venganza. Me limito a hacerle una advertencia práctica, basada en lo que sé de este pueblo. No es más que una posibilidad."

"No tengo miedo dije—. Me iré ahora mismo…"

"¿Y presentará su informe acerca de Las Tres Sirenas a Canberra?,¿Sí. Usted no me ha convencido, Mr. Courtney. Ha intentado usted arrullarme con sus palabras, hablándome de una notable cultura, de un pueblo maravilloso, algo increíble y distinto a todo, pero todo esto no es más que mera palabrería para mí. Se niega a llevarme para que yo lo vea por mis propios ojos. No dice lo que piensa de verdad. No me ha dado ni una sola razón que abone el aserto de que la tribu de Las Sirenas tenga que conservarse en su actual estado de primitivismo." "¿Y si le dijera la verdad —al menos parte de ella—, daría usted crédito a mis palabras?"

"Supongo que sí."

"¿Y no presentaría su informe a la compañía de Canberra?"

"No lo sé —repuse con sinceridad—. Puede que sí. Eso depende de lo que usted me diga."

Courtney miró a Moreturi.

"¿Y tú qué crees, amigo mío?"

Moreturi hizo un gesto afirmativo.

"Que es necesario decir la verdad."

"Muy bien, pues —dijo Courtney, volviéndose a Rasmussen, que había escuchado toda esta conversación sin pronunciar palabra—. Capitán, le propongo que regresemos a la playa. Haga venir a Hapai y que nos traiga del avión algo para comer. Encenderemos una hoguera, comeremos y yo destinaré una hora o dos a informar a nuestro visitante de lo que aquí sucede."

"¿Para qué tantas tonterías? —rezongó Rasmussen—. Yo no confío en el profesor. En mi opinión, habría que dejarlo aquí para siempre. Pueden ponerlo con los criminales y…"

"No, esto no me gusta —dijo Courtney—. No sería justo, ni para él ni para usted. No podemos correr ese riesgo, capitán. Podríamos poner en peligro su propia vida y la de Hapai… y por último las autoridades averiguarían lo que hubiese ocurrido al profesor Easterday. No, es preferible apelar a la razón. Me arriesgaré a ello, confiando en la fundamental honradez del profesor."

Estas palabras despertaron mis simpatías hacia Courtney. Después de esto, doctora Hayden, descendimos todos a la playa. Cuando llegamos a ella ya había oscurecido y en el cielo sólo brillaba una afilada media luna, el capitán Rasmussen se dirigió con el bote neumático al hidroavión y regresó al poco tiempo trayéndonos comida. Moreturi, entretanto, había reunido leña para encender una hoguera. Rasmussen se dedicó a preparar la cena —a la perfección, debo reconocerlo— y mientras él cocinaba, todos nos sentamos en la arena en torno al fuego y Courtney empezó a relatar la historia de Las Tres Sirenas.

A guisa de preámbulo, dijo que no podía revelar todos los detalles de la historia y de las prácticas a que se entregaban los habitantes de Las Sirenas. Pero prometió revelarme los hechos esenciales. Hablando con voz queda y tranquila, se remontó a los inicios del experimento. A medida que su relato avanzaba hacia los tiempos modernos, su voz cobraba mayor intensidad y vehemencia. En cuanto a mí, pronto me sentí arrebatado por aquel maravilloso relato, y apenas me di cuenta de que tenía la comida preparada.

El relato se interrumpió brevemente mientras cenábamos en silencio, hasta que dije a Courtney que no podía seguir refrenando por más tiempo mi curiosidad y que le rogaba que prosiguiese, el reanudó poco a poco su relato y ya no se interrumpió durante mucho tiempo. Yo le escuchaba sin apartar la vista de su cara. Todos nos consideramos capaces de juzgar a nuestros semejantes, y yo no soy una excepción a esta regla; por lo tanto, juzgué que Courtney no mentía, no embellecía ni exageraba su relato, sino que éste era tan objetivo como una comunicación científica. Me hallaba tan intrigado por sus palabras, que cuando terminó su relato me parecía que sólo habían transcurrido unos cuantos minutos, aunque en realidad Courtney estuvo hablando durante hora y media. Cuando el norteamericano terminó de presentarme en defensa de su tribu los hechos, comprendí que su habilidad de narrador se debía, en parte, al hecho de que había ejercido la abogacía en Chicago, y en parte también, al amor que sentía por el pueblo de Las Sirenas. Un centenar de preguntas informuladas bullían en mi interior. Pero conseguí reprimirme y sólo le hice las más pertinentes. Algunas las contestó con franqueza y otras las esquivó, calificándolas de "demasiado personales y de carácter excesivamente íntimo,".

Había caído ya la noche y aún hacía calor, pero empezaba a soplar una fresca brisa, cuando Courtney dijo:

"Bien, profesor Easterday, ya he expuesto los hechos más salientes acerca de la historia de Las Tres Sirenas. Ahora ya sabe lo que puede destruir, si se lo propone. ¿Qué decisión ha adoptado?".

Durante la última parte del relato de Courtney, empecé a pensar en usted, doctora Hayden. Todos los hechos curiosos que mi interlocutor citaba, hacían que me dijese: "Ah, si la doctora Maud Hayden estuviese aquí cuánto le gustaría oír esto". Mientras Courtney proseguía su relato y yo escuchaba, recordé lo que usted me había solicitado y comprendí lo que podía significar para usted una visita a Las Tres Sirenas y, a través de usted, lo que esto significaría para el mundo entero. Recuerdo haber oído decir varias veces que había que salvar las culturas primitivas y preservar las antiguas costumbres, antes de que se extinguiesen o fuesen borradas de la existencia. Usted no se cansaba de decir, de palabra y por escrito, que estas culturas primitivas, aisladas, podían enseñarnos las más diversas facetas de la vida y la conducta humanas y, gracias a ello, deducir útiles enseñanzas que podríamos aplicar a nuestra propia vida y costumbres, a fin de mejorarlas. Era evidente, pues, que aquella curiosa y minúscula sociedad de Las Tres Sirenas merecía ser salvada antes de que yo u otra persona cualquiera, contando con la ayuda de la técnica moderna, contribuyese a su extinción.

Me impresionó mucho el poder que de pronto había adquirido para hacer el bien o el mal y sentí mi responsabilidad para con aquellos que podrían utilizar esta sociedad insular como laboratorio de estudios, destinado a mejorar la vida de nuestra propia sociedad. La importancia de su obra —de la que soy un pobre e insignificante colaborador— hizo que de pronto mis obligaciones hacia Mr. Trevor y la compañía de Canberra me pareciesen pálidas e insignificantes.

Courtney me había preguntado cuál era mi decisión. Mirándome por encima de las llamas de la hoguera, esperaba mi respuesta.

"Me gustaría hacer un trato con usted —le espeté de pronto—. Se trata de un cambalache, en realidad."

"¿Qué clase de trato?", preguntó Courtney.

"¿Ha oído usted hablar de la doctora Maud Hayden, la famosa etnóloga?"

"Desde luego —repuso Courtney—. He leído casi todos sus libros."

Y qué le han parecido?

"Extraordinarios."

"Pues éste es el trato que le ofrezco —dije—. el precio para evitar que mencione Las Tres Sirenas a los de Canberra."

"¿Dónde quiere usted ir a parar?", dijo Courtney, intrigado.

Yo me puse a hablar despacio, midiendo cada una de mis palabras.

"Si usted permite que la doctora Hayden y sus colaboradores vengan a la isla en viaje de estudios el próximo año, si usted la autoriza a tomar notas sobre esta sociedad, para de este modo conservarla en sus obras y transmitirla a la posteridad, le doy plena garantía de que guardaré silencio y de que ustedes no serán molestados en el futuro."

Courtney reflexionó acerca de la proposición. Tras un silencio que duró varios minutos, miró a Moreturi y después a Rasmussen. Finalmente su mirada volvió a posarse sobre mí, como si tratara de sondear mis buenas intenciones.

"Profesor —dijo—, ¿cómo puede usted asegurar que la doctora Hayden y sus colaboradores guardarán el secreto?"

Yo ya había previsto esta pregunta y tenía la respuesta preparada:

"La doctora Hayden y sus colegas, por supuesto, jurarán que se comprometen a guardar el más absoluto secreto acerca del destino de su expedición. Pero contando con la fragilidad inherente a los seres humanos, esto no basta. Sé que no considerará bastante satisfactorias las promesas verbales.

Por consiguiente, creo que lo mejor será mantener a la doctora Hayden y su grupo en la más completa ignorancia acerca de su punto de destino ella y sus colaboradores pueden venir a Tahití, para que desde allí el capitán Rasmussen los conduzca a Las Tres Sirenas durante la noche. Ninguno de los etnólogos sabrá cuál es la latitud ni la longitud. Tampoco sabrán si vuelan hacia el Norte o hacia el Sur, al Este o al Oeste, únicamente sabrán que se hallan en algún lugar del sur del Pacífico en un punto minúsculo perdido entre un laberinto de más de diez mil islas. Usted les proporcionará alojamiento, en la medida que esto sea posible. Observarán y escucharán solamente lo que su jefe les permita ver y oír. Sólo fotografiarán lo que ustedes quieran que fotografíen, y nada más. Terminado su estudio, se irán como vinieron, al amparo de las tinieblas nocturnas. Así ninguno de ellos sabrá nunca dónde estuvieron exactamente. Sin embargo, realizarán un informe completo y científico sobre esta sociedad, en bien de la humanidad entera.

Así, aunque Las Sirenas desaparezcan un día como cultura, perdurará el recuerdo de sus maravillas junto con el de sus excesos, justo es decirlo. Este es el trato que le ofrezco. Me parece que no puede ser más equitativo".

"¿Y el aeródromo no se construirá?, preguntó Courtney.

"No, le doy mi palabra."

Courtney frunció los labios, pensativo, y después hizo una seña a Moreturi. Ambos levantaron sus cuerpos desnudos de la arena y se alejaron por la playa, yendo junto a la orilla del mar, enfrascados en animada conversación, hasta que se perdieron entre las sombras nocturnas. Transcurridos unos instantes, Rasmussen tiró la colilla de su cigarro al fuego, se levantó y partió hacia el lugar por donde ellos se habían alejado. Antes de diez minutos regresaron los tres y yo me levanté para escuchar su veredicto.

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