En ese momento llegó hasta los viajeros el tronar lejano de los cañones. Todos se apiñaron en la borda para mirar hacia el oeste, pero no pudieron ver nada con claridad. Una masa de humo se levantaba para ocultar el sol. El barco siguió avanzando a toda máquina.
El sol se hundió entre nubes grises, el cielo fue oscureciéndose y en lo alto comenzó a titilar una estrella solitaria. Reinaba casi por completo la noche cuando el capitán lanzó un grito e indicó hacia lo alto.
Mi hermano forzó la vista. De aquella masa gris oscura se alzó algo hacia lo alto y avanzó de manera oblicua y con gran rapidez por entre las nubes de occidente. Era algo chato y muy grande que describía una vasta curva, tornóse cada vez más pequeño, se hundió con lentitud y volvió a perderse en el misterio de la noche. Y al volar dejó caer una lluvia de tinieblas sobre la Tierra.
E
n el primer libro me he apartado un tanto de mis aventuras para relatar las experiencias de mi hermano, y durante el transcurso de los acontecimientos narrados en los dos últimos capítulos, el cura y yo hemos estado ocultos en la casa abandonada de Halliford, donde huimos para escapar del humo negro.
Allí reanudo mi narración.
Estuvimos en esa casa el domingo por la noche y todo el día siguiente —que fue el del pánico—, en una islita de luz separada del resto del mundo por el humo negro. No podíamos hacer otra cosa que esperar en la mayor inactividad durante esas cuarenta y ocho horas.
Yo estaba terriblemente ansioso por mi esposa. Me la figuré en Leatherhead, aterrorizada, en peligro, llorándome ya por muerto. Me paseé por las habitaciones y lancé exclamaciones al pensar en cómo me hallaba apartado de ella y en todo lo que podría ocurrirle durante nuestra separación. Sabía que mi primo era hombre capaz de hacer frente a cualquier emergencia; pero no era la clase de individuo que se diera cuenta del peligro con prontitud y que obrara sin pérdida de tiempo. Lo que se necesitaba en esos momentos no era bravura, sino circunspección.
Me consolaba, no obstante, la creencia de que los marcianos iban hacia Londres, alejándose de ella. Esos vagos temores me tornaron demasiado sensitivo. Pronto me sentí irritado ante las constantes exclamaciones del cura. Me harté de ver su egoísta desesperación. Después de reñirle inútilmente me aparté de él, quedándome en un cuarto en que había globos, juegos y cuadernos, y cuando él me siguió hasta allí, me fui al desván y me encerré, al fin me siguió hasta allí, me fui al altillo y me encerré, a fin de estar a solas con mis preocupaciones.
Todo ese día y la mañana del siguiente estuvimos completamente cercados por el humo negro. El domingo por la noche vimos señales de que había gente en la casa vecina; una cara en una ventana y algunas luces que se movían, así como también el ruido de una puerta al cerrarse. Mas no sé quiénes eran ni qué fue de ellos. Al día siguiente no los vimos más. El humo negro se deslizó lentamente hacia el río durante toda la mañana del lunes, acercándose cada vez más a nosotros y pasando, al fin, por el camino próximo a la casa que nos servía de escondite.
Alrededor del mediodía se presentó un marciano para dispersar el humo con un chorro de vapor, que silbó al tocar las paredes, destrozó todas las ventanas y quemó la mano del cura cuando éste huyó de la sala.
Cuando nos adelantamos, al fin, por las habitaciones empapadas y volvimos a mirar hacia afuera, el terreno exterior parecía haber sido cubierto por una abundante nieve negra. Al mirar hacia el río nos asombró ver algo rojo que se mezclaba con la negrura de la campiña quemada.
Por un tiempo no comprendí en qué sentido afectaba esto nuestra situación, salvo que nos veíamos libres, al fin, del terrible humo negro. Pero después caí en la cuenta de que ya no estábamos prisioneros, de que podíamos escapar. Tan pronto como me di cuenta de esto volví a formular mis planes de acción. Pero el cura se mostró poco razonable y nada dispuesto a seguirme.
—Aquí estamos a salvo —expresó varias veces.
Decidí dejarlo. ¡Ojalá lo hubiera hecho! Mejor preparado ahora por las enseñanzas del artillero, busqué alimento y bebida. Había hallado aceite y algunos trapos para tratar mis quemaduras y tomé también un sombrero y una camisa de franela que estaban en uno de los dormitorios.
Cuando mi compañero se dio cuenta de que me iría solo se decidió, al fin, a acompañarme. Y como reinó la calma durante toda la tarde partimos a eso de las cinco por el camino ennegrecido que se extendía hacia Sunbury.
En esta población, así como también a lo largo del camino, había cadáveres tendidos en diversas actitudes —tanto de hombres como de caballos—, carros volcados y maletas diseminadas, todo ello cubierto por un polvo negro.
Aquel manto de polvo negro me hizo pensar en lo que había leído sobre la destrucción de Pompeya.
Llegamos a Hampton Court sin dificultades y allí nos alivió un tanto ver un trozo de terreno herboso que asomaba por entre la negrura circundante.
Cruzamos Bushey Park, por donde avistamos a algunos hombres y mujeres que se alejaban en dirección a Hampton, y así llegamos a Twickenham. Aquéllas eran las primeras personas que veíamos.
Del otro lado del camino, más allá de Ham y Petersham, los bosques seguían ardiendo. Twickenham no había sufrido los efectos del rayo calórico ni del humo negro y allí encontramos algunas personas, aunque nadie pudo darme ninguna noticia. En su mayoría eran como nosotros y aprovechaban la calma momentánea para cambiar de refugio.
Tengo la impresión de que muchas de las casas seguían ocupadas por sus atemorizados dueños, los cuales no se atrevían a huir. Allí también veíase la evidencia de una fuga apresurada por el camino. Recuerdo vívidamente tres bicicletas destrozadas y aplastadas por las ruedas de los vehículos que les pasaran por encima.
Alrededor de las ocho y media cruzamos el puente de Richmond, y al hacerlo noté que flotaba por el río una gran masa roja de varios metros de anchura. No sé lo que era —no tuve tiempo para estudiarla— y la consideré como algo más horrible de lo que resultó ser en realidad. También allí, en el lado de Surrey, estaba el polvo negro que fuera humo y muchos cadáveres cerca de la estación. No vimos a los marcianos hasta que nos encontramos a cierta distancia de Barnes.
A lo lejos avistamos a un grupo de tres personas, que corrían por una calle transversal en dirección al río. Colina arriba, el pueblo de Richmond estaba ardiendo; en las afueras de la población no había rastros del humo negro.
De pronto, cuando nos acercábamos a Kew, llegó corriendo un grupo de gente y sobre los tejados vimos la parte superior de una de las máquinas guerreras de los marcianos, a menos de cien metros de nosotros.
Nos quedamos anonadados ante el peligro, y si el marciano hubiera mirado hacia abajo habríamos perecido de inmediato. Estábamos tan aterrorizados que no nos atrevimos a seguir adelante, sino que nos desviamos para escondernos en el cobertizo de un jardín. Allí se acurrucó el cura, llorando silenciosamente y negándose a moverse.
Pero mi idea de llegar a Leatherhead no me daba descanso; al oscurecer volví a salir. Avancé por entre los setos y a lo largo de un pasaje paralelo a una casa que se elevaba en medio de un amplio terreno, saliendo así al camino que iba a Kew. El cura salió entonces del cobertizo para seguirme.
Aquella segunda salida fue la locura más grande que cometí, pues era evidente que los marcianos se hallaban en los alrededores. No acababa de alcanzarme mi compañero cuando vimos otro de los gigantes en dirección a Kew Lodge. Cuatro o cinco figuras negras corrían frente a él por un campo, y enseguida nos dimos cuenta de que el marciano los perseguía. En tres zancadas estuvo junto a ellos y los fugitivos se alejaron de entre sus piernas en todas direcciones. No empleó su rayo calórico para matarlos, sino que los fue apresando uno por uno. Aparentemente, los arrojaba al interior de un gran cajón metálico que llevaba colgado atrás, tal como los canastos que llevan pendientes del hombro los pescadores.
Fue la primera vez que comprendí que los marcianos podrían tener otras intenciones que no fueran la de destruir a la humanidad vencida. Por un momento nos quedamos petrificados; luego giramos sobre nuestros talones y transpusimos la puerta que teníamos a nuestra espalda para entrar en un jardín cerrado. Caímos luego en una zanja y allí nos quedamos, sin atrevernos a susurrar siquiera hasta que brillaron las estrellas en el cielo.
Creo que eran ya las once de la noche cuando cobramos suficiente valor para salir de nuevo. Esta vez no nos aventuramos por el camino, sino que avanzamos sigilosamente por entre los setos y plantaciones, mientras que estudiábamos la oscuridad circundante en busca de los marcianos, que parecían hallarse por todas partes. En un punto pasamos sobre un área quemada y ennegrecida, que ahora se estaba enfriando. Vimos también un número de cadáveres horriblemente quemados en la cabeza y los hombros, pero con las piernas intactas. A unos quince metros de una hilera de cañones destrozados había numerosos caballos muertos.
Sheen había escapado de la destrucción, pero la aldea estaba silenciosa y desierta. Allí no encontramos muertos, aunque la noche era demasiado oscura para que pudiéramos ver las calles laterales. En Sheen se quejó de pronto mi compañero de que sufría hambre y sed y decidimos probar suerte en una de las casas.
La primera en la que entramos, después de forzar una ventana, era una villa apartada de las demás. Allí no encontramos otro comestible que un trozo de queso viejo. Mas había agua para beber, y me apoderé de un hacha pequeña, que me serviría para entrar en alguna otra vivienda.
Cruzamos el camino hasta un lugar donde el mismo describe una curva en dirección a Mortlake. Allí se elevaba una casa blanca en el centro de un jardín cerrado, y en la despensa encontramos cierta cantidad de alimentos. Había dos panes grandes, un bistec crudo y medio jamón. Doy estos detalles tan precisos porque ocurrió que estábamos destinados a subsistir con esas provisiones durante los quince días siguientes. Bajo un anaquel encontramos varias botellas de cerveza y había dos bolsas de alubias y un poco de lechuga. La alacena daba a una cocina, en la que había leña. En un armario descubrimos cerca de una docena de botellas de vino, latas de sopa y salmón y dos latas de bizcochos.
Nos sentamos en la cocina, sin atrevernos a encender la luz, y comimos pan y jamón, bebiendo también el contenido de una botella de cerveza. El cura, que seguía mostrándose atemorizado e inquieto, sugirió que siguiéramos viaje, y yo le estaba recomendando que repusiera sus fuerzas con el alimento cuando sucedió lo que habría de aprisionarnos.
—Todavía no puede ser medianoche —dije.
En ese momento hubo un destello cegador de luz verdosa. Toda la cocina quedó iluminada fugazmente para oscurecer casi enseguida.
Siguió luego una conmoción tal como jamás he vuelto a oír. Casi instantáneamente resonó detrás de mí un tremendo golpe, el estrépito de muchos vidrios, un estruendo y el ruido de las paredes que se desplomaban a nuestro alrededor. Acto seguido se nos vino encima el revoque del cielo raso, haciéndose añicos sobre nuestras cabezas.
Yo caí contra la manija del horno y quedé atontado. Estuve sin sentido durante largo rato, según me dijo luego el cura, y cuando me recobré estábamos de nuevo en la oscuridad y él tenía la cara empapada en sangre, que le manaba de una herida en la frente.
Por un tiempo no pude recordar lo que había pasado. Luego me fui haciendo cargo poco a poco de lo sucedido.
—¿Está mejor? —me preguntó el cura en voz muy baja.
Me senté entonces para responderle.
—No se mueva —me dijo—. El piso está cubierto de fragmentos de loza y vasos del armario. No se puede mover sin hacer ruido y creo que ellos están fuera.
Nos quedamos tan en silencio, que pudimos oír mutuamente el sonido leve de nuestra respiración. Todo parecía en calma, aunque en cierta oportunidad cayó un poco de revoque de la pared y dio en el suelo con un golpe sordo. En el exterior, y muy cerca de nosotros, resonaba un ruido metálico intermitente.
—¡Eso! —dijo el cura cuando se repitió el sonido.
—Sí —repuse—. ¿Pero qué es?
—Un marciano.
Volví a prestar atención.
—No se parece al rayo calórico —expresé, y por un momento tuve la idea de que una de las máquinas guerreras de los marcianos había tropezado con la casa, tal como aquella otra que viera derribar la torre de la iglesia de Shepperton.
Nuestra situación era tan extraña e incomprensible, que durante tres o cuatro horas, hasta que llegó el alba, no nos movimos casi nada. Y entonces se filtró la luz al interior de la casa, aunque no por la ventana, que siguió oscura, sino por una abertura triangular entre un tirante y un montón de ladrillos rotos en la pared a nuestra espalda. Por primera vez vimos vagamente la cocina en que nos hallábamos.
La ventana había sido destrozada por una masa de tierra negra, que llegaba hasta la mesa a la que habíamos estado sentados. Fuera, la tierra se apilaba hasta gran altura contra el costado de la casa. En la parte superior del marco de la ventana pude ver un caño arrancado del suelo.
El piso estaba cubierto de loza destrozada; el extremo de la cocina que daba al cuerpo principal del edificio estaba derribado, y como por allí brillaba la luz del día, era evidente que la mayor parte de la casa se había desplomado.
Contrastando vívidamente con toda esta ruina vimos que el armario estaba intacto con gran parte de su contenido.
Al aclararse la luz observamos por la abertura de la pared el cuerpo de un marciano, que, según supongo, montaba la guardia junto al cilindro, todavía candente.
Ante tal espectáculo nos alejamos todo lo posible de la luz y fuimos hacia la oscuridad del lavadero.
Bruscamente me hice cargo de lo ocurrido.
—El quinto cilindro —susurré—. El quinto disparo de Marte ha dado en esta casa y nos ha atrapado entre las ruinas.
Durante un momento estuvo el cura en silencio; luego murmuró:
—¡Que Dios se apiade de nosotros!
Poco después le oí sollozar por lo bajo.
Con excepción de ese sonido, guardamos el más absoluto silencio. Por mi parte, apenas si me atrevía a respirar, y me quedé con los ojos clavados en la luz débil que llegaba por la puerta de la cocina. Alcanzaba a ver apenas la cara pálida del cura, su cuello y sus puños. En el exterior comenzó a resonar un martilleo metálico, al que siguió un ulular violento. Un momento más tarde, tras un intervalo de silencio, oímos un silbido como el escape de una máquina de vapor.