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Authors: H.G. Wells

Tags: #Ciencia Ficción

La guerra de los mundos (22 page)

BOOK: La guerra de los mundos
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Desperté con el tremendo gemido resonando en mis oídos: «Ula, ula, ula». Caía ya la noche, y después de haberme apoderado de algunos bizcochos y un poco de queso —el depósito de carne no contenía más que gusanos— seguí camino hacia las plazuelas residenciales de la calle Baker, hasta que salí, al fin, a Regent Park.

Al salir por el extremo de la calle Baker vi sobre los árboles y muy a lo lejos el capuchón del gigante marciano del cual provenía el incesante aullido. No me sentí aterrorizado. Aquello fue como algo muy natural. Lo estuve observando un tiempo, pero el monstruo no se movió. Parecía estar parado y gritar y no pude adivinar la razón de que hiciera tal cosa.

Traté de formular un plan de acción, pero el perpetuo aullido me aturdió. Tal vez estaba demasiado cansado para ser cauteloso. Lo cierto es que sentí curiosidad por saber a qué se debía el monótono gemido.

Me alejé del parque y tomé por Park Road con la intención de dar la vuelta en torno del espacio abierto. Avancé bien a cubierto y logré ver al marciano desde la dirección de St. John’s Wood. Al hallarme a doscientos metros de la calle Baker oí un coro de ladridos y vi primero a un perro que llevaba entre los dientes un trozo de carne putrefacta. El animal iba en dirección hacia mí y le seguía un grupo de otros canes. El primero describió un amplio rodeo para alejarse de mí, como si temiera que le disputase la carne. Al perderse los ladridos a lo lejos volví a oír claramente el ulular del marciano.

Me encontré con la máquina de trabajo destrozada en camino hacia la estación de St. John’s Wood. Al principio creí que una de las casas habíase desplomado sobre la calle. Cuando trepé sobre los escombros vi con sorpresa el Sansón mecánico en el suelo, con sus tentáculos doblados y rotos entre las ruinas que él mismo había causado. La parte delantera estaba aplastada. Parece que había avanzado ciegamente hacia la casa y quedó destrozada al caerle encima los escombros. Tuve la impresión de que esto podría haber ocurrido si la máquina de trabajo había escapado al control del marciano que la guiaba. No pude meterme entre los escombros para observarla mejor y estaba ya demasiado oscuro para que pudiera ver la sangre de que estaba manchado su asiento y los restos del marciano que dejaran los perros.

Mas maravillado aún por lo que acababa de ver, seguí hacia Primrose Hill. Muy a lo lejos, por un claro entre los árboles, vi a un segundo marciano, tan inmóvil como el primero, parado en el parque del Jardín Zoológico.

Poco más allá de los restos de la máquina de trabajo volví a encontrar la hierba roja y vi que el Canal Regent era una masa esponjosa de vegetación carmesí.

Cuando cruzaba el puente cesó de pronto el prolongado gemido. El silencio subsiguiente me produjo la misma impresión de un trueno repentino.

Las casas de mi alrededor se elevaban entre las sombras; los árboles del parque se tornaban negros. La hierba roja trepaba por entre las ruinas hasta bastante altura. La noche, madre del terror y del misterio, se cernía ya sobre mí. Pero mientras sonaba aquella voz, la soledad había sido soportable; en virtud de ella, Londres había parecido vivo, y este detalle me sostuvo. Luego ocurrió el cambio, feneció algo —no sé qué— y el silencio se tornó aplastante.

Londres parecía mirarme. Las ventanas de las casas blancas eran como las cuencas vacías de cráneos blanqueados por el tiempo. Mi imaginación descubrió a mil enemigos que se movían silenciosos a mi alrededor. El terror hizo presa en mí. Más adelante, la calle habíase tornado tan negra como la tinta y vi una forma retorcida en medio del camino. No pude seguir. Me volví por St. John’s Wood Road y eché a correr para alejarme de aquella quietud insoportable e ir hacia Kilburn.

Me oculté de la noche y el silencio, hasta mucho después de las doce, en un refugio para cocheros que hay en Harrow Road. Pero antes del amanecer volví a recobrar el valor, y mientras brillaban todavía las estrellas salí de nuevo en dirección a Regent Park.

Me extravié por el camino y al poco vi, a la media luz del alba, la curva de Primrose Hill, al otro extremo de la larga avenida. En su cima se hallaba un tercer marciano, erguido e inmóvil como los otros.

Una idea insana se posesionó de mí. Terminaría de una vez con todo. Era mejor morir y me ahorraría la molestia de suicidarme. Marché decididamente hacia el titán, y luego, al acercarme más y acrecentarse la luz, vi que una multitud de pájaros negros volaba en círculos y se apiñaba alrededor del capuchón. Ante ese espectáculo dio un vuelco mi corazón y acto seguido eché a correr por el camino.

Pasé rápidamente por entre la frondosa hierba roja que cubría St. Edmond’s Terrace, crucé con gran esfuerzo un torrente que nacía en los caños principales del servicio del agua y desembocaba en Albert Road y salí al prado antes que se elevara el sol.

Grandes montones de tierra habíanse apilado alrededor de la cima de la colina formando un enorme reducto —aquella era la más grande y la última de las fortalezas hechas por los marcianos—, y desde detrás de los montones de tierra se elevaba una delgada columna de humo. Contra el fondo del cielo vi la silueta de un perro que echaba a correr y se perdía de vista.

La idea que se presentara a mi mente se tornó más real y aceptable. No sentí temor, sino un júbilo extraordinario, al correr colina arriba hacia el monstruo inmóvil. Del capuchón pendían jirones de carne parda, que los pájaros picoteaban.

Un momento más y había trepado a la muralla de tierra. Ya tenía a mi vista el enorme reducto. Era un espacio muy grande y había en él máquinas gigantescas, altas pilas de materiales y extraños refugios. Y diseminados por todas partes: algunos en sus máquinas de guerra derribadas; otros en las máquinas de trabajo, ahora inmóviles, y una docena de ellos tendidos en una hilera silenciosa, se hallaban los marcianos…, ¡todos muertos! Destruidos por las bacterias de la corrupción y de la enfermedad, contra las cuales no tenían defensas; destruidos, como le estaba ocurriendo a la hierba roja; derrotados —después que fallaron todos los inventos del hombre— por los seres más humildes que Dios, en su sabiduría, ha puesto sobre la Tierra.

Había sucedido lo que yo y muchos otros podríamos haber previsto si no nos hubiera cegado el terror. Los gérmenes de las enfermedades han atacado a la humanidad desde el comienzo del mundo, exterminaron a muchos de nuestros antecesores prehumanos desde que se inició la vida en la Tierra. Pero en virtud de la selección natural de nuestra especie, la raza humana desarrolló las defensas necesarias para resistirlos. No sucumbimos sin lucha ante el ataque de los microbios, y muchas de las bacterias —las que causan la putrefacción en la materia muerta, por ejemplo— no logran arraigo alguno en nuestros cuerpos vivientes.

Pero no existen las bacterias en Marte, y no bien llegaron los invasores, no bien bebieron y se alimentaron, nuestros aliados microscópicos iniciaron su obra destructora. Ya cuando los observé yo estaban irrevocablemente condenados, muriendo y pudriéndose mientras andaban de un lado para otro. Era inevitable. Con un billón de muertes ha adquirido el hombre su derecho a vivir en la Tierra y nadie puede disputárselo; no lo habría perdido aunque los marcianos hubieran sido diez veces más poderosos de lo que eran, pues no en vano viven y mueren los hombres.

Aquí y allá se encontraban diseminados cerca de cincuenta, en total, en aquel último reducto, sorprendidos por una muerte que debe haberles parecido incomprensible.

Para mí también resultó incomprensible su muerte. Todo lo que supe fue que esos seres, que habían sido tan terribles para el hombre, estaban ahora muertos. Por un momento creí que la destrucción de Senaquerib se había repetido, que Dios habíase arrepentido, que el Ángel de la Muerte los había matado durante la noche.

Me quedé mirando hacia el interior del pozo y mi corazón latió jubilosamente. En ese momento me iluminó con sus rayos el sol naciente. El pozo estaba todavía en la penumbra; las tremendas máquinas, tan maravillosas en su poder y complejidad, tan extraterrestres en su forma, mostrábanse fantásticas, vagas y extrañas entre las sombras.

Oí que una multitud de perros reñía entre los cadáveres que yacían en el pozo. Del otro lado del reducto yacía la gran máquina de volar con la que habían estado experimentando en nuestra atmósfera, más densa, cuando les sorprendió la corrupción y la muerte.

Al oír graznidos en lo alto miré hacia la enorme máquina guerrera, que no volvería a luchar más, y vi los restos de carne roja que pendían de los asientos, volcados en su capuchón.

Me volví para mirar cuesta abajo hacia donde se hallaban los otros dos marcianos, rodeados por los pájaros negros. Uno de ellos había muerto mientras llamaba a sus compañeros; quizá fue el último en fenecer y su voz continuó resonando hasta que se agotó la fuerza motriz de su máquina. Ahora relucían ambos como inofensivos trípodes de brillante metal a la luz clara del sol que nacía…

Alrededor del pozo, y salvada como por milagro de una destrucción total, se extendía la madre de las ciudades. Los que han visto Londres sólo velado por sus sombríos mantos de humo no pueden imaginar la desnuda claridad y la belleza del silencioso dédalo de casas.

Hacia el este, sobre las ruinas ennegrecidas de Albert Terrace y la aguja quebrada de la iglesia, el sol brillaba deslumbrante en el cielo límpido, y aquí y allá captaba la luz alguna faceta de una claraboya de cristales. Los rayos tocaban ya el depósito de vinos próximo a la estación Chalk Farm, y los vastos terrenos del ferrocarril, marcados antes con los relucientes rieles, que ahora estaban teñidos de herrumbre debido al desuso.

Hacia el norte se hallaban Kilburn y Hampstead; hacia el oeste se perdía la visión de la gran ciudad debido a la distancia, y hacia el sur, al otro lado del pozo, vi claramente la extensión verde de Regent Park, el hotel Langham, la cúpula del Albert Hall, el Instituto Imperial y las gigantescas mansiones de Brompton Road. A lo lejos se elevaban las azuladas colinas de Surrey y las torres del Crystal Palace relucían como dos varas de plata. La cúpula de St. Paul’s mostrábase oscura contra el resplandor del sol, y por primera vez vi que tenía un enorme agujero en su costado occidental.

Y mientras contemplaba aquella vasta extensión de casas, fábricas e iglesias, silenciosas y abandonadas; mientras pensaba en las esperanzas y esfuerzos, en las vidas que contribuyeron a la construcción de aquel refugio humano y en la terrible amenaza que se cernió sobre todo ello; cuando comprendí que la sombra habíase disipado, que los hombres recorrerían sus calles y que esta vasta ciudad muerta volvería una vez más a la vida, experimenté una emoción que estuvo a punto de arrancar lágrimas de mis ojos.

Había pasado la tempestad. Ese mismo día comenzaría la cura. Los sobrevivientes diseminados por el país —sin líderes, sin ley, sin alimentos, como ovejas sin su pastor—, los miles que huyeran por el mar, emprenderían el regreso; la pulsación de la vida, cada vez más fuerte, volvería a latir en las calles desiertas y a verterse por las plazuelas abandonadas.

Fuera cual fuese la destrucción, habíase ya detenido la mano destructora. Todas las ruinas, los ennegrecidos esqueletos de los edificios, que parecían mirar con desesperación hacia el verdor de la colina, resonarían ahora con los martillazos de los constructores. Al pensar esto tendí las manos hacia el cielo y di las gracias a Dios. En un año, me dije; en un año…

Y luego, con fuerzas aplastadoras, volvió a mi mente la idea de mi situación, el recuerdo de mi esposa y el de la vida de esperanza y ternura que había cesado para siempre.

9
Los restos

Y
ahora llega la parte más extraña de mi relato. Y, sin embargo, quizá no sea del todo extraña. Recuerdo clara, fría y vívidamente todo lo que hice aquel día hasta el momento en que me hallé parado, llorando y alabando a Dios, sobre la cima de Primrose Hill. Lo demás no lo recuerdo…

De los tres días siguientes no sé nada. Después me enteré de que no fui yo el primer descubridor de la derrota marciana. Hubo otros vagabundos que lo descubrieron la noche anterior. Un hombre —el primero— había ido a St. Martin’s-le-Grand, y mientras me hallaba yo en el refugio para cocheros, logró telegrafiar a París. De allí se retransmitió la noticia a todo el mundo. Mil ciudades, aprisionadas por la más terrible aprensión, se iluminaron de pronto; lo sabían ya en Dublín, en Edimburgo, en Manchester, en Birmingham, cuando me encontraba yo parado al borde del pozo.

Ya los hombres, que lloraban de gozo, interrumpían su trabajo para felicitarse y darse la mano. Otros trepaban a los trenes para dirigirse a Londres. Las campanas de las iglesias, que enmudecieron quince días antes, empezaron a tocar a vuelo y resonaron en toda Inglaterra. Hombres en bicicletas, flacos y desaliñados, corrían por todos los caminos comunicando a gritos la noticia. ¡Y los alimentos! Desde el otro lado del canal, del mar del Norte y del Atlántico llegaban ya cargamentos de trigo, pan y carne. Todos los barcos del mundo parecían dirigirse a Londres en aquellos días.

Pero de esto nada recuerdo. Yo vagué demente por las calles. Me encontré, al fin, en la casa de ciertas personas bondadosas, que me encontraron al tercer día andando sin rumbo, gritando y llorando por St. John’s Wood. Después me dijeron que iba cantando una canción improvisada sobre «el último hombre en la Tierra». Preocupadas como estaban por sus propios asuntos, esas personas, a quienes tanto debo y cuyas bondades quisiera agradecer, pero que ignoro sus nombres, me tomaron a su cargo y me cuidaron. Al parecer, se enteraron de fragmentos de mi historia durante los días en que estuve delirante.

Cuando se hubo recobrado mi mente, me dieron con gran suavidad la noticia del destino corrido por Leatherhead. Dos días después de quedar yo aprisionado en la casa derruida, un marciano destruyó aquella población por completo y exterminó a todos sus habitantes. Al parecer, la barrió por completo sin la menor provocación, como podría un muchacho aplastar un hormiguero sólo por capricho.

Era yo un hombre completamente abatido y fueron muy buenos conmigo. Con ellos estuve durante cuatro días después de recuperarme. Todo ese tiempo sentí un anhelo inmenso de ir a ver lo que quedaba de aquella vida tan feliz de mi pasado. Era un deseo desesperado de contemplar mi propia desdicha. Ellos me disuadieron e hicieron todo lo posible por convencerme de que no lo hiciera. Pero, al fin, no pude resistir ya el impulso y, prometiéndoles que volvería, me separé de ellos con lágrimas en los ojos y salí de nuevo a las calles, que viera por última vez oscuras y abandonadas.

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