La guerra de los mundos (19 page)

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Authors: H.G. Wells

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La guerra de los mundos
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Vacilé un rato y luego, en un impulso desesperado y con el corazón latiéndome violentamente, subí a lo alto de las ruinas bajo las cuales me encontrara sepultado tanto tiempo.

De nuevo miré a mi alrededor. Tampoco hacia el norte se veía ningún marciano.

La última vez que viera a Sheen a la luz del día, la población había sido una bien cuidada calle flanqueada de casas blancas de tejados rojos y numerosos árboles de sombra. Ahora me encontré con un montón de escombros, sobre el cual se extendía una multitud de plantas rojas que parecían cactos y llegaban hasta la altura de la rodilla. La vegetación terrestre no le disputaba la posesión del terreno. Los árboles próximos estaban muertos; en los más lejanos vi que una serie de tallos rojos cubrían los troncos y ramas.

Las casas vecinas habíanse desplomado todas, pero ninguna de ellas estaba quemada; algunas de las paredes manteníanse en pie hasta la altura del primer piso, con sus ventanas rotas y puertas destrozadas. La hierba roja crecía exuberante en sus habitaciones sin techo. Debajo de mí se hallaba el enorme pozo donde los cuervos se disputaban los restos. A lo lejos vi a un gato flaco que se deslizaba a lo largo de una pared, pero no descubrí señal alguna de seres humanos.

En contraste con mi reciente encierro, el día me parecía extraordinariamente brillante, el cielo de un azul intenso. Una suave brisa mecía constantemente a la hierba roja, que cubría todo el terreno libre. Y, ¡ah!, la dulzura del aire libre.

6
Después de quince días

D
urante un tiempo me quedé parado sobre la pila de escombros sin pensar en el peligro. Dentro de la cueva de la que acababa de salir sólo había pensado en nuestra seguridad inmediata. No me hice cargo de lo que sucedía en el mundo, no imaginé el sorprendente espectáculo que me esperaba a la salida. Había esperado ver a Sheen en ruinas… y ahora tenía ante mí el paisaje fantástico de otro planeta.

En ese momento experimenté una emoción que está más allá del alcance de los hombres, pero que las pobres bestias a las que dominamos conocen muy bien. Me sentí como podría sentirse el conejo al volver a su cueva y verse de pronto ante una docena de peones que cavan allí los cimientos para una casa. Tuve el primer atisbo de algo que poco después se tornó bien claro a mi mente, que me oprimió durante muchos días: me sentí destronado, comprendí que no era ya uno de los amos, sino un animal más entre los animales sojuzgados por los marcianos. Nosotros tendríamos que hacer lo mismo que aquéllos: vivir en constante peligro, vigilar, correr y ocultarnos; el imperio del hombre acababa de fenecer.

Pero esta idea extraña se borró de mi mente tan pronto se hubo presentado y no pensé ya en otra cosa que no fuera satisfacer mi hambre de tantos días. A cierta distancia, al otro lado de una pared cubierta de rojo, vi un trozo de terreno al descubierto. Esto me dio una idea y avancé por entre la hierba roja, que en partes me llegaba hasta el cuello. La densidad de las extrañas plantas me brindaba un escondite seguro. La pared tenía un metro ochenta de alto, y cuando la intenté trepar descubrí que mis fuerzas no me lo permitían. Por eso avancé un trecho por su lado, llegué a una esquina y vi allí un montón de escombros, que me permitió subir a ella y bajar a la huerta del otro lado. Allí encontré algunas cebollas, un par de bulbos de gladiolos y una cantidad de zanahorias no del todo maduras. Me apoderé de todo ello y, salvando de nuevo la pared en ruinas, seguí camino por entre los árboles escarlatas en dirección a Kew. Aquello era como marchar por una avenida flanqueada por gigantescas gotas de sangre.

Mi idea principal era obtener más alimentos y alejarme de los alrededores del pozo todo lo que me permitieran mis piernas.

A cierta distancia, en un lugar cubierto de hierba, había un grupo de hongos, que devoré, y después llegué a un lago de poca profundidad sobre lo que antes fuera un campo sembrado. Estos escasos alimentos sólo sirvieron para avivar mi hambre. Al principio me sorprendió ver allí agua a esa altura del año, pero después descubrí que esto se debía a la exuberancia tropical de la hierba roja. Al encontrar agua, esta extraordinaria vegetación se tornaba gigantesca y adquiría una fecundidad notable. Sus semillas llegaron hasta el Wey y el Támesis, y la titánica planta, que crecía con tanta rapidez, ahogó de inmediato a ambos ríos.

En Putney, como lo comprobé después, el puente estaba cubierto por completo por esa hierba, y también en Richmond se vertían las aguas del Támesis en un amplio lago, que cubría las campiñas de Hampton y Twickenham. Al extenderse las aguas, la hierba las seguía, hasta que las villas en ruinas del valle del Támesis estuvieron por un tiempo perdidas en medio de un pantano rojo —cuyas márgenes exploré—, y gran parte de la desolación causada por los marcianos quedó así oculta.

Al fin, sucumbió la hierba roja con tanta rapidez como se extendió. Fue presa de una enfermedad debida a la acción de ciertas bacterias. Ahora bien, por obra de la selección natural, todas las plantas terrestres han adquirido una resistencia especial contra las enfermedades de ese tipo; jamás mueren sin defenderse. Pero la hierba roja se pudrió como algo ya muerto. Perdió el color y fue encogiéndose y tornándose quebradiza. Se rompía al tocarla, y las aguas, que estimularon su crecimiento, se llevaron sus últimos vestigios hacia el mar…

Naturalmente, lo primero que hice al llegar al agua fue satisfacer mi sed. Bebí mucho, y movido por un impulso, me llevé a la boca un puñado de la hierba; pero era muy acuosa y de un desagradable sabor metálico.

Descubrí que el lago tenía poca profundidad y que me era posible caminar por allí, aunque la hierba roja dificultaba bastante el paso; pero como el pantano se tornaba más profundo a medida que me acercaba al río, me volví hacia Mortlake.

Logré seguir el camino fijándome en las ruinas de las villas y en las cercas y columnas de alumbrado, consiguiendo salir, al fin, de ese lugar, subir por una cuesta que iba hacia Rochampton e ir a parar al campo comunal de Putney.

Allí cambiaba la escena. Lo extraño y poco familiar convertíase en la ruina de lo conocido. En algunos lugares parecía haber pasado un ciclón, y al avanzar un centenar de metros encontré espacios en perfectas condiciones; casas con sus persianas y puertas cerradas, como si sus dueños se hubieran ido por un día o estuvieran durmiendo en el interior. La hierba roja era menos abundante; los árboles del camino estaban libres de la enredadera marciana. Busqué alimentos entre los árboles, pero no hallé nada. Entré en un par de casas silenciosas, sólo para descubrir que ya habían estado antes otros saqueadores.

Como estaba demasiado agotado para continuar andando, descansé el resto del día entre los setos.

Durante todo este tiempo no vi seres humanos ni descubrí rastros de los marcianos. Encontré un par de perros hambrientos, pero los dos se alejaron apresuradamente cuando intenté atraerlos. Cerca de Rochampton había visto dos esqueletos humanos, y en el bosquecillo junto al que me hallaba descubrí los huesos aplastados de varios gatos y conejos, como así también el de una oveja. Aunque quise roer estos huesos, no pude saciar mi hambre.

Después de la caída del sol seguí andando por el camino en dirección a Putney, donde creo que por alguna razón usaron los marcianos su rayo calórico. En un jardín del otro lado de la población obtuve una cantidad de patatas apenas maduras, que engullí con gran gusto. Desde esa huerta se podía ver Putney y el río. Reinaba allí la desolación: árboles ennegrecidos, ruinas abandonadas, y al pie de la colina veíase el río teñido de rojo. Y, sobre todo, se cernía el silencio como un pesado manto. Al pensar en la rapidez con que se había operado un cambio tan aterrador, me sentí lleno de desesperación.

Por un tiempo creí que la humanidad había dejado de existir y que era yo el único hombre que quedaba con vida. Cerca de la cima de Putney Hill encontré otro esqueleto humano, con los brazos arrancados. Al seguir avanzando me convencí cada vez más de que ya se había cumplido la exterminación de la raza humana. Pensé que los marcianos habrían seguido su marcha para ir a otra parte en busca de alimento. Tal vez en ese momento estaban destruyendo París o Berlín o quizá se habían ido hacia el norte…

7
El hombre de Putney Hill

A
quella noche la pasé en la hostería que se halla en lo alto de Putney Hill y por primera vez desde mi huida a Leatherhead dormí en una cama. No relataré el trabajo inútil que me costó forzar la entrada en la hostería —después descubrí que la puerta principal estaba sin llave— ni cómo registré todas las habitaciones en busca de alimento hasta que, ya a punto de renunciar, encontré, al fin, un pan roído por las ratas y dos latas de ananás en conserva. La casa ya había sido saqueada. Después descubrí en el bar algunos bizcochos y sandwiches, que habían pasado por alto los que estuvieron allí antes que yo. Los sandwiches no pude comerlos, pero los bizcochos estaban buenos e hice una abundante provisión de ellos.

No encendí lámparas por temor de que algún marciano se aproximara a aquella parte de Londres durante la noche. Antes de acostarme sufrí un intervalo de inquietud y anduve de ventana en ventana espiando hacia el exterior por si veía a los monstruos. Dormí poco. Mientras me hallaba en la cama pude pensar como no lo hiciera desde mi última riña con el cura. Desde entonces hasta ese momento mi condición mental había sido una rápida sucesión de vagos estados emocionales o una especie de estúpida negación de la inteligencia. Pero aquella noche, fortificado ya por los alimentos ingeridos, pude reflexionar con claridad.

Tres detalles se esforzaban por lograr el predominio absoluto en mi cerebro: la muerte del cura, el paradero de los marcianos y el posible destino corrido por mi esposa. Lo primero no me causaba horror ni remordimiento; lo consideraba simplemente como algo terminado y como un recuerdo desagradable, pero nada más. Me veía entonces como me veo ahora, llevado paso a paso hacia aquel acto de violencia, víctima de una sucesión de accidentes que me condujo a la tragedia final. No sentía remordimientos; sin embargo, me molestaba el recuerdo. En el silencio de la noche, presa de esa sensación de la proximidad de Dios que solemos experimentar mientras reinan el silencio y la oscuridad, me formé el único juicio por aquel momento de ira y temor.

Revisé mentalmente cada aspecto de nuestras relaciones desde el momento en que le hallé junto a mí, sin prestar atención a mi sed y señalando hacia el humo y las llamas que se alzaban de las ruinas de Weybridge. En ningún momento nos comprendimos. De haber previsto lo que iba a ocurrir le hubiera dejado en Halliford. Mas no preví nada, y el crimen es prever y obrar. Dejo constancia de esto tal como fue. No hubo testigos: bien podría haber ocultado estas cosas. Pero lo incluyo en mi relato, como he incluido todo, y que el lector se forme el juicio que le dicte su criterio.

Y cuando hube dejado de lado el recuerdo de su cuerpo inerte hice frente al problema de los marcianos y al posible destino de mi esposa. Con respecto a lo primero no tenía informe alguno; podía imaginar mil cosas, lo mismo que con lo segundo. Y de pronto, la noche me pareció terrible. Me senté en el lecho, con la vista clavada en la oscuridad. Pedí al cielo que el rayo calórico la hubiera matado súbitamente y sin causarle sufrimientos. Desde la noche de mi regreso de Leatherhead no había orado. Había murmurado plegarias falsas, había orado como los paganos profieren encantamientos en casos de apuro; pero ahora oré en realidad, con cordura y fe, cara a cara con las tinieblas de Dios. ¡Extraña noche! Y más extraña aún en esto: tan pronto como llegó el alba, yo, que había hablado con Dios, salí de la casa furtivamente, como la rata abandona su cueva. Era entonces un animal inferior, tan perseguido como el roedor al que he mencionado. Es seguro que si esta guerra no nos enseñó otra cosa, nos hizo, por lo menos, ser comprensivos con las bestias a las que dominamos.

Era un día magnífico y el cielo se teñía de rosa en el oriente. En el camino que se extiende desde Putney Hill hasta Wimbledon había una serie de dolorosos vestigios del aterrorizado torrente, que debe haber llegado a Londres el domingo por la noche, después que se iniciaron las hostilidades.

Vi un carro de dos ruedas con una inscripción que decía: «Thomas Lobb, verdulero, New Malden». Tenía una rueda destrozada y junto al mismo había un sombrero de paja incrustado en el barro ahora seco. En la parte superior de West Hill descubrí muchos vidrios manchados de sangre cerca de un abrevadero derribado.

Mis movimientos eran lánguidos, mis planes muy vagos. Tenía la idea de ir hasta Leatherhead, aunque no ignoraba que eran muy escasas las posibilidades de que hallara allí a mi esposa. A menos que la muerte les hubiera sorprendido súbitamente, era lógico suponer que mis primos habían huido; pero me pareció que podría enterarme allí de la dirección en que habían marchado los habitantes de Surrey. Deseaba encontrar a mi esposa, pero no sabía cómo hacerlo. En esos momentos caí en la cuenta de mi terrible soledad.

Desde la esquina avancé por entre los setos y árboles hacia los límites del amplio campo comunal de Wimbledon.

Aquella extensión oscura estaba salpicada en parte por flores de retama y árgomas amarillas; no vi la hierba roja, y cuando andaba de un lado a otro, sin decidirme a salir a campo abierto, se levantó el sol, inundándolo todo con su luz y vitalidad.

Descubrí entonces un grupo de ranas muy ocupadas en alimentarse en un charquito entre los árboles. Me detuve para mirarlas y ellas me dieron una lección en su firme voluntad de continuar viviendo.

Poco después me volví con la extraña impresión de que alguien me observaba y descubrí algo acurrucado entre un matorral cercano. Me quedé mirándolo. Después di un paso en esa dirección y del matorral se levantó un hombre armado con un machete. Me acerqué con lentitud mientras él me observaba en silencio y sin moverse.

Al avanzar me di cuenta de que vestía ropas tan sucias como las mías. En verdad, daba la impresión de haberse arrastrado por las zanjas del camino. Sus negros cabellos le caían sobre los ojos y sus facciones mostrábanse oscuras, sucias y enflaquecidas, razón por la cual no le reconocí al principio. Tenía un tajo enrojecido en la parte inferior de la cara.

—¡Deténgase! —me gritó cuando me hallaba a diez metros de él.

Me detuve de inmediato.

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