La guerra de los mundos (16 page)

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Authors: H.G. Wells

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La guerra de los mundos
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Estos ruidos, en su mayor parte misteriosos, continuaron de manera intermitente y parecieron acrecentar en número a medida que transcurría el tiempo. Después oímos golpes mesurados y una vibración violenta, que hizo temblar todo lo que nos rodeaba y saltar los recipientes que había en el armario. En cierta oportunidad se eclipsó la luz y la entrada de la cocina quedó completamente a oscuras. Durante muchas horas nos quedamos allí acurrucados en silencio y temblorosos, hasta que, al fin, se agotaron nuestras fuerzas…

Pasado un lapso me desperté hambriento. Creo que debe haber transcurrido la mayor parte de un día antes que despertara. Mi hambre era tan insistente que me obligó a entrar en acción. Le dije a mi compañero que iba a buscar alimentos y avancé a tientas hacia la despensa. Él no me respondió, pero tan pronto como empecé a comer le oí acercarse arrastrándose.

2
Lo que vimos desde las ruinas

D
espués de comer volvimos al lavadero, y allí debo haberme dormido otra vez, pues cuando levanté de nuevo la cabeza me encontré solo. La vibración y los golpes continuaban con persistencia cansadora. Varias veces llamé al cura en voz baja, y al fin avancé a tientas hasta la puerta de la cocina.

Todavía era de día y le vi al otro lado del cuarto apoyado contra la abertura triangular que daba al lugar donde se hallaban los marcianos. Tenía los hombros levantados y no pude verle la cabeza.

Oí una serie de ruidos, casi como los que predominan en un taller mecánico, y las paredes temblaban con la vibración continua de los golpes. A través de la abertura pude ver la copa de un árbol teñida de oro y el azul del cielo tranquilo de la tarde.

Por un momento me quedé mirando al cura, y al fin avancé con gran cuidado por entre los fragmentos de loza que cubrían el piso.

Toqué la pierna de mi compañero y él dio un respingo tan violento, que derribó un trozo de revoque, haciéndolo caer al suelo con fuerte ruido. Le así del brazo temiendo que gritara y durante largo rato nos quedamos completamente inmóviles.

Después me volví para ver lo que quedaba de la pared. La caída del revoque había dejado una raja vertical, y levantándome con cuidado sobre el tirante pude mirar por allí hacia lo que el día anterior fuera un tranquilo camino suburbano. Vasto fue el cambio que observé.

El quinto cilindro debe haber caído exactamente sobre la casa que visitáramos primero. El edificio había desaparecido, completamente pulverizado y lanzado a los cuatro vientos por el golpe.

El cilindro yacía ahora mucho más abajo de los cimientos originales, en un profundo agujero, ya mucho más amplio que el pozo que viera yo en Woking. Toda la tierra de alrededor había saltado ante el tremendo impacto y formaba montones que tapaban las casas adyacentes. Había salpicado igual que el barro al recibir el golpe violento de un martillo.

Nuestra casa habíase desplomado hacia atrás; la parte delantera, incluso el piso bajo, estaba completamente destruida; por casualidad se salvaron la cocina y el lavadero, los cuales estaban ahora sepultados bajo la tierra y las ruinas por todas partes menos por el lado que daba al cilindro.

Estábamos, pues, al borde mismo del gran foso circular que los marcianos se ocupaban en abrir. Los golpes que oíamos procedían de atrás, y a cada momento se levantaba una nube de vapor verdoso que nos obstruía la visión.

El proyectil habíase abierto ya en el centro del pozo, y sobre el borde más lejano del agujero, entre los restos de los setos, vimos una de las grandes máquinas de guerra, abandonada ahora por su ocupante, y destacándose en toda su altura contra el cielo.

Al principio no me fijé mucho en el pozo o en el cilindro, aunque me ha resultado más conveniente describirlos primero. Lo que más me llamó la atención en aquellos momentos fue el extraordinario mecanismo reluciente que realizaba trabajos en la excavación, y también las extrañas criaturas que se arrastraban lenta y penosamente sobre un montón de tierra próximo.

El mecanismo me interesó más que nada. Era uno de esos complicados aparatos que después dimos en llamar máquinas de trabajo y cuyo estudio ha dado ya un tremendo impulso a los inventos terrestres.

A primera vista parecía ser una especie de araña metálica dotada de cinco patas articuladas y muy ágiles y con un número extraordinario de palancas, barras y tentáculos. La mayoría de sus brazos estaban metidos en el cuerpo; pero con tres largos tentáculos retiraba un número de varas, chapas y barras que fortificaban las paredes del cilindro. Al irlas extrayendo las levantaba para depositarlas sobre un espacio llano que tenía detrás.

Sus movimientos eran tan rápidos, complejos y perfectos, que al principio no la tomé por una máquina, a pesar de su brillo metálico. Las máquinas de guerra estaban extraordinariamente bien coordinadas en todos sus movimientos, pero no podían compararse a la que miraba ahora. La gente que nunca ha visto estas estructuras y sólo puede guiarse por los vanos esfuerzos de los dibujantes y las descripciones imperfectas de testigos oculares, como yo, no se da cuenta de la cualidad de vida que poseían.

Recuerdo particularmente la ilustración incluida en uno de los primeros folletos que se publicaron para dar al público un relato consecutivo de la guerra. Es evidente que el artista hizo un estudio apresurado de una de las máquinas guerreras, y allí terminaba su conocimiento de la materia. Las presentó como trípodes fijos, sin flexibilidad ninguna y con una monotonía de efecto muy engañadora. El folleto que contenía estos dibujos estuvo muy en boga y lo menciono aquí simplemente para advertir al lector contra la impresión que puedan haber creado. Se parecían tanto a los marcianos que yo vi en acción como puede parecerse un muñeco holandés a un ser humano. En mi opinión, el folleto habría resultado mucho más útil sin ellos.

Al principio, como dije, la máquina de trabajo no me dio la impresión de que fuera tal, sino más bien una criatura parecida a un cangrejo con un tegumento reluciente, mientras que el marciano que la controlaba y que con sus delicados tentáculos provocaba sus movimientos me pareció simplemente el equivalente a la porción cerebral del cangrejo. Pero luego percibí la semejanza de su pie gris castaño y reluciente con la de los otros cuerpos que se hallaban tendidos en el sucio, y entonces me hice cargo de la verdadera naturaleza del habilísimo obrero. Al darme cuenta de esto mi interés se desvió entonces hacia los verdaderos marcianos. Ya había tenido una impresión pasajera de ellos y no oscurecía ahora mi razón el primer momento de repugnancia. Además, me hallaba oculto e inmóvil y no me veía obligado a huir.

Vi entonces que eran las criaturas más extraterrestres que imaginarse pueda. Eran enormes cuerpos redondeados —más bien debería decir cabezas—, de un metro veinte de diámetro, y cada uno tenía delante una cara. Esta cara no tenía nariz— los marcianos parecen no haber tenido el sentido del olfato—, sino sólo un par de ojos muy grandes y de color oscuro, y debajo de ellos una especie de pico carnoso. En la parte posterior de la cabeza o cuerpo —no sé cómo llamarlo— había una superficie tirante que oficiaba de tímpano y a la que después se ha considerado como la oreja, aunque debe haber sido casi inútil en nuestra atmósfera, más densa que la de Marte.

En un grupo alrededor de la boca había dieciséis tentáculos delgados y semejantes a látigos, dispuestos en dos montones de ocho cada uno. Estos montones han sido llamados manos por el profesor Howes, el distinguido anatomista.

Cuando vi a esos marcianos parecían todos esforzarse por alzarse sobre esas manos; pero, naturalmente, con el peso aumentado debido a la mayor gravedad de la Tierra, esto les resultaba imposible. Hay razones para suponer que en su planeta materno deben haber avanzado sobre ellos con relativa facilidad.

Diré de paso que el estudio de estos seres ha demostrado después que su anatomía interna era muy sencilla. La mayor parte de la estructura era el cerebro, que enviaba enormes nervios a los ojos, oreja y tentáculos táctiles. Además de esto estaban los complicados pulmones, a los que daba la boca directamente, y luego el corazón y sus arterias. La laboriosa función pulmonar causada por nuestra atmósfera, más densa, y por la mayor atracción gravitacional era claramente evidente en los convulsivos movimientos de sus cuerpos.

Y esto es el total de los órganos marcianos. Por extraño que el detalle pueda parecer a un ser humano, todo el complejo aparato de la digestión, que forma la mayor parte de nuestros cuerpos, no existe en los marcianos. Eran cabezas, solamente cabezas. Entrañas no tenían. No comían y, naturalmente, no tenían nada que digerir. En cambio, se apoderaban de la sangre fresca de otros seres vivientes y la inyectaban en sus venas. Yo mismo los he visto hacer esto, como lo mencionaré a su debido tiempo. Pero aunque se me tache de demasiado escrupuloso, no puedo decidirme a describir lo que no me fue posible estar mirando mucho tiempo. Baste decir que la sangre obtenida de un animal todavía vivo, en la mayoría de los casos de un ser humano, era introducida directamente en el canal receptor por medio de una pipeta pequeña…

Sin duda alguna, la sola idea de este procedimiento nos resulta horriblemente repulsiva, mas al mismo tiempo opino que deberíamos recordar lo repulsivos que habrían de parecer nuestros hábitos carnívoros a un conejo dotado de facultades razonadoras.

Son innegables las ventajas fisiológicas de la práctica de la inyección de sangre. Para aceptarlas basta pensar en el tremendo derroche de tiempo y energía que es para los humanos la función de comer y el proceso digestivo. Nuestros cuerpos están constituidos casi por completo por glándulas, conductos y órganos cuya función es la de convertir en sangre los alimentos más heterogéneos. Los procesos digestivos y sus reacciones sobre el sistema nervioso consumen nuestras fuerzas y afectan nuestras mentes. Los hombres suelen ser felices o desdichados según tengan el hígado sano o enfermo o de acuerdo con el funcionamiento de sus glándulas gástricas. Pero los marcianos se encuentran elevados en un plano superior a todas estas fluctuaciones orgánicas de estados de ánimo y emoción.

Su innegable preferencia por los hombres para que les sirvieran de alimento se explica, en parte, por los restos de las víctimas que trajeron con ellos desde Marte como provisión. Estas criaturas, según podemos juzgar por los despojos que cayeron en manos humanas, eran bípedos, con frágiles esqueletos silíceos (casi como el de las esponjas silíceas) y débil musculatura, de un metro ochenta de estatura, cabeza redonda y grandes ojos. Al parecer, trajeron dos o tres en cada cilindro y todos murieron antes que llegaran a tierra. Es mejor que así fuera, pues el esfuerzo de querer pararse en nuestro planeta habría destrozado todos los huesos de sus cuerpos.

Y ya que estoy ocupado en esta descripción agregaré algunos detalles, que aunque no fueron evidentes para nosotros en aquel entonces, permitirán al lector que no los conoce formarse una idea más clara de lo que eran estas criaturas tan belicosas.

En otros tres puntos diferían fisiológicamente de nosotros. Estos seres no dormían nunca, como no lo hace el corazón del hombre. Como no tenían un gran sistema muscular que debiera recuperarse de sus fatigas, la extinción periódica que es el sueño era desconocida para ellos. No parecen haber conocido lo que es el cansancio. En nuestra Tierra jamás pudieron moverse sin hacer grandes esfuerzos; sin embargo, estuvieron en movimiento hasta el último minuto. Cumplían veinticuatro horas de labor durante el día, como quizá lo hagan en la Tierra las hormigas.

Además, por extraño que parezca en un mundo sexual, los marcianos carecían de sexo y, por tanto, se veían libres de las tumultuosas emociones causadas en los seres humanos por esa diferencia. Ya no cabe la menor duda de que un marciano joven nació aquí, en la Tierra, durante la contienda, y se le halló adherido a su padre, como un pimpollo, tal como aparecen los bulbos de los lirios o los animales jóvenes en el pólipo de agua dulce.

En el hombre y en todas las formas más adelantadas de vida terrestre ese sistema de crecimiento ha desaparecido; pero aun en la Tierra fue, sin duda, el que primó al principio. Entre los animales más bajos de la escala, y aun hasta en los tunicados, aquellos primeros primos de los animales vertebrados, los dos procesos ocurren por igual; pero, finalmente, el método sexual terminó por sobrepasar a su competidor. En Marte, empero, ha ocurrido lo contrario.

Vale la pena comentar que cierto escritor de reputación quasi científica, que escribió mucho antes de la invasión marciana, profetizó para el hombre una estructura final no muy diferente de la predominante entre los marcianos. Según recuerdo, su profecía fue publicada en noviembre o diciembre de 1893, en una publicación extinta ya hace tiempo, el Pall Mall Budget, y no he olvidado una parodia de la misma que apareció en un periódico premarciano llamado
Punch
. Declaró —escribiendo en son de chanza— que la perfección de los adelantos mecánicos terminaría por reemplazar a los órganos, y la perfección de las sustancias químicas, a la digestión; que detalles externos, tales como el pelo, la nariz, los dientes, las orejas, la barbilla, no eran partes esenciales del ser humano, y que la tendencia de la selección natural llegaría a suprimirlos en los siglos venideros. Sólo el cerebro quedaría como necesidad cardinal. Sólo una parte del cuerpo tenía un motivo verdadero para subsistir, y con ello se refería a la mano, «maestra y agente del cerebro». Mientras que el resto del cerebro se empequeñeciera, las manos se agrandarían.

Muchas palabras acertadas se escriben en broma, y en los marcianos tenemos la prueba innegable de la supresión del aspecto animal del organismo por la inteligencia.

Por mi parte, no me cuesta creer que los marcianos pueden ser descendientes de seres no muy diferentes de nosotros. Con el correr de las edades se fueron desarrollando el cerebro y las manos (estas últimas se convirtieron, al fin, en dos grupos de delicados tentáculos) a expensas del resto del cuerpo. Sin el cuerpo es natural que el cerebro se convirtiera en una inteligencia más egoísta y carente del sustrato emocional de los seres humanos.

El último punto importante en el cual diferían de nosotros estos seres era algo que cualquiera habría considerado como un detalle trivial. Los microorganismos que causan tantas enfermedades en la Tierra no han aparecido en Marte o la ciencia de los marcianos los ha eliminado hace ya siglos. Todos los males, las fiebres y los contagios de la vida humana, la tuberculosis, el cáncer, los tumores y otros flagelos similares no existen para ellos. Y ya que hablo de las diferencias entre la vida marciana y la terrestre aludiré aquí a la curiosa hierba roja.

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