Por mi parte, hice un esfuerzo y aclaré mis ideas. Una vez que pude hacer frente a los hechos con frialdad se me ocurrió que, por terrible que fuera nuestra situación, no había aún motivo para desesperar del todo. Nuestra salvación dependía de la posibilidad de que los marcianos tuvieran ese pozo como campamento temporario. Y aunque lo mantuvieran de manera permanente podrían considerar innecesario vigilarlo siempre y era posible que se nos presentara una oportunidad de escapar. También tuve en cuenta la posibilidad de abrirnos paso cavando en dirección opuesta al foso; pero al principio me pareció que corríamos el riesgo de salir a la vista de alguna máquina guerrera que estuviese en guardia. Además, tendría que haber cavado yo solo. El cura no me hubiera ayudado en nada.
Si es que no me falla la memoria, fue el tercer día cuando vi morir al muchacho. Fue la única vez que observé realmente cómo se alimentaban los marcianos. Después de esta experiencia estuve apartado de la ranura durante casi todo un día.
Me fui al lavadero, quité la puerta y pasé varias horas cavando con mi hacha lo más silenciosamente posible; pero cuando hube abierto un agujero de más de medio metro de profundidad, la tierra suelta cayó con gran ruido y no me atreví a continuar. Perdí el ánimo y estuve echado largo tiempo en el suelo, sin valor para levantarme ni moverme. Y después de aquello abandoné por completo la idea de abrirme paso cavando.
Tal era la impresión que me habían causado los invasores, que al principio no abrigué la menor esperanza de que nos liberara su derrota por los humanos. Pero la cuarta o quinta noche oí explosiones como los cañonazos.
Era muy tarde y la luna brillaba en el cielo. Los marcianos habían sacado la máquina excavadora, y salvo la máquina guerrera, que se hallaba en el lado opuesto del pozo, y una máquina de trabajo, que laboraba en un rincón fuera de mi campo visual, el lugar estaba desierto. Excepción hecha del resplandor pálido de la máquina de trabajo y de los listones de luz lunar, el foso se hallaba en la oscuridad y reinaba allí el silencio, que interrumpía sólo el tintineo musical de la máquina de trabajo.
Oí aullar a un perro y ese sonido familiar me hizo aguzar el oído. Llegó entonces hasta mí el detonar de potentes estampidos. Seis detonaciones llegué a contar, y después de un largo intervalo resonaron otras seis. Eso fue todo.
F
ue el sexto día de nuestro encierro cuando espié por última vez y a poco me encontré solo. En lugar de mantenerse cerca de mí y tratar de ganar la ranura, el cura había vuelto al lavadero.
Se me ocurrió una idea súbita y regresé con rapidez y en silencio. En la oscuridad le oí beber. Tendí las manos y alcancé a asir una botella de vino.
Luchamos durante unos minutos. La botella cayó al suelo y se hizo añicos; yo desistí de mis esfuerzos y me puse en pie. Nos quedamos jadeantes, amenazándonos mutuamente. Al fin, me planté entre él y los alimentos y le expresé mi determinación de iniciar una disciplina rígida. Dividí los alimentos de la alacena en raciones que nos durasen diez días. Esa mañana no le permití comer nada más. Por la tarde hizo un esfuerzo por apoderarse de las provisiones. Yo había estado durmiendo, pero desperté de inmediato.
Durante todo el día y toda la noche estuvimos sentados el uno frente al otro: yo, agotado, pero resuelto, y él, sollozante y quejándose de que tenía hambre. Sé que fue un día y una noche, pero a mí me pareció una eternidad.
Y así terminó al fin, en lucha abierta, nuestra creciente incompatibilidad. Durante dos días luchamos en silencio. Hubo momentos en que le golpeé furiosamente, y otros en que traté de persuadirle, y en cierta oportunidad quise sobornarle con la última botella de vino, ya que había un caño de desagüe del que podía yo obtener agua de lluvia.
Pero ni la fuerza ni la bondad me sirvieron de nada; el hombre había rebasado ya los límites de la razón. No desistía ni de los ataques contra los alimentos ni de sus ruidosos monólogos. Las precauciones más rudimentarias para hacer habitable nuestra prisión no quiso observarlas. Lentamente comencé a notar el derrumbe total de su inteligencia y me hice cargo de que mi compañero de encierro era un enfermo.
Por ciertos recuerdos vagos que conservo, me inclino a pensar que también mi mente fallaba a veces. Solía tener pesadillas horribles cada vez que me dormía. Parece extraño, pero creo que la debilidad y la locura del cura me advirtieron del peligro y me obligaron a mantenerme cuerdo.
El octavo día comenzó a hablar en alta voz en lugar de susurrar y nada pude hacer para que moderase el tono.
—¡Es justo, oh Dios! —decía una y otra vez—. Es muy justo. Seamos castigados todos. Hemos pecado y te fallamos. Había pobreza y desdicha; los pobres eran aplastados en el polvo y yo no dije nada. Prediqué locuras aceptables cuando debí haberme impuesto, aunque muriera por ello, y pedido que se arrepintieran… Opresores del pobre y necesitado… ¡El vino del Señor!
Luego volvía de pronto a recordar el alimento de que yo le privaba y se ponía a llorar, pedir y, al fin, a amenazar. Comenzó a elevar la voz. Le rogué que no lo hiciera. Notó que tenía entonces una ventaja sobre mí y amenazó con gritar y atraer así a los marcianos.
Por un tiempo me asustó eso; pero cualquier concesión habría limitado nuestras posibilidades de salvación. Le desafié, aunque no estaba muy seguro de que no era capaz de cumplir su amenaza. Pero aquel día no lo hizo. Habló cada vez más alto durante la mayor parte de los días octavo y noveno. Sus amenazas y ruegos se mezclaban con un torrente en el que expresaba su arrepentimiento por no haber cumplido con su deber para con Dios. Todo esto hizo que le compadeciera. Luego durmió un rato, y al despertar empezó de nuevo con mayores energías y en voz tan alta, que por fuerza debí hacerle desistir.
—¡Calle! —le imploré.
Se levantó sobre sus rodillas, pues había estado sentado cerca del fregadero.
—He callado demasiado tiempo —manifestó en tono que debió haber llegado hasta el pozo—. Ahora debo hacer mi declaración. ¡Pobre de esta ciudad infiel! ¡Calamidad! ¡Ay de nosotros! ¡Ay de los habitantes de la Tierra, que no oyen la voz de la trompeta!…
—¡Calle! —dije poniéndome en pie, temeroso de que nos oyeran los marcianos—. ¡Por amor de Dios!…
—¡No! —exclamó el cura a voz en grito, parándose también y levantando los brazos—. ¡Hablaré! La palabra del Señor sale por mi boca.
En tres saltos llegó hasta la puerta que daba a la cocina.
—Debo hablar. Me voy. Ya me he demorado demasiado.
Extendí la mano y toqué la cuchilla colgada de la pared. Casi enseguida salí detrás de él. Me enloquecía el temor. Antes que hubiera cruzado la cocina le había alcanzado. Obedeciendo a un último rasgo humanitario volví la pesada cuchilla y le golpeé con el mango. Cayó boca abajo y quedóse tendido en el suelo. Yo tropecé con él y me quedé jadeante.
De pronto oí un ruido proveniente de afuera. Era el golpe del revoque al deslizarse y caer, y la abertura triangular se oscureció de inmediato. Al levantar la vista vi la parte inferior de la máquina de trabajo. Uno de sus tentáculos se abría paso sobre los escombros, otro tentó entre los tirantes caídos.
Me quedé petrificado. Luego vi a través de una plancha de vidrio cerca del borde del cuerpo la cara y los grandes ojos oscuros de un marciano que miraba. Después se extendió un largo tentáculo hacia el interior.
Me volví con un esfuerzo, tropecé con el cura y salté para llegar hasta la puerta del lavadero. El tentáculo habíase introducido ya dos metros en el recinto y se movía de un lado a otro con movimientos algo bruscos.
Por un momento me quedé fascinado ante su avance. Luego, lanzando un débil grito ahogado, entré en el lavadero. Temblaba violentamente y a duras penas pude mantenerme en pie. Abrí la puerta del depósito de carbón y me quedé allí, en las tinieblas, mirando hacia la puerta de la cocina. ¿Me habría visto el marciano? ¿Qué haría ahora?
Algo se movía allí de un lado a otro con gran cuidado; a ratos golpeaba contra la pared o hacía un movimiento repentino acompañado de un leve tintinear metálico, como los movimientos de una llave en un llavero.
Luego un pesado cuerpo —supe muy bien lo que era— fue arrastrado por el piso de la cocina hacia la ranura.
Sin poder resistir, me deslicé hasta la puerta y espié desde allí. En el triángulo de luz exterior estaba el marciano dentro de la máquina de trabajo observando la cabeza del cura. De inmediato pensé que deduciría mi presencia por la marca del golpe que le aplicara.
Volví al depósito de carbón, cerré la puerta y comencé a cubrirme lo más posible con la leña y los trozos de carbón que había allí. A cada instante interrumpía esta tarea para escuchar si el marciano había vuelto a introducir su tentáculo por la abertura.
Oí entonces el leve sonido metálico. Lo sentí palpar por toda la cocina. Luego llegó más cerca y calculé que se hallaba en el lavadero. Me dije que su longitud no sería suficiente para alcanzarme y me puse a orar. El tentáculo pasó rascando la puerta del depósito.
Transcurrió entonces un tiempo de suspenso intolerable y lo oí luego tocando el cierre. Había encontrado la puerta y los marcianos sabían abrirlas.
Estuvo tentando un minuto el cierre y, al fin, la abrió.
Pude ver el tentáculo, que se parecía a la trompa de un elefante. Serpenteó hacia mí y tocó las paredes, los carbones, la leña y el techo. Era como un gusano negro que meciera su ciega cabeza de un lado a otro.
Una vez tocó el tacón de mi zapato. Estuve a punto de gritar y me contuve mordiéndome la mano. Por un momento reinó el silencio. Casi me pareció que se había retirado. Después oí un ruido seco y el tentáculo apresó algo. ¡Creí que era a mí! Luego salió del depósito. Por un momento no estuve seguro de esto último. Al parecer, se había llevado un trozo de carbón para examinarlo.
Aproveché la oportunidad para cambiar de posición, pues me estaba acalambrando, y me puse a escuchar.
Poco después oí el sonido lento y deliberado del tentáculo, que se aproximaba de nuevo. Poco a poco se fue acercando, rascando las paredes y golpeando los muebles.
Mientras me hallaba así pendiente de sus movimientos, golpeó la puerta del depósito y la cerró. Le oí entrar en la alacena; rompió una botella y golpeó la lata de los bizcochos. Después resonó un fuerte golpe contra la puerta del depósito y luego el silencio.
¿Se habría ido?
Al fin, me dije que sí.
No volvió a entrar en el lavadero; pero estuve todo el décimo día allí metido, tapado casi enteramente por el carbón y la leña, sin atreverme a salir ni para calmar la sed, que me torturaba. Fue el undécimo día cuando me aventuré a salir de mi refugio.
L
o primero que hice antes de ir a la despensa fue asegurar la puerta de comunicación entre la cocina y el lavadero. Pero la despensa estaba vacía; no quedaba en ella nada de alimento. Al parecer, se lo había llevado todo el marciano. Ante este descubrimiento me desesperé realmente por primera vez. Ni el undécimo ni el duodécimo día tomé alimentos ni agua.
Al principio sentí la garganta seca y se agotaron mis fuerzas con rapidez. Estuve sentado en la oscuridad del lavadero, en un estado de completa postración. No hacía más que pensar en comer. Pensé que estaba sordo, pues habían cesado por completo los ruidos que acostumbraba a oír procedentes del pozo. No tenía fuerzas suficientes para arrastrarme en silencio hasta la ranura, pues de haberlas tenido hubiese ido a mirar.
El duodécimo día me dolía tanto la garganta, que corrí el riesgo de llamar la atención de los marcianos y ataqué la bomba de agua de lluvia que había junto al fregadero, obteniendo así buena cantidad de agua ennegrecida y de mal gusto. Me mortificó esto y me animó mucho el hecho de que el ruido no hubiera atraído a ningún tentáculo investigador.
Durante ese tiempo pensé mucho en el cura y en la forma como murió.
El decimotercer día bebí más agua, dormité a ratos, pensé en comer y formulé planes de fuga imposibles. Cuando me dormía soñaba con horribles fantasmas, con la muerte de mi compañero o con deliciosas comidas; pero dormido o despierto sentía un agudo dolor, que me obligaba a beber agua una y otra vez.
La luz que entraba en el lavadero no era ya gris, sino roja. Para mi mente desordenada, éste era el color de la sangre.
El decimocuarto día salí a la cocina y me sorprendí al ver que la hierba roja había cubierto toda la ranura de la pared, filtrando así la luz exterior y tornándola rojiza.
Fue en la mañana del decimoquinto día cuando oí una serie de sonidos familiares en la cocina. Al escuchar los identifiqué como los resoplidos y el rascar de las patas de un perro. Salí entonces y vi la nariz del can, que asomaba por entre la roja vegetación. Esto me sorprendió en extremo. Al sentir mi olor, el perro lanzó un ladrido.
Pensé que si podía inducirle a entrar sin hacer mucho ruido quizá me sería posible matarlo y comerlo; de todos modos, me pareció aconsejable matarlo para que sus movimientos no llamaran la atención de los marcianos.
Avancé entonces llamándolo en voz baja, pero el animal retiró de pronto la cabeza y desapareció.
Agucé el oído —no estaba sordo—, pero era evidente que reinaba el silencio en el pozo. Oí algo así como el aletear de pájaros y unos chillidos roncos, pero eso fue todo.
Durante largo rato estuve cerca del agujero, mas no me atreví a apartar las plantas que lo tapaban. Una o dos veces oí los pasos del perro, que iba de un lado a otro por el exterior, y se repitieron los aleteos. Al fin, animado por el silencio, me decidí a asomarme.
Salvo en el rincón, donde una multitud de cuervos se peleaban sobre los esqueletos de los muertos que sirvieran de alimento a los marcianos, no había otro ser viviente en el pozo.
Miré hacia todos lados casi sin creer en el testimonio de mis sentidos. Toda la maquinaria había desaparecido. Excepción hecha de un montón de polvo azulino en un rincón, algunas barras de aluminio en otro, los cuervos y los esqueletos, el lugar no era otra cosa que un pozo desierto.
Lentamente salí por entre la hierba roja y me paré sobre una pila de escombros. Podía ver en todas direcciones, menos hacia el norte, y no había por allí marcianos. Había llegado mi oportunidad de escapar. Al hacerme cargo de esto comencé a temblar.