El artillero hizo una pausa y puso una mano sobre mi brazo.
—Al fin y al cabo, quizá no sea tanto lo que tengamos que aprender antes de… Imagínese esto: cuatro o cinco de sus máquinas de guerra se apartan de pronto; rayos calóricos a derecha e izquierda y ni un marciano que los maneje. Ni un marciano, sino hombres; hombres que han aprendido a hacerlo. Quizá sea en mi tiempo. ¡Qué agradable sería tener una de esas máquinas y su rayo calórico! ¡Qué magnífico controlar eso! ¿Qué importaría que nos hicieran pedazos, al fin, si se pudiera liquidar a unos cuantos así? Entonces sí que abrirían los ojos esos marcianos. ¿No se lo imagina usted? ¿No los ve ya arrastrándose trabajosamente hacia sus otros aparatos? En todos ellos encontrarían algo descompuesto. Y mientras estuvieran arreglando los desperfectos, ¡paf!, llega el rayo calórico y el hombre vuelve a recobrar lo suyo.
Durante un rato dominó por completo mi mente la audacia imaginativa del individuo y el tono de coraje y seguridad con que hablaba. Creí sin ninguna vacilación en su profecía del destino humano y en la posibilidad de llevar a cabo su asombroso plan, y el lector que me considere susceptible y tonto debe contrastar su posición, pensar en el tema poniéndose en mi lugar e imaginarse a sí mismo, como me hallaba yo en aquellos momentos, acurrucado entre los matorrales y lleno de aprensión.
De esta manera hablamos durante parte de la mañana, y algo más tarde, una vez que hubimos comprobado que no había marcianos en los alrededores, corrimos precipitadamente hacia la casa de Putney Hill, donde mi nuevo compañero había instalado su cubil. Era el sótano del carbón, y cuando vi el trabajo que llevara a cabo en una semana —un túnel de sólo diez metros de largo, con el que pensaba llegar hasta la cloaca principal de Putney Hill— tuve mi primera sospecha sobre el abismo que había entre sus sueños y su capacidad para llevarlos a cabo. Un pozo así podía yo haberlo cavado en un día. Pero creí en él lo suficiente como para ayudarle a trabajar aquella mañana hasta pasado el mediodía.
Teníamos una carretilla y arrojábamos a la cocina la tierra extraída. Nos refrescamos con una lata de sopa de tortuga y vino de la despensa vecina. En esta labor encontré el curioso alivio de la impresión que me embargaba al encontrarme en un mundo tan extraño. Mientras trabajábamos reflexioné largamente sobre sus proyectos y, al fin, comenzaron a presentarse objeciones y dudas; pero seguí cavando allí toda la mañana, pues me alegraba tener de nuevo algo definido que hacer.
Al cabo de una hora comencé a pensar en la distancia que debíamos cavar antes de llegar a la cloaca y en la posibilidad que teníamos de no dar con ella. Mi objeción primera fue que tuviéramos que cavar un túnel tan largo cuando era posible entrar en la cloaca de inmediato por una de las tomas de la calle y excavar desde ella hacia la casa. También me pareció que mi amigo había elegido mal la casa y que requería un túnel demasiado largo. Y cuando empezaba a hacerme cargo de estos detalles, el artillero dejó la pala y me miró.
—Estamos trabajando bien —dijo—. Dejémoslo por un rato. Creo que ya es hora de ir a explorar los alrededores desde el techo.
Yo era partidario de continuar, y tras ligera vacilación, él tomó de nuevo la pala. De pronto se me ocurrió una idea e interrumpí mi labor. Él me imitó de inmediato.
—¿Por qué andaba caminando por el campo comunal en vez de estar aquí? —le pregunté.
—Estaba tomando aire —repuso—. Ya volvía. Es menos peligroso de noche.
—Pero ¿y el trabajo?
—Uno no puede trabajar siempre —dijo.
De inmediato lo vi tal cual era. Él titubeó un instante, con la pala en la mano.
—Ahora deberíamos hacer un reconocimiento desde arriba, pues si se acerca alguno de ellos podría oír el ruido y tomarnos de sorpresa —manifestó.
Ya no me sentí dispuesto a objetar. Juntos fuimos al techo y nos paramos sobre una escalera para espiar desde la puerta de la azotea. No se veía marciano alguno y nos aventuramos a salir.
Desde el parapeto no podíamos ver casi nada de Putney debido a los matorrales; pero dominábamos el río, que era una masa de hierba roja, y las partes más bajas de Lamberth, completamente inundadas. La enredadera marciana subía por los árboles cercanos al viejo palacio y las ramas muertas sobresalían por entre los rojos racimos. Resultaba extraño ver cuan por entero dependían del agua aquellas plantas para propagarse. A nuestro alrededor ninguna de las dos había logrado medrar. Miramos hacia el norte, y al otro lado de Kensington vimos que se elevaban grandes nubes de humo denso.
El artillero comenzó a hablarme de la clase de gente que aún quedaba en Londres.
—Una noche de la semana pasada algunos locos pusieron en funcionamiento las centrales eléctricas. Toda la calle Regent y el Circus se iluminaron de repente y allí se juntaron mujeres pintadas y hombres borrachos, que estuvieron bailando y gritando hasta el amanecer.
»Me lo contó un hombre que estuvo allí y parece que al llegar el día vieron una máquina guerrera parada cerca de Langham mirándolos. Dios sabe cuánto tiempo había estado allí. Bajó por el camino hacia ellos y se apoderó de cerca de cien, que estaban demasiado borrachos y asustados para huir.
¡Grotesco vislumbre de una época que ninguna historia llegará a describir completamente!
Después de esto, y en respuesta a mis preguntas, volvió a mencionar sus grandiosos planes. Enseguida se entusiasmó y habló con tanta elocuencia de la posibilidad de capturar una máquina guerrera, que casi estuve a punto de volverle a creer. Pero ahora, que ya comenzaba a entender su carácter, comprendí por qué insistía en que no se hiciera nada precipitadamente. Y noté que ahora no era cuestión de que fuera él en persona quien capturase o hiciera frente a la máquina.
Al cabo de un rato bajamos al sótano. Ninguno de los dos estaba dispuesto a continuar el trabajo, y cuando él sugirió que comiéramos, acepté de buen grado. Mi compañero se tornó de pronto muy generoso, y cuando hubimos comido se fue y volvió poco después trayendo unos cigarros excelentes. Los encendimos, y su optimismo llegó al punto culminante. Sentíase inclinado a considerar mi llegada como algo extraordinario.
—Hay champaña en el sótano —dijo.
—Podremos cavar mejor si seguimos tomando este vino —repuse.
—No. Hoy soy yo el anfitrión. Tomaremos champaña. ¡Dios santo! Bastante grande es la tarea que nos espera. Descansemos y cobremos fuerzas mientras podamos. Mire las ampollas que tengo en las manos.
Y continuando la idea de tomarnos un día de descanso, jugamos a las cartas después de la comida. Me enseñó a jugar al euchre, y después de dividir a Londres entre ambos, quedándome yo con la parte del norte y él con la del sur, nos disputamos las distintas parroquias. Por grotesco y alocado que parezca esto al sobrio lector, es la pura verdad, y lo más extraordinario es que el juego me resultó en extremo interesante.
¡Cuán extraña es la mente del hombre! Estando nuestra especie al borde de la muerte o de la peor de las degradaciones, sin perspectiva clara ante nosotros, salvo la de una muerte espantosa, pudimos estar allí sentados, siguiendo los caprichos de los cartones pintados y jugando con gran entusiasmo.
Después me enseñó a jugar al póquer y le gané luego tres partidas de ajedrez. Al llegar la noche estábamos tan interesados, que decidimos correr el riesgo de encender una lámpara.
Cenamos al cabo de una serie interminable de partidas y el artillero terminó con el champaña. Continuamos fumando los cigarros. Él no era ya el enérgico regenerador de su especie que encontrara yo en la mañana. Seguía mostrándose optimista; mas era el suyo un optimismo más reflexivo y menos dinámico. Recuerdo que terminó con un brindis a mi salud, expresado en un discurso de poca variedad y muchos balbuceos. Tomé entonces un cigarro y subí para ver las luces de que me había hablado, las que según él brillaban con matices verdosos a lo largo de las colinas Highgate.
Al principio miré hacia el Valle de Londres con cierta sorpresa. Las colinas del norte estaban envueltas en la mayor oscuridad; los fuegos próximos a Kensington relucían con reflejos rojizos, y de cuando en cuando se elevaba una llamarada de color naranja, que terminaba por perderse en el azul oscuro del cielo. Todo el resto de Londres estaba en tinieblas. Luego, algo más cerca, percibí una luz extraña, un resplandor fosforescente de color violeta pálido, que titilaba ante los impulsos de la brisa. Por un momento no pude identificarlo y después comprendí que debía ser la hierba roja la que lo causaba.
Al darme cuenta de esto despertóse en mí de nuevo el sentido de la proporción. Miré entonces hacia Marte, que brillaba en Occidente, y me volví luego para contemplar largamente las tinieblas donde se hallaban Hampstead y Highgate.
Mucho tiempo estuve sobre la azotea pensando en los grotescos cambios que viera en ese día. Recordé mis estados mentales, desde la plegaria de la medianoche hasta las estúpidas partidas de naipes. Experimenté entonces una repugnancia súbita y recuerdo que arrojé el cigarro con cierto simbolismo derrochador.
Comprendí enseguida la exageración de mi locura. Era un traidor para mi esposa y para mi raza; me sentí lleno de remordimientos.
Tomé entonces la resolución de dejar al extraño e indisciplinado soñador de grandes cosas a solas con su bebida y alimentos y entrar en Londres. Me pareció que allí tendría más posibilidades de enterarme de lo que hacían los marcianos y mis semejantes. Todavía me hallaba en la azotea cuando se elevó la luna en el cielo.
D
espués que me hube separado del artillero, descendí la colina y tomé por la calle High cruzando el puente hasta Fulham. La hierba roja crecía profusamente en aquel entonces y cubría casi todo el puente, pero sus hojas presentábanse ya descoloridas en muchas partes, víctimas, sin duda, de la enfermedad que poco después las habría exterminado.
En la esquina del camino que dobla hacia la estación de Putney Bridge encontré a un hombre tendido en el suelo. Le cubría por completo el polvo negro y estaba vivo, pero se encontraba completamente borracho. No pude sacarle más que maldiciones, y cuando me aproximé quiso atacarme. Creo que me habría quedado con él de no haber sido por el aspecto brutal de sus facciones.
Había polvo negro en todo el camino desde el puente en adelante, y en Fulham abundaba aún más. En las calles reinaba un silencio impresionante. Conseguí algo de comer en una panadería del barrio. Ya en dirección a Walham Green, las calles estaban libres del polvo, y pasé frente a un grupo de casas que ardían; el ruido del incendio me resultó agradable en medio de tanto silencio. Al seguir hacia Brompton volvió a deprimirme la quietud reinante.
Allí encontré, una vez más, el polvo negro en las calles y sobre los cadáveres, de los cuales vi una docena en toda la extensión del Fulham Road. Hacía días que estaban muertos, razón por la cual me apresuré a alejarme. El polvo negro los cubría a todos, suavizando sus contornos. Los perros habían atacado a varios.
Donde no se veía polvo negro la ciudad presentaba el aspecto normal de los domingos, con sus tiendas cerradas, las casas desocupadas y el silencio general. En algunos sitios habían andado los saqueadores, pero sólo en los comercios de comestibles y licores. Vi el cristal destrozado del escaparate de una joyería, pero alguien debía haber interrumpido al ladrón, pues había numerosas cadenas de oro y algunos relojes diseminados por la acera. No me molesté en tocarlos. Más adelante encontré una mujer hecha un ovillo en un portal; la mano que apoyaba sobre una rodilla tenía una herida, que había sangrado sobre su vestido, y junto a ella vi los restos de una botella de champaña. Parecía dormida, pero estaba muerta.
Cuanto más me adentraba en Londres, tanto más profundo se hacía el silencio. Pero no era tanto el silencio de la muerte, sino más bien el del suspenso y la expectativa. En cualquier momento podía llegar allí la mano destructora que hiciera su obra nefasta en los límites de la metrópoli, aniquilando Ealing y Kilburn.
En South Kensington no había cadáveres ni polvo negro. Fue allí donde oí por primera vez los aullidos. Eran éstos como un largo sollozo compuesto de dos notas que se repetían alternativamente. «Ula, ula, ula», era el sonido escalofriante que llegó a mis oídos. Cuando pasaba por las calles que corrían de norte a sur se acrecentaba su volumen, perdiéndose luego por entre las casas. Se tornó extraordinariamente voluminoso en el Exhibition Road. Allí me detuve, mirando hacia Kensington Gardens, asombrado ante el extraño gemido, que parecía llegar desde muy lejos. Era como si el tremendo desierto de edificios hubiera hallado una voz que expresara su terror y soledad.
«Ula, ula, ula», se repetía la nota sobrehumana en grandes ondas sonoras que barrían la ancha calle.
Me volví hacia el norte, mirando los portales de hierro de Hyde Park. Estuve tentado de entrar en el Museo de Historia Natural y subir a las torres, a fin de ver el otro lado del parque. Pero decidí seguir por las calles, donde era posible ocultarse con más rapidez en caso de peligro, y por ello continué avanzando por el Exhibition Road.
Todas las mansiones de ambos lados de la avenida estaban desiertas y silenciosas y mis pasos despertaban los ecos dormidos de la arteria. En el otro extremo, cerca de la entrada del parque, vi un extraño espectáculo: un ómnibus volcado y el esqueleto completamente limpio de un caballo. Durante un tiempo me quedé mirando esto con gran asombro y después continué hacia el puente que salva el Serpentine. La voz se tornó más sonora, aunque no veía yo nada sobre los techos de las casas del lado norte del parque.
«Ula, ula, ula», gritaba la voz, procedente, según me pareció, del distrito próximo a Regent Park. El tremendo gemido hizo su efecto en mi mente. Apabullóse mi ánimo y el temor hizo presa en mí. Descubrí que me sentía fatigado, dolorido y nuevamente hambriento.
Ya era más de mediodía. ¿Por qué vagaba solo en esa ciudad de muerte? ¿Por qué estaba yo solo en pie, cuando todo Londres yacía cubierto por su mortaja negra? Me sentí intolerablemente solitario. Recordé viejos amigos que olvidara años atrás. Pensé en los venenos de las farmacias, en los licores de las tiendas de vino; recordé a los otros dos seres: uno, borracho, y el otro, muerto, que parecían ser los únicos que compartían la ciudad conmigo…
Entré en la calle Oxford por Marble Arch y allí vi de nuevo el polvo negro y los cadáveres, mientras que de las rejillas de ventilación de los sótanos salía un olor horrible. El calor de la larga caminata avivó mi sed. Con gran trabajo logré entrar en un restaurante y obtener alimento y bebida. Después de comer me sentí agotado y fui a una salita interior para acostarme en un sofá que encontré allí.