Ya estaban llenas de gente que volvía, en ciertos lugares vi abiertos los comercios y descubrí una fuente de beber ya en funcionamiento.
Recuerdo lo hermoso que parecía el día cuando inicié mi melancólica marcha hacia la casita de Woking y el numeroso público que andaba por las calles, ahora llenas de vida.
Había tanta gente en todas partes, que me pareció increíble que una gran parte de la población hubiera sido sacrificada. Pero luego noté la palidez de todos, el desaliño de la mayoría, la fijeza de las miradas y los harapos de muchos. Los rostros se mostraban con dos expresiones: un júbilo extraordinario y una resolución sañuda. Salvo por este detalle, Londres parecía una ciudad de vagabundos. En las iglesias distribuían el pan que nos enviara el Gobierno francés. Los pocos caballos que vi estaban terriblemente flacos. Delgados agentes especiales, con un brazalete blanco sobre la manga, ocupaban casi todas las esquinas. Vi poco de los daños causados por los marcianos hasta que llegué a la calle Wellington, donde descubrí la hierba roja que trepaba por los paramentos del puente de Waterloo.
Y en la esquina del puente vi uno de los contrastes comunes de aquella época grotesca: una hoja de papel que se mecía sobre un matorral de hierba roja. Era un aviso del primer diario que reiniciaba sus actividades, el
Daily Mail
.
Adquirí un ejemplar con un penique ennegrecido que hallé en mi bolsillo. La mayor parte del diario estaba en blanco, pero el solitario editor que compuso el ejemplar habíase divertido distribuyendo espacios recuadrados para avisos en la página final. Lo impreso era pura emoción; las agencias de noticias no estaban todavía en funcionamiento. No me enteré de nada nuevo, salvo que en el transcurso de una semana ya se habían conseguido resultados asombrosos con el examen de los mecanismos marcianos. Entre otras cosas, el artículo aseguraba lo que no creí entonces: que se había descubierto «el secreto del vuelo».
En Waterloo encontré los trenes gratis, que llevaban a la gente a sus hogares. Había pocos viajeros en el tren, pues el primer contingente había pasado ya. Como no estaba de humor para conversar, me metí en un compartimiento y me puse a mirar la devastación que se deslizaba por la ventanilla al paso del tren. Precisamente al salir de la estación se sacudió el convoy al pasar sobre los rieles provisionales, y a ambos lados de las vías, las casas eran ruinas ennegrecidas. Hasta llegar a Clapham Junction, la cara de Londres estaba sucia con los restos del humo negro, a pesar de la lluvia, que había caído durante cuarenta y ocho horas seguidas, y en el empalme estaban reparando las vías, de modo que tuvimos que tomar por un desvío.
En todo el recorrido desde allí en adelante el país mostrábase cambiado y desconocido. Wimbledon había sufrido grandes destrozos. Debido a que sus bosques no estaban quemados, Walton parecía la menos dañada de las poblaciones de la línea. El Wandle, el Mole y todos los otros arroyos eran una masa de hierba roja; pero los bosques de Surrey eran demasiado secos para que la extraña vegetación se hubiera arraigado.
Más allá de Wimbledon, en ciertos terrenos plantados, se veían los montones de tierra desalojada por el sexto cilindro. Gran cantidad de personas rodeaba el pozo, y en su interior trabajaba un número de zapadores. En lo alto flameaba nuestra bandera, mostrando al sol sus alegres colores. Los alrededores estaban cubiertos de la vegetación carmesí y sus reflejos molestaban la vista. Para aliviarme volví los ojos hacia el gris de las cenizas más cercanas y el azul de las colinas que se elevaban más al este.
Antes de llegar a la estación de Woking nos detuvimos porque estaban reparando las vías, de modo que descendí en Byfleet y eché a andar por el camino de Maybury, pasando por el lugar donde el artillero y yo habíamos conversado con los húsares. Después vi el sitio donde se me apareciera el marciano durante la tormenta. Movido por la curiosidad, salí del camino para buscar entre los rojos matorrales el cochecillo destrozado y el esqueleto del caballo. Durante largo rato estuve contemplando estos vestigios…
Después regresé por el bosque de pinos, abriéndome paso por entre la hierba roja, que en algunas partes me llegaba hasta el cuello. Supe que el dueño de la hostería había sido sepultado. Seguí luego y pasé por el College Arms, llegando así a mi aldea. Un hombre, que se hallaba parado a la puerta de un chalet, me saludó al pasar, llamándome por mi nombre.
Miré hacia mi casa con un rayo de esperanza, que se desvaneció de inmediato. La puerta había sido forzada y se abría lentamente al acercarme yo.
Volvió a cerrarse con fuerza. Las cortinas de mi estudio se agitaron, saliendo por la ventana abierta desde la que el artillero y yo viéramos llegar el alba. Nadie la había vuelto a cerrar. Los setos, aplastados, estaban tal como los dejara yo hacía un mes. Entré en el vestíbulo y comprobé que la casa estaba desierta. La alfombra de la escalera se hallaba arrugada y descolorida en el sitio donde me había acurrucado yo al entrar empapado después de la tormenta la noche de la catástrofe. La huella barrosa de nuestros pasos seguía marcada en los escalones.
Subí a mi estudio y vi sobre la mesa la hoja de papel que dejara la tarde en que se abrió el cilindro. Durante un momento me quedé mirando mis abandonadas teorías. Era un ensayo sobre el probable desarrollo de las ideas morales en relación con el adelanto del proceso civilizador, y la última frase era el comienzo de una profecía. Había escrito: «Dentro de doscientos años podemos esperar…».
La frase se cortaba allí. Recordé entonces mi incapacidad de fijar la mente aquella mañana de un mes atrás y cómo me había interrumpido para ir a comprar el
Daily Chronicle
. Recordé cómo había avanzado por el jardín al ver llegar al vendedor y lo que me había dicho respecto a los «hombres de Marte».
Bajé y fui al comedor. Vi allí la carne y el pan, completamente corrompidos, y una botella de cerveza caída, tal como la dejáramos el artillero y yo. Mi hogar estaba desierto. Comprendí lo inadecuado de la esperanza que abrigara tanto tiempo. Y entonces ocurrió una cosa extraña.
—Es inútil —dijo una voz—. La casa está desierta. No ha habido aquí nadie desde hace mucho. No te quedes aquí para sufrir. Sólo tú te salvaste.
Me sobresalté. ¿Es que había expresado en voz alta mis pensamientos? Me volví, viendo que la puerta vidriera estaba abierta. Di un paso hacia ella y miré al exterior.
Y allí, asombrados y temerosos, tal como me sentía yo, se encontraban mi primo y mi esposa. Ella lanzó un grito ahogado.
—Vine —dijo—. Sabía… Sabía…
Se llevó una mano a la garganta y la vi tambalearse. De un salto estuve a su lado tomándola en mis brazos.
A
hora, que estoy concluyendo mi relato, no puedo menos que lamentar lo poco que puedo agregar a los muchos puntos que quedan todavía sin aclarar. En un sentido es seguro que se me criticará. Mi especialidad es la filosofía especulativa. Mis conocimientos de la fisiología comparada se limitan a la lectura de uno o dos libros; pero me parece que las sugestiones de Carver con respecto a la razón de la rápida muerte de los marcianos es tan probable como para ser considerada como una conclusión demostrada. Así lo he dado por supuesto en mi narración.
Sea como fuere, en todos los cadáveres de los marcianos que se examinaron después de la guerra no se encontró ninguna bacteria que no perteneciera a las especies terrestres conocidas. El hecho de que no enterraran a sus muertos y las matanzas que perpetraron indican también que ignoraban por completo la existencia del proceso putrefactivo. No obstante, aunque esto parece muy probable, no se ha llegado a demostrar concluyentemente.
Tampoco se conoce la composición del humo negro, que emplearon los marcianos con efectos tan fatales, y el generador del rayo calórico sigue siendo un enigma. Los terribles desastres de los laboratorios de Ealing y South Kesington han quitado a los expertos el deseo de seguir investigando el aparato. Los análisis del espectro del polvo negro indican, sin lugar a dudas, la presencia de un grupo de tres líneas brillantes en el verde, y es posible que se combine con el argón para formar una sustancia que obra con efecto inmediato y fatal sobre algunos de los constituyentes de la sangre. Pero tales especulaciones vagas interesarán muy poco al lector general, para quien he escrito esta historia. En el momento oportuno no se analizó la escoria de color pardo que flotó por el Támesis, después de la destrucción de Shepperton, y ahora ya ha desaparecido por completo.
Ya he incluido el resultado del examen anatómico que se efectuó con los restos de los marcianos que dejaron intactos los perros. Pero todos conocen el magnífico ejemplar, casi completo, que se conserva en alcohol en el Museo de Historia Natural, así como también los incontables dibujos que se hicieron del mismo, y aparte de eso, el interés sobre su fisiología y estructura es puramente científico.
Una cuestión de más grave interés universal es la posibilidad de otro ataque por parte de los marcianos. No creo que se haya prestado la suficiente atención a ese aspecto del asunto. Por ahora, el planeta Marte se halla en su punto más alejado de la Tierra; pero cada vez que se acerque temeré que se renueve su aventura. Sea como fuere, deberíamos prepararnos. Me parece que sería posible ubicar la situación del cañón que efectúa los disparos, mantener una vigilancia constante sobre esa parte del planeta y prever la llegada del próximo ataque.
En tal caso podría destruirse el cilindro con dinamita o a cañonazos antes que se enfriara lo suficiente como para que salieran sus ocupantes o matar a éstos a balazos tan pronto se abriera la tapa del proyectil. Es mi opinión que han perdido una gran ventaja al fracasar en su primer ataque por sorpresa. Posiblemente lo vean ellos de igual manera.
Lessing ha expresado excelentes razones para suponer que los marcianos han logrado llegar hasta el planeta Venus. Hace ya siete meses que Venus y Marte estaban alineados con el sol, es decir, que Marte se hallaba en oposición, desde el punto de vista de un observador, de Venus. Después apareció una marca sinuosa y de gran luminosidad en la parte oscura del planeta interior, y casi al mismo tiempo se descubrió una marca oscura, similarmente sinuosa, en una fotografía del disco marciano. Sólo es necesario ver los dibujos que las representan para comprender perfectamente su extraordinaria semejanza.
Sea como fuere, esperemos o no una invasión, estos acontecimientos han de cambiar nuestros puntos de vista con respecto al porvenir de los humanos. Ahora sabemos que no podemos considerar a este planeta como completamente seguro para el hombre; jamás podremos prever el mal o el bien invisibles que pueden llegarnos súbitamente desde el espacio. Es posible que la invasión de los marcianos resulte, al fin, beneficiosa para nosotros; por lo menos, nos ha robado aquella serena confianza en el futuro, que es la más segura fuente de decadencia. Los regalos que ha hecho a la ciencia humana son extraordinarios, y otro de sus dones fue una nueva concepción del bien común.
Puede ser que a través de la inmensidad del espacio los marcianos hayan observado el destino corrido por sus primeros colonizadores y hayan aprendido la lección. También es posible que en el planeta Venus encontraran un terreno más acogedor para ellos. Fuera lo que fuese, durante muchos años seguiremos observando con ansiedad el disco marciano, y esos dardos del cielo que llamamos estrellas fugaces provocarán siempre un estremecimiento a todos los habitantes de este planeta.
No sería una exageración afirmar que los puntos de vista de los hombres se han ampliado considerablemente. Antes que cayera el cilindro existía la creencia general de que en toda la inmensidad del espacio no había otra vida que la de nuestra diminuta esfera. Ahora vemos las cosas con más claridad. Si los marcianos pueden llegar a Venus, no hay razón para suponer que la hazaña sea imposible para el hombre, y cuando el lento enfriamiento del sol torne inhabitable esta Tierra, como ha de suceder, sin duda alguna, es posible que el hilo de vida que nació aquí pueda extenderse y apresar dentro de sus lazos a nuestros hermanos del sistema solar. ¿Llegaremos a efectuar la conquista?
Vaga y maravillosa es la visión que he conjurado en mi mente sobre la vida que se extienda desde esta sementera del sistema planetario para llegar a todos los rincones del infinito espacio sideral. Pero es un sueño muy remoto. Podría ser, por otra parte, que la destrucción de los marcianos sea sólo un intervalo de respiro. Quizá el futuro les pertenezca a ellos y no a nosotros.
Debo confesar que el peligro y las penurias sufridas han dejado en mi mente la duda y el temor a la inseguridad. Sentado en mi estudio, escribiendo a la luz de la lámpara, veo de pronto que el valle de abajo está envuelto en llamas y siento como si la casa a mi alrededor estuviera desierta. Salgo a Byfleet Road, por donde pasan los vehículos de los visitantes, un carnicero con su carro, un obrero en su bicicleta, niños que van a la escuela, y súbitamente se tornan todos vagos e irreales ante mis ojos, y de nuevo corro con el artillero por el campo envuelto en el silencio.
De noche veo el polvo negro, que oscurece las calles silenciosas, y descubro los cadáveres que cubre aquella negra mortaja; se levantan ante mí hechos jirones y mordidos por los perros. Charlan con voces fantasmales y se tornan fieros, más pálidos, más desagradables, llegando, al fin, a ser fantásticas parodias de seres humanos. Despierto entonces, frío y amedrentado, en la oscuridad de mi cuarto.
Voy a Londres, veo las multitudes que llenan la calle Fleet y el Strand, y se me ocurre que son espectros del pasado que pululan por las arterias que he visto yo silenciosas y abandonadas; fantasmas en una ciudad muerta, imitación de vida en un cuerpo galvanizado.
Y también me resulta extraño pararme en Primrose Hill, como lo hice el día antes de escribir este último capítulo, y ver el gran conjunto de edificios apenas dibujados tras el humo y la niebla, descubrir a la gente que camina de un lado a otro entre los macizos de flores de la cuesta, contemplar a los curiosos que rodean la máquina marciana que todavía se encuentra allí, oír las voces de los niños que juegan y recordar la vez que lo vi todo con claridad y en detalle, desnudo y silencioso, al amanecer de aquel último día de gloria…
Y lo más extraño es tener de nuevo entre las mías la mano de mi esposa y pensar que la supuse muerta, como ella me contó también entre las víctimas.