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Authors: H.G. Wells

Tags: #Ciencia Ficción

La guerra de los mundos (17 page)

BOOK: La guerra de los mundos
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Al parecer, el reino vegetal de Marte, en lugar de ser verde en su color predominante, es de un matiz vívidamente rojo. Sea como fuere, las semillas que (intencionada o accidentalmente) trajeron consigo los marcianos se desarrollaron en todos los casos como plantas de ese color. No obstante, sólo aquella que se conoce popularmente con el nombre de hierba roja logró competir con las plantas terrestres. La enredadera roja es un vegetal de crecimiento muy transitorio y pocas personas alcanzaron a verla. Pero la hierba roja medró por un tiempo con un vigor y una exuberancia asombrosos. Se extendió por los costados del pozo el tercer o cuarto día de nuestro encierro, y sus ramas, semejantes a las del cacto, formaron un reborde carmesí en nuestra ventana triangular. Después la vi crecer en todo el país y especialmente donde había corrientes de agua.

Los marcianos tenían lo que parece haber sido un órgano auditorio, un simple parche vibratorio en la parte posterior de la cabeza-cuerpo, y ojos con un alcance visual no muy diferente del nuestro, salvo que, según Philips, los colores azul y violeta los veían como negros. Es creencia corriente que se comunicaban por medio de sonidos y movimientos tentaculares; esto se asegura, por ejemplo, en el folleto, bien urdido, pero apresuradamente compilado (escrito, evidentemente, por alguien que no presenció las acciones de los marcianos), al cual he aludido ya, y que ha sido hasta ahora la fuente principal de información referente a nuestros visitantes.

Ahora bien, ningún ser humano viviente vio tan bien a los marcianos en sus ocupaciones como yo. No me ufano de lo que fue un accidente, pero tampoco puedo negar lo que es verdad. Y yo afirmo que los observé desde muy cerca una y otra vez y que he visto cuatro, cinco y hasta seis de ellos llevando a cabo con gran trabajo las tareas más complicadas sin cambiar un solo sonido o comunicarse por medio del movimiento de sus tentáculos. Sus peculiares gritos ululantes solían preceder, por lo general, al trabajo de alimentarse; no tenían modulación alguna y, según creo, no eran una señal, sino simplemente la expiración de aire preparatoria para la operación de succionar.

Creo poseer, por lo menos, un conocimiento elemental de fisiología, y en esto estoy convencido de que los marcianos cambiaban ideas sin necesidad de medios físicos. Y me convencí de esto a pesar de mis ideas preconcebidas de lo contrario. Antes de la invasión marciana, como quizá lo recuerde algún lector ocasional, había escrito con no poca vehemencia de expresión algunos ensayos que negaban la posibilidad de la comunicación telepática.

Los marcianos no llevaban ropa alguna. Su concepción de ornamentos y decoro debía por fuerza ser diferente de la nuestra, y no sólo eran mucho menos sensibles que nosotros a los cambios de temperatura, sino que también parece que los cambios de presión no afectaban seriamente su salud. Mas si no usaban ropas era precisamente en sus otras adiciones a sus capacidades corporales donde residía su gran superioridad sobre el hombre. Nosotros, con nuestras bicicletas y patines, nuestras máquinas Lilienthal de planear por el aire, nuestras armas y bastones, así como también con otras cosas, nos hallamos en los comienzos de la evolución, que para los marcianos ya ha completado su círculo.

Ellos se han convertido prácticamente en puro cerebro y usan sus diversos cuerpos según sus necesidades, tal como los hombres usamos trajes y tomamos una bicicleta en un momento de apuro o un paraguas cuando llueve.

Y con respecto a sus aparatos, quizá no haya para el hombre nada más maravilloso que el hecho curioso de que el detalle predominante en todos los mecanismos ideados por el hombre, o sea, la rueda, no existe para ellos. Entre todas las cosas que trajeron a la Tierra no hay nada que sugiera el uso de la rueda. Sería lógico esperar que la usaran, por lo menos, en la locomoción. Y con respecto a esto podría comentar de paso lo curioso que resulta pensar que en la Tierra la naturaleza nunca ha creado la rueda y ha preferido otros medios para su desarrollo. Y no sólo no conocían los marcianos (cosa que parece increíble) la rueda, o se abstenían de emplearla, sino que también hacían muy poco uso del pivote fijo o semifijo en sus aparatos, lo cual hubiera limitado los movimientos circulares a un solo plano. Casi todas las articulaciones de sus maquinarias presentan un complicado sistema de partes deslizantes que se mueven sobre pequeños cojinetes de fricción perfectamente curvados. Y ya que estoy en estos detalles agregaré que las palancas largas de sus aparatos son movidas en casi todos los casos por una especie de musculatura formada por discos dentro de una funda elástica; estos discos quedan polarizados y se atraen con gran fuerza al ser tocados por una corriente eléctrica. De esta manera se lograba el curioso paralelismo con los movimientos animales, el cual resultó tan extraordinario y turbador para los observadores humanos.

Estos quasi músculos abundan en la máquina de trabajo que se parecía a un cangrejo y a la cual vi ocupada en descargar el cilindro la primera vez que me asomé a la ranura. Daba la impresión de ser mucho más viva que los marcianos, que yacían en el suelo, jadeantes y moviéndose con gran dificultad después del vasto viaje a través del espacio.

Mientras estaba mirando sus débiles movimientos y notando cada uno de los extraños detalles de sus formas, el cura me recordó su presencia tirándome violentamente del brazo. Al volverme vi su rostro desfigurado por una mueca y la silenciosa elocuencia de sus labios. Quería la ranura, la que sólo permitía espiar a uno por vez. Así, pues, tuve que dejar de observarlos por un tiempo, mientras él gozaba de tal privilegio.

Cuando volví a mirar, la máquina de trabajo ya había unido varias de las piezas del aparato que sacara del cilindro dándole una forma que era igual a la suya. Hacia la izquierda apareció a la vista un pequeño mecanismo excavador, que emitía chorros de vapor verde y avanzaba por los bordes del pozo, excavando y amontonando la tierra de manera metódica y eficiente. Este aparato era el que había causado el golpeteo regular y los rítmicos temblores que hacían vibrar nuestro ruinoso refugio. Resoplaba y silbaba al trabajar. Según me fue posible ver, ningún marciano lo dirigía.

3
Los días de encierro

L
a llegada de la segunda máquina guerrera nos alejó de nuestro mirador obligándonos a ocultarnos en el lavadero, pues temíamos que desde su elevación el marciano pudiera vernos por encima de nuestra barrera. Más adelante comenzamos a no temer tanto el peligro de que nos vieran, ya que ellos se hallaban a plena luz del sol, y por fuerza nuestro refugio debería parecerles completamente oscuro. Pero al principio, la menor sugestión de proximidad de su parte nos hacía correr al lavadero con el corazón en la boca.

Sin embargo, a pesar del riesgo terrible que corríamos, la atracción de la ranura era irresistible para ambos. Y ahora recuerdo con no poca admiración que a pesar del peligro infinito en que nos hallábamos entre la muerte por hambre y la muerte más terrible en manos del enemigo luchábamos, no obstante, por el horrible privilegio de espiar a los marcianos. Corríamos por la cocina con paso grotesco, en el que se notaba el apuro y el sigilo, y nos golpeábamos con los puños y los pies a escasos centímetros de la ranura.

El caso es que éramos incompatibles, tanto en carácter como en manera de pensar y obrar, y nuestro peligro y aislamiento sólo servían para acentuar aquella incompatibilidad. En Halliford ya había notado su costumbre de lanzar exclamaciones y su estúpida rigidez mental. Sus interminables monólogos, proferidos entre dientes, impedían todos los esfuerzos que hacía yo por hallar un plan de acción y, a veces, me llevaba hasta el borde de la locura. En lo concerniente a la falta de control, se parecía a una mujer tonta. Solía llorar horas enteras y creo que hasta el fin pensó ese niño mimado de la vida que sus débiles lágrimas tenían cierta eficacia. Y yo me quedaba sentado en la oscuridad, incapaz de no pensar en él, debido a lo importuno que era. Comía más que yo y en vano fue que le señalara que nuestra única posibilidad de salvación residía en permanecer en la casa hasta que los marcianos hubieran terminado en el pozo, que durante esa larga espera llegaría el momento en que nos harían falta los alimentos. Comía y bebía impulsivamente, atiborrándose a cada minuto. Dormía muy poco.

A medida que pasaban los días, su completa falta de cuidado y de consideraciones para conmigo acrecentó tanto nuestro malestar y peligro que, a pesar de no agradarme el método, tuve que apelar a las amenazas y, al fin, a los golpes. Esto le hizo recobrar la cordura por un tiempo. Pero era una de esas personas débiles y llenas de astucia furtiva, que no hacen frente ni a Dios ni al hombre y ni siquiera a sí mismos, carentes de orgullo, timoratas y con almas anémicas y odiosas.

Me resulta desagradable recordar y escribir estas cosas; pero las menciono a fin de que no falte nada a mi relato. Los que han escapado a los momentos malos de la vida no vacilarán en condenar mi brutalidad y mi estallido de cólera de nuestra tragedia final, pues conocen tan bien como yo la diferencia entre el bien y el mal, mas no saben hasta qué límites puede llegar una persona torturada. Pero aquellos que han sufrido y han llegado hasta las cosas elementales serán más comprensivos conmigo.

Y mientras que adentro librábamos nuestras luchas en silencio, nos arrebatábamos la comida y la bebida y cambiábamos golpes, en el exterior se sucedía la maravilla extraordinaria, la rutina desconocida para nosotros de los marcianos del pozo. Pero volvamos a aquellas primeras impresiones mías.

Después de largo rato volví a la ranura para descubrir que los recién llegados habían recibido el refuerzo de los ocupantes de tres máquinas guerreras. Estos últimos habían llevado consigo nuevos aparatos, que se hallaban alineados en orden alrededor del cilindro. La segunda máquina de trabajo estaba ya completa y se ocupaba en servir a uno de los nuevos aparatos. Era éste un cuerpo parecido a un recipiente de leche en sus formas generales, y sobre el mismo oscilaba un receptáculo en forma de pera, del cual fluía una corriente de polvo blanco que iba a caer a un hoyo circular de más abajo.

El movimiento oscilatorio era impartido al aparato por la máquina de trabajo. Con dos manos espatuladas, la máquina de trabajo extraía masas de arcilla y las arrojaba al interior del receptáculo superior, mientras que con su otro brazo abría periódicamente una portezuela y sacaba de la parte media de la máquina la escoria ennegrecida. Otro tentáculo metálico dirigía el polvo del hoyo circular a lo largo de un canal en dirección a un receptáculo que estaba oculto a mi vista por un montón de polvo azulino. De ese receptáculo invisible se levantaba hacia el cielo una delgada columna de humo verdoso.

Mientras me hallaba mirando, la máquina de trabajo extendió, a manera de un telescopio y con un sonido musical, un tentáculo, que un momento antes era sólo una especie de muñón. El tentáculo se alargó hasta que su extremo quedó oculto detrás del montón de arcilla. Un segundo después sacaba a la vista una barra de aluminio blanco y reluciente y la depositaba entre otras barras, que formaban una pila a un costado del pozo. Entre el amanecer y la noche aquella máquina maravillosa debe haber hecho más de cien barras similares sin otra materia prima que la arcilla, y el montón de polvo azulino se fue levantando paulatinamente hasta que sobrepasó el borde del foso.

El contraste entre los movimientos rápidos y complejos de estos aparatos y la torpeza de sus amos era notable, y durante muchos días tuve que hacer un esfuerzo mental para convencerme de que estos últimos eran en realidad los seres dotados de vida.

El cura tenía posesión de la ranura cuando los primeros hombres fueron llevados al pozo. Yo me hallaba sentado abajo escuchando con la mayor atención. De pronto hizo un brusco movimiento hacia atrás, y yo, temeroso de que nos hubieran visto, me acurruqué transido de terror. Él se deslizó hacia abajo sobre los escombros y acurrucóse a mi lado gesticulando aterrorizado, y por un momento compartí sus temores.

Sus ademanes indicaban que me dejaba la ranura, y al cabo de un rato, mientras mi curiosidad me daba coraje, me puse de pie, pasé sobre él y trepé hasta aquélla.

Al principio no vi razón alguna para su terror. Habíase iniciado el anochecer y brillaban débilmente las estrellas, pero el foso estaba iluminado por el fuego verde. Toda la escena era una combinación de resplandores verdes y sombras negras que se movían y fatigaban la vista. Por todo ello pasaban los murciélagos sin detenerse. Ya no se veía a los marcianos, el montón de polvo azulino habíase elevado y los ocultaba a mi vista, y una máquina guerrera, con las piernas contraídas, se hallaba al otro lado del pozo. Luego, entre el clamor de las maquinarias, llegó a mis oídos algo semejante a voces humanas.

Me quedé acurrucado observando a la máquina guerrera con gran atención y convenciéndome por primera vez de que el capuchón contenía realmente a un marciano. Al elevarse las llamas verdes pude ver el brillo aceitoso de su tegumento y el refulgir de sus ojos. De pronto oí un grito y vi un largo tentáculo que pasaba sobre el hombro de la máquina para introducirse en la jaula que colgaba de su espalda. Levantó luego algo que se agitaba violentamente y que se recortó oscuro contra el cielo estrellado. Al bajar el tentáculo vi a la luz del fuego que era un hombre. Por un instante estuvo claramente a la vista. Era un hombre robusto, rubicundo y de edad madura. Vestía muy bien, y tres días antes debía haber sido un individuo de importancia en el mundo. Vi sus ojos muy abiertos y el reflejo de sus gemelos y cadena de oro.

Desapareció detrás del montón de polvo y por un momento reinó el silencio. Después se elevó un grito terrible en la noche y el gozoso ulular de los marcianos…

Me deslicé sobre los escombros, me puse de pie, me tapé las orejas con las manos y corrí hacia el lavadero. El cura, que había estado acurrucado con los brazos sobre la cabeza, levantó la vista al pasar yo, lanzando un grito agudo al ver que le abandonaba, y me siguió corriendo…

Aquella noche, mientras nos hallábamos en el lavadero dominados por nuestro terror y por la fascinación que ofrecía la visión del pozo, me esforcé en vano por concebir algún plan de fuga. Después, durante el segundo día, ya pude considerar nuestra situación con más claridad.

Vi que el cura no estaba en condiciones de ayudarme en nada; extraños terrores habíanle convertido ya en una criatura de impulsos violentos, robándole la razón. Prácticamente se había hundido hasta el nivel de un animal.

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