Alrededor de medianoche, los árboles que ardían en las laderas de Richmond Park y el resplandor de Kingston Hill proyectaban su luz sobre una capa de humo negro que cubría todo el valle del Támesis y se extendía hasta donde alcanzaba la vista.
Por este mar de tinta avanzaban dos gigantes, que lanzaban hacia todos lados sus chorros de vapor para limpiar el terreno.
Aquella noche los marcianos no emplearon mucho su rayo calórico, ya sea porque disponían de una cantidad limitada del material con que lo producían o porque no deseaban destruir el país, sino sólo terminar con la oposición que les presentaran. En esto último tuvieron el mayor éxito. El domingo por la noche terminó la oposición organizada contra sus movimientos. Después no hubo ya ningún grupo de hombres que pudiera enfrentárseles; tan inútil era la empresa. Aun las tripulaciones de los torpederos y destructores que subieron por el Támesis con sus embarcaciones se negaron a parar, se amotinaron y volvieron de nuevo la proa hacia el mar. La única operación ofensiva que se aventuraron a llevar a cabo los hombres después de aquella noche fue la preparación de minas y pozos, y aun en eso no se trabajó con mucho entusiasmo.
Sólo podemos suponer el destino corrido por las baterías de Esher, las cuales aguardaban con tanta expectación la llegada del enemigo. Sobrevivientes no hubo. Nos podemos imaginar el orden reinante; los oficiales de guardia; los artilleros listos; las balas al alcance de la mano; los servidores de las piezas con sus caballos y carros; los grupos de civiles, que esperaban tan cerca como les era permitido; la quietud de la noche; las ambulancias y las tiendas de los enfermeros con los heridos de Weybridge. Luego, el estampido apagado de los disparos que efectuaron los marcianos; el proyectil que volaba sobre árboles y casas para romperse en los campos cercanos.
También podemos imaginar el cambio de actitud de todos; el humo negro, que avanzaba rápidamente y se elevaba ennegreciéndolo todo para caer luego sobre sus víctimas; los hombres y caballos, velados por el gas, corriendo desesperados para ir a caer al fin; los cañones abandonados; los soldados debatiéndose en el suelo, y la expansión rápida del cono de humo opaco. Y luego, la noche y la muerte; nada más que una masa silenciosa de vapor que oculta a sus muertos.
Antes del amanecer, el vapor negro corría por las calles de Richmond, y el ya casi desintegrado organismo del gobierno hacía un último esfuerzo, a fin de preparar a la población de Londres para la huida.
Y
a habrá imaginado el lector la rugiente ola de miedo que azotó la ciudad más grande del mundo al amanecer del lunes: la corriente de fuga, que se fue convirtiendo con rapidez en un torrente enfurecido en los alrededores de las estaciones ferroviarias, se convirtió en una lucha a muerte en los muelles del Támesis y buscó salida por todos los canales disponibles del norte y del este. A las diez de la mañana perdía coherencia la organización policial, y a mediodía se desplomaba por completo la de los ferrocarriles.
Todas las líneas ferroviarias del norte del Támesis y los habitantes del sudeste habían sido advertidos del peligro a la medianoche del domingo, y los trenes se llenaban con rapidez, mientras que la gente luchaba con salvajismo por conseguir espacio en los vagones.
A las tres de la tarde muchos eran aplastados y pisoteados, aun en la calle Bishopsgate; a doscientos metros de la estación de la calle Liverpool se disparaban revólveres, se apuñalaba a muchos y los agentes de policía que fueron enviados a dirigir el tránsito dejábanse llevar por la cólera y rompían las cabezas de las personas a las que debían proteger.
Y al avanzar el día y negarse los maquinistas y fogoneros a regresar a Londres, la presión del éxodo obligó a la multitud a alejarse de las estaciones y volcarse por los caminos que iban hacia el norte.
A mediodía habíase visto un marciano en Barnes y una nube de vapor negro, que se hundía lentamente, avanzaba por el Támesis y los llanos de Lambeth, impidiendo la huida por los puentes. Otra nube negra presentóse sobre Ealing y rodeó a un grupito de sobrevivientes que se hallaba en Castle Hill y que de allí no pudo descender.
Después de una inútil tentativa por subir a un tren del noroeste en Chalk Farm, mi hermano salió a ese camino, cruzó por entre un enjambre de vehículos y tuvo la suerte de ser uno de los primeros que saquearon un negocio de venta de bicicletas. El neumático delantero de la máquina que obtuvo se abrió al sacarlo por el escaparate; pero sin darle importancia, montó en ella y partió sin otra herida que un golpe recibido en la muñeca.
La parte inferior de la empinada Haverstook Hill era impasable, debido a los cadáveres de numerosos caballos allí caídos, y mi hermano tomó entonces por el camino Belsize.
Así logró salvarse de lo peor del pánico, soslayando el camino Edgware y llegar a esta población alrededor de las siete, fatigado y con mucho apetito, pero muchísimo antes que la multitud.
A lo largo del camino se hallaba la gente apiñada, observando con gran curiosidad a los fugitivos. Allí le pasó un grupo de ciclistas, varios jinetes y dos automóviles. A una milla de Edgware se rompió la llanta delantera de su bicicleta y tuvo que abandonar la máquina y seguir camino a pie.
En la calle principal de la aldea había algunos comercios abiertos y los pobladores se agrupaban en las aceras, los portales y ventanas, mirando asombrados a la extraordinaria procesión de fugitivos que llegaba allí. Mi hermano consiguió obtener algo de alimento en una hostería.
Por un tiempo quedóse en Edgware, sin saber qué rumbo tomar. Los refugiados aumentaban en número. Muchos de ellos, como mi hermano, parecían dispuestos a quedarse en la aldea. No había nuevas noticias de los invasores de Marte.
A esa hora el camino estaba atestado, pero la congestión no era grave. La mayoría de los fugitivos montaban bicicletas, pero pronto se vieron algunos automóviles, coches de plaza y carruajes cerrados, que levantaban el polvo en grandes nubes por el camino hacia St. Albans.
La idea de ir hasta Chelmsford, donde tenía unos amigos, impulsó, al fin, a mi hermano a partir por un camino tranquilo que se extendía hacia el este. Poco después llegó a un portillo de molinete, y luego de transponerlo siguió un sendero que iba hacia el noroeste. Pasó cerca de varias granjas y algunas aldeas cuyos nombres ignoraba. Vio a pocos fugitivos, hasta que se encontró en el sendero de High Barnet con dos damas, que fueron luego sus compañeras de viaje. Llegó al lugar a tiempo para salvarlas.
Oyó sus gritos, y al correr para dar vuelta a la curva vio a un par de individuos que se esforzaban por arrancarlas del cochecillo en el que viajaban, mientras que un tercero trataba de contener al nervioso caballo.
Una de las damas, mujer baja y vestida de blanco, no hacía más que gritar; pero la otra, una joven morena y esbelta, golpeaba con su látigo al hombre que la tenía sujeta por una muñeca.
Mi hermano se hizo cargo de la situación al instante, lanzó un grito y corrió hacia el lugar en que se desarrollaba la lucha. Uno de los hombres desistió de sus intenciones y volvióse hacia él. Al ver la expresión del otro, mi hermano comprendió que era inevitable una pelea, y como era un pugilista experto, lo atacó inmediatamente, derribándolo contra la rueda del vehículo.
No era ése el momento apropiado para mostrarse caballeresco, y acto seguido lo desmayó de un puntapié. Tomó luego por el cuello al que aprisionaba la muñeca de la dama. Oyó entonces ruido de cascos, sintió que el látigo le golpeaba entre los ojos, y el hombre al que asía se liberó y echó a correr por el camino.
Medio atontado, se encontró frente al que había contenido al caballo, y vio entonces que el coche se alejaba camino abajo meciéndose de un lado a otro y con ambas mujeres vueltas hacia él.
Su antagonista, que era un sujeto fornido, trató de abrazarlo, y él le contuvo con un golpe a la cara. El otro se dio cuenta entonces de que estaba solo y dio un salto para esquivarlo y correr tras del coche.
Mi hermano le siguió y cayó al suelo. Otro de los sujetos, que había echado a correr tras él, cayó también. Un momento después se acercó el tercero de los individuos y entre los dos lo ataron. Mi hermano se habría visto en un grave apuro si la dama delgada no hubiera vuelto en su ayuda con gran audacia. Parece que tenía un revólver, pero el arma estaba debajo del asiento cuando las atacaron. Disparó desde seis metros de distancia y la bala pasó a escasos centímetros de la cabeza de mi hermano. El menos valeroso de los ladrones echó a correr seguido por su compañero, que le reprochaba su cobardía. Ambos se detuvieron junto al que yacía tendido en el camino.
—¡Tome esto! —dijo la joven a mi hermano dándole el revólver.
—Vuelva al coche —le ordenó él mientras se enjugaba la sangre que manaba de sus labios.
Ella se volvió sin decir palabra y ambos marcharon hacia donde la mujer de blanco se esforzaba por contener al atemorizado caballo. Los ladrones parecían haberse dado por vencidos y se alejaron.
—Me sentaré aquí, si me permiten —dijo entonces, y subió al pescante.
La dama miró sobre su hombro.
—Deme las riendas —dijo, y azuzó al caballo de un latigazo.
Un momento más tarde, una curva del camino ocultó a los tres ladrones, que se iban.
De esta manera completamente inesperada, mi hermano se encontró, jadeante, con un corte en un labio, la barbilla magullada y los nudillos lastimados, viajando por un camino desconocido con estas dos mujeres.
Se enteró de que eran la esposa y la hermana menor de un cirujano que vivía en Stanmore y que había vuelto en la madrugada de atender un caso urgente en Pinner. Al enterarse en una estación del camino de que avanzaban los marcianos fue apresuradamente a su casa, despertó a las mujeres, empaquetó algunas provisiones, puso su revólver debajo del asiento —por suerte para mi hermano— y les dijo que fueran a Edgware, donde podrían tomar un tren. Quedóse atrás para avisar a los vecinos y dijo que las alcanzaría a las cuatro y media de la mañana. Pero eran ya cerca de las nueve y no habían vuelto a verle. En Edgware no pudieron detenerse debido al intenso tránsito que pasaba por la aldea y por eso fueron hasta ese camino lateral.
Esto fue lo que contaron a mi hermano poco a poco, cuando volvieron a detenerse cerca de New Barnet. Él les prometió hacerles compañía, por lo menos, hasta que decidieran lo que iban a hacer o hasta que llegara el médico. Manifestó ser experto en el manejo del revólver —arma desconocida para él—, a fin de infundirles confianza.
Hicieron una especie de campamento al lado del camino y el caballo se puso a mordisquear un seto. Él les contó su huida de Londres y todo lo que sabía de los marcianos. El sol fue ascendiendo en el cielo y al cabo de un tiempo dejaron de hablar y quedáronse esperando.
Varios caminantes pasaron por allí, y por ellos supo mi hermano algunas noticias. Cada respuesta que recibía acrecentaba su impresión del gran desastre sufrido por la humanidad y aumentaba su convicción de que era necesario proseguir la huida inmediatamente. Por este motivo lo sugirió a sus acompañantes.
—Tenemos dinero —dijo la más delgada, y vaciló un poco. Miró a mi hermano a los ojos y desapareció su incertidumbre.
—Yo también lo tengo —dijo él.
Ella le explicó que llevaban treinta libras en oro, además de un billete de cinco, y sugirió que con eso podrían tomar un tren en St. Albans o en New Barnet. Mi hermano creyó imposible hacerlo, ya que había visto lo ocurrido en Londres con los trenes, y expresó su idea de cruzar Essex hacia Harwich y así escapar del país.
La señora Elphinstone, que era la dama de blanco, no quiso escuchar razones y siguió llamando a «George»; pero su cuñada era muy decidida y, finalmente, accedió a la sugestión de mi hermano.
Así, pues, siguieron hacia Barnet con la intención de cruzar el Gran Camino del Norte. Mi hermano iba caminando junto al coche para cansar al caballo lo menos posible.
A medida que avanzaba el día acrecentábase el calor y la arena blancuzca sobre la que pisaban se tornó cegadora y ardiente, de modo que sólo pudieron viajar con mucha lentitud. Los setos estaban cubiertos de polvo, y mientras avanzaban hacia Barnet oyeron cada vez más claramente un tumulto extraordinario.
Comenzaron a encontrarse con más gente. En su mayoría miraban todos hacia adelante con la vista fija; iban murmurando por lo bajo; estaban fatigados, pálidos y sucios. Un hombre vestido de etiqueta se cruzó con ellos. Iba caminando y con los ojos fijos en el suelo. Oyeron su voz y, al volverse para mirarle, le vieron llevarse una mano a los cabellos y golpear con la otra algo invisible. Pasado su paroxismo de ira continuó camino sin mirar hacia atrás ni una sola vez.
Cuando siguieron hacia la encrucijada al sur de Barnet vieron a una mujer que se aproximaba al camino por un campo de la izquierda llevando un niño en brazos y seguida por otros dos. Luego apareció un hombre vestido de negro, con un grueso bastón en una mano y una maleta en la otra. Después vieron llegar por la curva un carrito arrastrado por un sudoroso caballo negro y guiado por un joven de sombrero hongo cubierto de polvo. Viajaban con él tres muchachas y un par de niños.
—¿Por aquí podremos dar la vuelta por Edgware? —preguntó el conductor, que estaba muy pálido.
Cuando mi hermano le hubo contestado afirmativamente tomó hacia la izquierda, azotó al caballo y se fue sin darle las gracias.
Mi hermano notó un humo gris pálido que se levantaba entre las casas que tenía frente a sí y que velaba la fachada blanca de un edificio que se hallaba detrás de las villas. La señora Elphinstone lanzó un grito al ver una masa de llamas rojas que saltaban de las viviendas hacia el cielo. El ruido tumultuoso resultó ser ahora una cacofonía de voces, el rechinar de muchas ruedas, el crujir de vehículos y el golpear de cascos sobre el suelo. El camino describía allí una curva cerrada, a menos de cincuenta metros de la encrucijada.
—¡Dios mío! —gritó la señora Elphinstone—. ¿Adónde nos lleva usted?
Mi hermano se detuvo.
El camino principal estaba lleno de gente, era un torrente de seres humanos que avanzaban apresuradamente hacia el norte, mientras unos empujaban a otros. Una gran nube de polvo blanco y luminoso por el resplandor del sol tornaba indistinto el espectáculo y era constantemente renovado por las patas de gran cantidad de caballos, los pies de hombres y mujeres y las ruedas de vehículos de toda clase.