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Authors: H.G. Wells

Tags: #Ciencia Ficción

La guerra de los mundos (9 page)

BOOK: La guerra de los mundos
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Entonces, poco a poco, me fui dando cuenta de que había escapado por milagro.

13
Mi encuentro con el cura

D
espués de esta súbita lección sobre el poder de las armas terrestres, los marcianos se retiraron a su posición original del campo comunal de Horsell, y en su apresuramiento, y cargados como iban con los restos de su compañero, dejaron de ver a muchos hombres que se encontraban en la misma situación que yo.

Si hubieran dejado al gigante destruido y continuado su marcha hacia adelante, no habrían encontrado entonces nada que les impidiera llegar hasta Londres y es seguro que hubiesen llegado a la capital mucho antes que se enteraran de su proximidad. Su ataque habría sido tan súbito y destructivo como lo fue el terremoto que asoló Lisboa hace ya un siglo.

Mas no tenían prisa. Un cilindro seguía a otro en su viaje interplanetario; cada veinticuatro horas recibían refuerzos. Y mientras tanto, las autoridades militares y navales, conocedoras ya del terrible poder de sus enemigos, trabajaban con furiosa energía. Cada minuto se instalaba un nuevo cañón, hasta que antes del anochecer había uno detrás de cada seto, de cada fila de casas, de cada loma entre Kingston y Richmond. Y en toda la extensión de la desolada área de veinte millas cuadradas que rodeaba el campamento marciano de Horsell se arrastraban los exploradores con los heliógrafos, que habrían de advertir a los artilleros la llegada del enemigo.

Pero los marcianos comprendían ahora que teníamos un arma potente y que era peligroso acercarse a los humanos, y ni un solo hombre se aventuró a menos de una milla de los cilindros sin pagar su osadía con la vida.

Parece que los gigantes pasaron la primera parte de la tarde yendo y viniendo de un lado a otro para trasladar toda la carga del segundo y el tercer cilindro —que estaban en Addlestone y en Pyrford— a su pozo original de Horsell. Allí, sobre los brezos ennegrecidos y los edificios en ruinas, se hallaba un centinela de guardia, mientras que los demás abandonaron sus enormes máquinas guerreras para descender al pozo. Allí estuvieron trabajando hasta muy entrada la noche, y la densa columna de humo verde que se levantaba del lugar pudo ser vista desde las colinas de Merrow y aun desde Banstead y Epson Downs.

Y mientras los marcianos, a mi espalda, se preparaban así para su próximo ataque, y frente a mí se aprestaba la humanidad para la defensa, fui avanzando con gran trabajo en dirección a Londres.

Vi un botecillo abandonado que iba sin rumbo corriente abajo. Me quité casi todas mis ropas, alcancé la embarcación y logré alejarme de esa manera. No tenía remos, pero logré hacer avanzar el bote con las manos, poniendo rumbo a Halliford y Walton. Este trabajo me resultaba muy tedioso y constantemente miraba hacia atrás. Seguí río abajo porque consideré que el agua me brindaría la única oportunidad de salvarme si volvían los gigantes.

El agua caliente corrió conmigo río abajo, de modo que por espacio de una milla apenas si pude ver la costa. A pesar de todo, una vez alcancé a divisar una fila de figuras negras que cruzaban corriendo la campiña desde Weybridge.

Al parecer, Halliford estaba desierto y varias de las casas que daban al río eran presa de las llamas. Poco más adelante, los cañaverales de la costa humeaban y ardían y una línea de fuego avanzaba por un campo de heno.

Durante largo tiempo me dejé llevar por la corriente, pues no me fue posible hacer esfuerzo alguno a causa del agotamiento que me dominaba. Luego me embargó de nuevo el temor y renové la tarea de impulsar el bote con las manos. El sol me quemaba la espalda desnuda. Al fin, cuando avisté el puente de Walton al otro lado de la curva, quedé completamente exhausto y desembarqué en la orilla de Middlesex, tendiéndome entre las altas hierbas. Creo que serían las cuatro o las cinco de la tarde. Me levanté al fin, y caminé por espacio de media milla sin encontrar a nadie, y me tendí de nuevo a la sombra de un seto.

Creo recordar que durante esa caminata estuve hablando conmigo mismo sin saber qué decía. También sentía mucha sed y lamenté no haber bebido más agua. Lo curioso es que me sentí furioso contra mi esposa; no sé por qué causa, pero mi impotente deseo de llegar a Leatherhead me preocupaba en exceso.

No recuerdo claramente la llegada del cura. Quizá me quedé dormido. Lo que sé es que le vi allí sentado con la vista fija en los resplandores que iluminaban el cielo.

Me senté y mi movimiento atrajo su atención.

—¿Tiene agua? —le pregunté.

Negó con la cabeza.

—Hace una hora que pide usted agua —me dijo.

Por un momento guardamos silencio mientras nos contemplábamos. Me figuro que habrá visto en mí a un ser muy extraño. No tenía otra ropa que los pantalones y calcetines; mi espalda estaba enrojecida por el sol, y mi cara ennegrecida por el humo.

Él, por su parte, parecía hombre de carácter muy débil a juzgar por su barbilla hundida y sus ojos de un azul pálido incapaces de mirar de frente. Habló de pronto, volviendo la vista hacia otro lado.

—¿Qué significa esto? —dijo—. ¿Qué significa?

Le miré sin responderle.

Él extendió una mano blanca y delgada y dijo en tono quejoso:

—¿Por qué se permiten estas cosas? ¿Qué pecados hemos cometido? Había terminado el servicio de la mañana, iba yo caminando por el camino para aclararme las ideas, cuando ocurrió todo esto. ¡Fuego, terremoto, muerte! Como si estuviéramos en Sodoma y Gomorra. Deshechas todas nuestras obras… ¿Qué son estos marcianos?

—¿Qué somos nosotros? —repliqué aclarándome la garganta.

Él se tomó las rodillas con las manos y volvióse para mirarme de nuevo. Durante medio minuto nos contemplamos en silencio.

—Iba caminando para aclarar mis ideas —dijo—. De pronto…, ¡fuego, terremoto, muerte!

Volvió a callar, bajando la cabeza casi hasta las rodillas.

Poco después agitó una mano.

—Todas las obras…, las escuelas dominicales. ¿Qué hemos hecho? ¿Qué hizo Weybridge? Todo destruido. ¡La iglesia! La reconstruimos hace apenas tres años. ¡Desaparecida! ¡Aplastada! ¿Por qué?

Otra pausa y volvió a hablar como si hubiera enloquecido.

—¡El humo de su fuego se eleva por siempre jamás! —gritó.

Refulgieron sus ojos y señaló hacia Weybridge con el dedo.

Para ese entonces ya me había dado cuenta de lo que le ocurría. Evidentemente, era un fugitivo de Weybridge, y la tremenda tragedia en la que se viera envuelto habíale privado, en parte, de la razón.

—¿Estamos lejos de Sunbury? —le pregunté en el tono más natural posible.

—¿Qué podemos hacer? —dijo él—. ¿Están en todas partes esos monstruos? ¿Es que la Tierra les pertenece ahora?

—¿Estamos lejos de Sunbury?

—Esta misma mañana celebré una misa…

—Las cosas han cambiado —le dije en tono sereno—. No debemos perder la cabeza. Todavía quedan esperanzas.

—¡Esperanzas!

—Sí, y muchas…, a pesar de toda esta destrucción.

Comencé a explicarle mi punto de vista respecto a nuestra situación. Al principio me escuchó; mas a medida que yo continuaba, sus ojos volvieron a tornarse opacos y apartó la vista.

—Esto debe ser el principio del fin —dijo interrumpiéndome—. ¡El fin! ¡El día terrible del Señor! Cuando los hombres pidan a las montañas y las rocas que les caigan encima y les oculten para no ver el rostro de Él, que estará sentado sobre su trono.

Cesé entonces en mis laboriosos razonamientos, me puse de pie y, parado junto a él, le apoyé una mano sobre el hombro.

—Sea hombre —le dije—. El miedo le hace desvariar. ¿De qué sirve la religión si deja de existir ante las calamidades? Piense en lo que ya hicieron a los hombres los terremotos, inundaciones, guerras y volcanes. ¿Creía usted que Dios había exceptuado a Weybridge?… ¡Vamos, hombre, Dios no es un agente de seguros!

Por un rato estuvimos callados.

—¿Pero cómo podemos escapar? —me preguntó él de pronto—. Son invulnerables, no conocen la piedad…

—Ni lo uno ni quizá lo otro —repuse—. Y cuanto más poderosos sean, más sensatos y precavidos debemos ser nosotros. Hace menos de tres horas lograron matar a uno de ellos no muy lejos de aquí.

—¿Lo mataron? —exclamó mirando a su alrededor—. ¿Cómo es posible que se pueda matar a un enviado del Señor?

—Yo mismo lo vi —manifesté, y le narré el incidente—. Nosotros nos encontramos en lo peor de la batalla, eso es todo.

—¿Qué son esos destellos en el cielo? —me preguntó de pronto.

Le expliqué que era un heliógrafo, que hacía señales.

—Estamos en el centro de las actividades bélicas, aunque esté todo tan tranquilo —manifesté—. Ese destello en el cielo indica que se aproxima una batalla. De aquella parte están los marcianos y hacia el lado de Londres, donde se levantan las colinas alrededor de Richmond y Kinston, están cavando trincheras y formando terraplenes que sirvan de parapeto a los cañones y las tropas. Dentro de poco volverán por aquí los marcianos…

Mientras hablaba yo así, el cura se levantó de un salto y me interrumpió con un ademán.

—¡Escuche! —dijo.

Desde el otro lado de las colinas, más allá del agua, nos llegó el estampido apagado de los cañones distantes y gritos apenas audibles.

Luego reinó el silencio. Un escarabajo pasó zumbando sobre el seto y siguió su vuelo.

En el oeste veíase la luna, que brillaba débilmente sobre el humo procedente de Weybridge y Shepperton.

—Será mejor que sigamos este sendero hacia el norte —dije.

14
En Londres

M
i hermano menor estaba en Londres cuando los marcianos atacaron Woking. Era estudiante de medicina y se estaba preparando para un examen, motivo por el cual no se enteró de la llegada de los visitantes del espacio hasta el sábado por la mañana.

Los diarios de ese día publicaban, además de varios artículos especiales sobre el planeta Marte, un telegrama conciso y vago, que resultó aún más intrigante por su brevedad.

Alarmados por la proximidad de una multitud, los marcianos habían matado a cierto número de personas con un arma muy rápida, según explicaba el telegrama. El mensaje concluía con estas palabras: «Aunque son formidables, los marcianos no han salido del pozo en que cayeron y parecen incapaces de hacerlo. Probablemente se debe esto a la mayor atracción de la gravedad terrestre». Sobre este punto basaron los editorialistas sus artículos.

Naturalmente, todos los estudiantes de la clase de biología a la que asistía mi hermano estaban muy interesados, pero en la calle no hubo señales de más excitación que la de costumbre.

Los diarios de la tarde aprovecharon en todo lo posible las pocas noticias que tenían. No podían contar nada que no fueran los movimientos de las tropas en los alrededores del campo comunal y el incendio de los bosques entre Woking y Weybridge.

Luego, a las ocho, la
St. James’s Gazette
lanzó una edición especial, en la cual anunció la interrupción de las comunicaciones telegráficas. Se atribuyó este inconveniente a la caída de los pinos ardientes sobre la línea. Aquella noche no se supo nada más respecto a la lucha.

Mi hermano no sintió la menor ansiedad con respecto a nosotros, pues sabía por las noticias periodísticas que el cilindro se hallaba a dos millas de mi casa. Decidió ir aquella noche a visitarme, a fin de ver a los marcianos antes que los mataran. Despachó un telegrama —que no llegó a su destino— alrededor de las cuatro y pasó la velada en un salón de conciertos.

Aquel sábado por la noche también hubo una tormenta en Londres y mi hermano llegó a la estación de Waterloo en un coche de plaza. En la plataforma de la que suele partir el tren de medianoche se enteró al cabo de un rato de que un accidente impedía la llegada de trenes hasta Woking. No pudo averiguar qué clase de accidente había ocurrido, pues ni las autoridades ferroviarias lo sabían.

No hubo ningún revuelo en la estación, ya que los funcionarios de la empresa hacían correr los trenes de esa hora por Virginia Water o Guildford, en lugar de hacerlos pasar, como siempre, por Woking. También estaban ocupados en hacer los arreglos necesarios para alterar la ruta de Southampton y Portsmouth, que sirven los trenes de excursión dominical. Exceptuando a los altos jefes del ferrocarril, pocas personas relacionaron con los marcianos la interrupción de las comunicaciones.

En otro relato de estos acontecimientos he leído que el domingo por la mañana «se sobresaltó todo Londres ante las noticias de Woking». A decir verdad, no había nada que justificara frase tan extravagante. Muchos de los habitantes de Londres no oyeron hablar de los marcianos hasta el pánico del lunes por la mañana. Los que se enteraron tardaron un tiempo en comprender plenamente el significado de los telegramas que publicaban los diarios del domingo. La mayoría de los habitantes de Londres no lee los diarios de ese día.

Además, la convicción de la seguridad personal está tan grabada en la mente del londinense y es tan común que los diarios exageren las cosas, que pudieron leer sin el menor temor la siguiente noticia:

«Alrededor de las siete de anoche los marcianos salieron del cilindro, y avanzando bajo el amparo de una armadura de escudos metálicos, han destruido por completo la estación Woking con sus casas adyacentes y a todo un batallón del Regimiento de Cardigan. No se conocen detalles. Las ametralladoras Maxim resultan completamente inútiles contra sus armaduras y los cañones fueron inutilizados por ellos. Los húsares van hacia Chertsey. Los marcianos parecen avanzar lentamente hacia Chertsey y Windsor. Hay gran ansiedad en West Surrey y se están cavando trincheras y levantando terraplenes para contener su avance hacia Londres».

Así fue como publicó el
Sunday Sun
la noticia, y un artículo muy bien redactado que apareció en el
Referee
comparó los acontecimientos con lo que ocurriría si se soltaran todas las fieras de un zoológico en una aldea.

En Londres nadie sabía nada respecto a la naturaleza de los marcianos y todavía persistía la idea de que los monstruos debían ser muy torpes: «Se arrastran trabajosamente» era la expresión empleada en todas las primeras noticias respecto a ellos. Ninguno de los telegramas pudo haber sido escrito por un testigo presencial.

Los diarios dominicales lanzaron a la calle diversas ediciones a medida que llegaban las noticias. Algunos lo hicieron aun sin tenerlas. Mas no hubo nada nuevo que decir al pueblo hasta la caída de la tarde, cuando las autoridades dieron a las agencias de prensa las noticias que tenían. Se afirmaba que los habitantes de Walton y Weybridge, así como también de todo el distrito circundante, marchaban por los caminos en dirección a la capital. Eso era todo.

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