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Authors: H.G. Wells

Tags: #Ciencia Ficción

La guerra de los mundos (10 page)

BOOK: La guerra de los mundos
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Por la mañana, mi hermano fue a la iglesia del Hospital de Huérfanos sin saber todavía lo que había pasado la noche anterior. En el templo oyó alusiones sobre la invasión y el cura dijo una misa por la paz.

Al salir compró el
Referee
. Se alarmó al leer las noticias y de nuevo fue a la estación Waterloo para ver si se habían restablecido las comunicaciones. La gente que andaba por la calle no parecía afectada por las extrañas novedades que proclamaban los vendedores de diarios. Se interesaban, sí, y si se sentían alarmados era sólo por los residentes de las poblaciones que se mencionaban.

En la estación se enteró por primera vez de que estaban interrumpidas las líneas de Windsor y Chertsey. Los empleados le dijeron que se habían recibido varios telegramas extraños desde las estaciones de Byfleet y Chertsey, pero que ya no llegaba ninguna noticia más. Mi hermano no pudo obtener informes precisos al respecto. Todo lo que le dijeron fue que se estaba librando una batalla en los alrededores de Weybridge.

El servicio de trenes estaba muy desorganizado. En la estación había muchas personas que esperaban amigos procedentes del sudoeste. No eran pocos los que protestaban contra la falta de seriedad de la empresa.

Llegaron dos trenes procedentes de Richmond, Putney y Kingston con la gente que había ido a pasar el día a orillas del río. Los viajeros encontraron cerrados los muelles y se volvieron. Uno de ellos dio a mi hermano noticias muy extrañas.

—Hay muchísima gente que llega a Kington en carros y coches cargados de todos sus efectos personales —dijo—. Vienen de Molesey, Weybridge y Walton, y dicen que en Chertsey se han oído muchos cañonazos y que los soldados de caballería les han dicho que se vayan enseguida porque llegan los marcianos. Nosotros oímos cañonazos en la estación de Hampton Court, pero creíamos que eran truenos. ¿Qué diablos significa todo esto? Los marcianos no pueden salir de su pozo, ¿verdad?

Mi hermano no pudo decirle nada.

Después descubrió que la alarma había cundido a los clientes de los trenes subterráneos y que los excursionistas de los domingos comenzaban a volver de todas las estaciones del sudoeste a hora demasiado temprana; pero nadie sabía nada concreto. Todos los que llegaban a las estaciones parecían estar de mal humor.

Alrededor de las cinco se produjo gran revuelo en la estación al habilitarse la línea entre las estaciones sudeste y sudoeste para permitir el paso de grandes cañones y gran número de soldados. Éstas eran las armas que llevaron a Woolwich y Chatham para proteger a Kingston. Los curiosos hicieron comentarios festivos, que fueron contestados de igual guisa por los reclutas.

—¡Los comerán!

—Somos los domadores de fieras.

Y otras frases por el estilo.

Poco después llegó un pelotón de policías, que hizo retirar a la gente de los andenes. Mi hermano salió entonces a la calle.

Las campanas de las iglesias llamaban para el servicio vespertino y un grupo de jóvenes del Ejército de Salvación llegó cantando por el camino de Waterloo. Sobre el puente había cierto número de holgazanes que observaban una escoria rara de color castaño que llegaba por el río. Poníase el sol y contra un cielo espléndido se recortaban las siluetas de la Torre del Reloj y de la Casa del Parlamento. Alguien comentó algo acerca de un cuerpo que flotaba en el agua. Uno de los mirones, que afirmaba ser reservista, dijo a mi hermano que había visto hacia el oeste los destellos de un heliógrafo.

En la calle Wellington mi hermano se encontró con dos individuos mal entrazados que salían de la calle Fleet con diarios recién impresos y llevaban grandes cartelones.

—¡Horrible catástrofe! —gritaban ambos mientras corrían por Wellington—. ¡Una batalla en Weybridge! ¡Descripción completa! ¡Se rechaza a los marcianos! ¡Londres, en peligro!

Tuvo que pagar tres peniques por un ejemplar de ese diario.

Sólo entonces comprendió, en parte, la amenaza que representaban los monstruos. Supo que no eran un simple puñado de criaturas pequeñas y torpes, sino que poseían mentes inteligentes que gobernaban enormes cuerpos mecánicos y que podían trasladarse con rapidez y atacar con tal efectividad, que aun los cañones más poderosos no eran capaces de detenerlos.

Se los describía como «gigantescas máquinas similares a arañas de casi treinta metros de altura, capaces de desarrollar la velocidad de un tren expreso y dueñas de un arma que despedía un rayo de calor potentísimo». Habíanse instalado baterías en la región de los alrededores de Horsell y especialmente entre los distritos de Woking y Londres. Cinco de las máquinas fueron avistadas cuando avanzaban hacia el Támesis y una de ellas, por gran casualidad, fue destruida. En los otros casos erraron las balas y las baterías fueron aniquiladas de inmediato por el rayo calórico. Se mencionaban grandes bajas de soldados, pero el tono general del despacho era optimista.

Los marcianos habían sido rechazados; por tanto, no eran invulnerables. Se retiraron de nuevo a su triángulo de cilindros, en el círculo que rodeaba a Woking. Los soldados del Cuerpo de Señales avanzaban hacia ellos desde todas direcciones. Desde Windsor, Portsmouth, Aldershot y Woolwich llegaban cañones de largo alcance, y del norte se esperaba uno de noventa y cinco toneladas. Un total de ciento dieciséis estaban ya en posición, casi todos protegiendo la capital. Era la primera vez que se efectuaba una concentración tan rápida e importante de material de guerra.

Se esperaba que cualquier otro cilindro que cayera fuese destruido de inmediato por explosivos de alta potencia, los cuales se estaban ya fabricando y distribuyendo. Sin duda alguna, continuaba el despacho, la situación era grave, pero se recomendaba al público que no se dejara dominar por el pánico. Se admitía que los marcianos eran criaturas extrañas y extremadamente peligrosas, mas no podía haber más que veinte de ellos contra nuestros millones.

A juzgar por el tamaño de los cilindros, las autoridades suponían que no había más de cinco tripulantes en cada uno de ellos, o sea, un total de quince. Por lo menos, se había dado muerte a uno y quizá a más. El público sería advertido con tiempo de la proximidad del peligro y se estaban tomando grandes precauciones para proteger a los habitantes de los suburbios del sudoeste, que estaban ahora amenazados. Y así, con reiteradas manifestaciones acerca de que Londres estaba a salvo y la seguridad de que las autoridades podían hacer frente a las dificultades, se cerraba esta quasi proclamación.

Todo esto estaba impreso en letras grandes, y tan fresca era la tinta que el diario estaba húmedo. No hubo tiempo para agregar ningún comentario. Según mi hermano, resultaba curioso ver cómo se había sacrificado el resto de las noticias para ceder espacio a lo que antecede.

Por toda la calle Wellington veíase a la gente que compraba los diarios para leerlos, y de pronto se oyeron en el Strand las voces de los otros vendedores, que seguían a los primeros. La gente descendía de los vehículos colectivos para comprar ejemplares. No hay duda que, fuera cual fuese su apatía primera, la gente sintióse muy excitada ante estas novedades. El dueño de una casa de mapas del Strand quitó los postigos a su escaparate y se puso a exhibir en él varios mapas de Surrey.

Mientras marchaba por el Strand en dirección a Trafalgar Square con el diario bajo el brazo, mi hermano vio a varios de los fugitivos que llegaban a West Surrey.

Había un hombre que guiaba un carro como el de los verduleros. En el vehículo viajaban su esposa y sus dos hijos junto con algunos muebles. Llegó desde el puente de Westminster, y tras él se vio un carretón de cargar heno con cinco o seis personas de aspecto muy respetable, que llevaban consigo numerosas cajas y paquetes. Estaban todos muy pálidos y su apariencia contrastaba notablemente con la de los bien ataviados pasajeros que los miraban desde los ómnibus.

Se detuvieron en la plaza como si no supieran qué camino seguir y, al fin, tomaron hacia el este por el Strand. Poco más atrás llegó un hombre con ropas de trabajo, que montaba una de esas bicicletas antiguas con una rueda más pequeña que la otra. Estaba muy sucio y tenía el rostro blanco como la tiza.

Mi hermano tomó entonces hacia Victoria y se cruzó con otros refugiados. Se le ocurrió la vaga idea de que quizá me viera a mí. Notó que había un gran número de policías regulando el tránsito. Algunos de los fugitivos cambiaban noticias con la gente de los vehículos colectivos. Uno afirmaba haber visto a los marcianos.

—Son calderas sobre trípodes y caminan como hombres —declaró.

Casi todos mostrábanse muy animados por su extraña aventura.

Más allá de Victoria, las tabernas hacían gran negocio con los recién llegados. En todas las esquinas veíanse grupos de personas leyendo diarios, conversando animadamente o mirando con gran curiosidad a los extraordinarios visitantes. Éstos parecieron aumentar de número al avanzar la noche, hasta que, al fin, las calles estuvieron tan atestadas como la de Epson el día del Derby. Mi hermano dirigió la palabra a varios de los fugitivos, mas no pudo averiguar nada concreto.

Ninguno de ellos le dio noticias de Woking, hasta que encontró a uno que le dijo que Woking había sido enteramente destruido la noche anterior.

—Vengo de Byfleet —manifestó el individuo—. Esta mañana temprano pasó por la aldea un hombre, que llamó en todas las puertas para avisarnos que nos fuéramos. Después llegaron los soldados. Salimos a mirar y vimos grandes nubes de humo hacia el sur. Nada más que humo, y desde ese lado no llegó nadie. Después oímos los cañones de Chertsey y vimos a la gente que venía de Weybridge. Por eso cerré mi casa y me vine a la capital.

En esos momentos predominaba en la calle la idea de que las autoridades tenían la culpa por no haber podido terminar con los invasores sin tanto inconveniente para la población.

Alrededor de las ocho, en todo el sur de Londres se oyeron claramente numerosos cañonazos. Mi hermano no pudo oírlos a causa del ruido del tránsito en las calles principales, pero al tomar por las callejas menos concurridas para ir hacia el río le fue posible captar con toda claridad los estampidos.

Regresó de Westminster a su apartamento de Regent Park cerca de las dos. Ya se sentía muy preocupado por mí y le inquietaba la evidente magnitud del peligro. Como lo hiciera yo el sábado, pensó mucho en los detalles militares del asunto y en todos los cañones que esperaban en la campiña, así como también en los fugitivos. Con un esfuerzo mental trató de imaginar cómo serían las «calderas sobre trípodes» de treinta metros de altura.

Dos o tres carros cargados de refugiados pasaron por la calle Oxford y varios iban por el camino de Marylebone; pero con tanta lentitud cundían las noticias, que la calle Regent y el camino de Portland estaban atestados de sus paseantes dominicales de costumbre, aunque notábase ahora que muchos formaban grupos para cambiar ideas, y por Regent Park había tantas parejas conversando bajo los faroles de gas como en otras oportunidades. La noche estaba cálida y tranquila, así como también algo opresiva, y el estampido de los cañonazos continuó de manera intermitente. A medianoche pareció que hubiera relámpagos en dirección al sur.

Mi hermano leyó el diario temiendo que me hubiera ocurrido lo peor. Estaba inquieto, y después de la cena salió de nuevo a pasear sin rumbo. Regresó y en vano quiso distraer su atención dedicándose al estudio. Acostóse poco después de medianoche, y en la madrugada del lunes le despertó el ruido distante de las llamadas a las puertas, de pies que corrían, de tambores lejanos y de campanadas. Sobre el cielo raso vio reflejos rojos. Por un momento quedóse asombrado, preguntándose si había llegado el día o si el mundo estaba loco. Después saltó del lecho para correr hacia la ventana.

Su habitación era un ático, y al asomar la cabeza se repitió en toda la manzana el ruido que produjera su ventana al abrirse y en otras aberturas aparecieron otras cabezas como la suya. Alguien comenzó a formular preguntas.

—¡Ya llegan! —gritó un policía llamando a una puerta—. ¡Llegan los marcianos!

Acto seguido corrió hacia la puerta contigua. El batir de tambores y las notas de un clarín acercábanse desde el cuartel de la calle Albany y todas las iglesias de los alrededores mataban el sueño con el repiqueteo de sus campanas. Oíanse puertas que se abrían y todas las ventanas de la manzana se iluminaron.

Calle arriba llegó velozmente un carruaje cerrado, que pasó haciendo gran ruido sobre las piedras de la calle y se perdió en la distancia. Poco después llegaron dos coches de plaza, los precursores de una larga procesión de vehículos, que iban en su mayor parte hacia la estación Chalk Farm, donde cargaban entonces los trenes especiales del noroeste en lugar de hacerlo desde Euston.

Durante largo rato estuvo mi hermano asomado a la ventana, lleno de asombro, mirando a los policías, que llamaban a todas las puertas y comunicaban su incomprensible mensaje. Luego se abrió la puerta de su habitación y entró el vecino que ocupaba el cuarto del otro lado del corredor. El hombre vestía pantalones, camisa y zapatillas; llevaba colgando los tirantes y tenía el cabello en desorden.

—¿Qué diablos pasa? —preguntó—. ¿Es un incendio? ¡Qué bochinche endiablado!

Ambos se asomaron por la ventana, esforzándose por oír lo que gritaban los agentes de policía. La gente salía de las calles laterales y formaba grupos en las esquinas.

—¿Qué demonios pasa? —volvió a preguntar el vecino. Mi hermano le respondió algo vago y empezó a vestirse, yendo entre prenda y prenda hasta la ventana para no perder nada de lo que sucedía en las calles. Al poco rato llegaron hombres que vendían diarios.

—¡Londres en peligro de sofocación! —gritaban—. ¡Han caído las defensas de Kingston y Richmond! ¡Horribles desastres en el valle del Támesis!

Y todo a su alrededor: en los cuartos de abajo, en las casas de ambos lados y de la acera opuesta, y detrás, en Park Terrace y en un centenar de otras calles de aquella parte de Marylebone y del distrito de Westbourne Park y St. Paneras; hacia el oeste y noroeste, en Kilburn, en St. John’s Wood y en Hampstead; hacia el este, en Shoreditch, Highbury, Haggerston y Hoxton, y, en suma, en toda la vasta ciudad de Londres, desde Ealing hasta East Ham, la gente se restregaba los ojos y abría las ventanas para mirar hacia fuera y formular preguntas, y se vestía apresuradamente cuando los primeros soplos de la tormenta del temor empezaban a recorrer las calles. Aquello fue el alba del gran pánico. Londres, que el domingo por la noche se había acostado estúpido e inerte, despertó en la madrugada del lunes para hacerse cargo de la inminencia del peligro. Como desde su ventana no podía enterarse de lo que pasaba, mi hermano bajó a la calle en el momento en que el cielo se teñía de rosa con la llegada del alba. La gente, que huía a pie y en toda clase de vehículos, tornábase cada vez más numerosa.

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