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Authors: H.G. Wells

Tags: #Ciencia Ficción

La guerra de los mundos (7 page)

BOOK: La guerra de los mundos
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Parecía, en verdad, como si toda la región de aquel lado estuviera quemándose y las llamas se agitaban con las ráfagas de viento y proyectaban sus luces sobre las nubes. De cuando en cuando pasaba frente a la ventana una columna de humo, que ocultaba a los marcianos. No pude ver lo que hacían ni divisarlos a ellos con claridad, como tampoco me fue posible reconocer los objetos negros con que trabajaban.

Cerré la puerta con suavidad y avancé hacia la ventana. Al hacer esto se amplió mi campo visual hasta que por un lado pude percibir las casas de Woking, y del otro, los bosques ennegrecidos de Byfleet. Había una luz cerca del arco del ferrocarril y varias de las casas del camino de Maybury y de las calles próximas a la estación estaban en ruinas. Al principio me intrigó lo que vi en los rieles, pues era un rectángulo negro y un resplandor muy vívido, así como también una hilera de rectángulos amarillentos. Después noté que era un tren volcado, cuya parte anterior estaba destrozada y era presa de las llamas, mientras que los vagones posteriores continuaban aún sobre las vías.

Entre estos tres centros principales de luz, la casa, el tren y el campo incendiado en dirección a Chobham, se extendían trechos irregulares de lugares oscuros, interrumpidos aquí y allá por los rescoldos de los brezos aún humeantes.

Al principio no puede ver a ningún ser humano, aunque agucé la vista en todo momento. Más tarde vi contra la luz de la estación de Woking un número de figuras negras que corrían una tras otra.

¡Y éste era el pequeño mundo en el que había vivido tranquilamente durante años! ¡Este caos de muerte y fuego! Aún ignoraba lo ocurrido en las últimas siete horas y no conocía, aunque ya comenzaba a sospecharlo, qué relación había entre esos colosos mecánicos y los torpes seres que viera salir del cilindro.

Con una extraña impresión de interés objetivo volví mi sillón hacia la ventana, tomé asiento y me puse a mirar hacia el exterior, fijándome especialmente en los tres gigantes negros que iban de un lado a otro entre el resplandor que iluminaba los arenales.

Parecían estar notablemente ocupados y me pregunté qué serían. ¿Mecanismos inteligentes? Me dije que tal cosa era imposible. ¿O habría un marciano dentro de cada uno, dirigiendo al gigante tal como el cerebro de un hombre dirige el cuerpo? Comencé a comparar los colosos con las máquinas construidas por los hombres, y me pregunté, por primera vez en mi vida, qué parecerían a un animal nuestros acorazados o nuestras locomotoras.

Ya se había aclarado el cielo al descargarse la tormenta y sobre el humo que se elevaba de la tierra ardiente podía verse el punto luminoso de Marte que declinaba hacia occidente. En ese momento entró un soldado en mi jardín. Oí un ruido en la cerca y, saliendo de mi abstracción, miré hacia abajo y le vi trepar sobre las tablas. Al ver a otro ser humano salí de mi letargo y me incliné sobre el alféizar.

—¡Oiga! —llamé en voz baja.

El otro se detuvo sobre la cerca. Luego pasó al jardín y cruzó hacia la casa.

—¿Quién es? —dijo en tono quedo, y miró hacia la ventana.

—¿Dónde va usted? —le pregunté.

—Sólo Dios lo sabe.

—¿Quiere esconderse?

—Así es.

—Entre entonces —le dije.

Bajé, abrí la puerta, le hice pasar y volví a echar la llave. No pude verle la cara. No llevaba gorra y tenía la chaqueta abierta.

—¡Dios mío! —exclamó al entrar.

—¿Qué pasó?

—Pregúnteme qué es lo que no pasó —dijo, y vi en la penumbra que hacía un gesto de desesperación—. Nos barrieron por completo.

Repitió esta última frase una y otra vez.

Me siguió luego hacia el comedor.

—Tome un poco de güisqui —le dije sirviéndole una copa llena.

La bebió de un sorbo y se sentó a la mesa. Poniendo la cabeza sobre los brazos rompió a llorar como un niño, mientras que yo, olvidando mi desesperación reciente, le miraba sorprendido.

Pasó largo rato antes que pudiera calmar sus nervios y responder a mis preguntas, y entonces me contestó de manera entrecortada y en tono perplejo. Era artillero y había entrado en acción a eso de las siete. A esa hora ya se efectuaban disparos en el campo comunal y decíase que el primer grupo de marcianos se arrastraba lentamente hacia el segundo cilindro protegiéndose bajo un caparazón de metal.

Algo más tarde, el caparazón se paró sobre sus patas a manera de trípode y convirtióse en la primera de las máquinas que viera yo. El cañón que servía el soldado quedó ubicado cerca de Horsell, a fin de dominar con él los arenales, y su llegada había precipitado los acontecimientos. Cuando los artilleros se disponían a entrar en funciones, su caballo metió una pata en una conejera y lo arrojó a una depresión del terreno. Al mismo tiempo estalló el cañón a sus espaldas, volaron las municiones y le rodeó el fuego, mientras que él se encontró tendido bajo un montón de hombres y caballos muertos.

—Me quedé quieto —manifestó—. El miedo me había atontado y tenía encima el cuarto delantero de un caballo. Nos habían barrido por completo. El olor… ¡Dios mío! Era como de carne asada. La caída me lastimó la espalda y tuve que quedarme tendido hasta que se me pasó el dolor. Un momento antes habíamos estado como en un desfile y de pronto se fue todo al demonio.

Habíase escondido debajo del caballo muerto durante largo tiempo, espiando de cuando en cuando. Los soldados del cuerpo de Cardigan habían intentado efectuar una avanzada en formación de escaramuza, pero fueron exterminados todos desde el pozo. Luego se levantó el monstruo y comenzó a caminar lentamente de un lado a otro del campo comunal, entre los pocos supervivientes, dando vuelta el capuchón tal como si fuera la cabeza de un ser humano. En uno de sus tentáculos metálicos llevaba un complicado aparato del que salían destellos verdosos y por cuyo tubo proyectaba el rayo calórico.

Según me contó el soldado, en pocos minutos no quedó un alma viviente en el campo y todos los matorrales y árboles que no estaban ya quemados se convirtieron en una pira ardiente. Los húsares se hallaban tras una curva del camino y no los vio. Oyó durante un rato el tableteo de las ametralladoras, pero luego cesaron los disparos. El gigante dejó para el final la estación Woking y las casas que la rodeaban. Entonces proyectó su rayo calórico y la aldea se convirtió en un montón de ruinas llameantes. Después dio la espalda al artillero y se fue hacia el bosque de pinos, en que se hallaba el segundo cilindro. Un segundo gigante salió entonces del pozo y siguió al primero.

El artillero se arrastró por los brezos calientes en dirección a Horsell, logró llegar con vida hasta la zanja que bordea el camino y así consiguió escapar de Woking. Me explicó que allí quedaban algunos hombres con vida, muchos de ellos con quemaduras y todos aterrorizados. El fuego le obligó a dar un rodeo y tuvo que esconderse entre los restos recalentados de una pared al volver uno de los marcianos. Vio que el monstruo perseguía a un hombre, lo tomaba con uno de sus tentáculos metálicos y le destrozaba la cabeza contra un árbol. Al fin, después que cayó la noche, el artillero echó a correr y pudo cruzar el terraplén ferroviario.

Desde entonces estuvo caminando hacia Maybury con la esperanza de escapar del peligro y dirigirse a Londres. La gente se ocultaba en zanjas y sótanos y muchos de los sobrevivientes habíanse ido a Woking y Send. La sed le hizo sufrir mucho hasta que halló un caño de agua corriente que estaba roto y del cual salía el líquido como de un manantial.

Esto fue lo que me contó de manera fragmentaria. El artillero se calmó gradualmente mientras me relataba sus aventuras. No había comido nada desde mediodía, de modo que fui a buscar un poco de carne y pan a la alacena y puse todo sobre la mesa.

No encendimos luz por temor de atraer a los marcianos, de modo que tuvimos que comer a oscuras. Mientras hablaba él comenzaron a disiparse las sombras y poco a poco pudimos distinguir los setos pisoteados y los rosales en ruinas del jardín. Parecía que un número de hombres o animales había cruzado el lugar a la carrera. Me fue posible ver el rostro ennegrecido y macilento de mi compañero.

Cuando terminamos de comer subimos a mi estudio y de nuevo miré yo por la ventana. En una noche se había convertido el valle en un campo de cenizas. Ya no ardían tanto los fuegos. Donde antes había llamas ahora se veían columnas de humo; pero las innumerables ruinas de casas derruidas y árboles arrancados y consumidos por las llamas, que antes estuvieran ocultos por las sombras de la noche, ahora mostrábanse con aspecto terrible a la luz cruel del amanecer. No obstante, aquí y allá veíase algo que había escapado de la destrucción: una señal ferroviaria por aquí, el extremo de un invernadero por allá y algunas otras cosas. Jamás en la historia de la guerra habíase efectuado destrucción semejante. Y brillando a la luz creciente del oriente vi a tres de los gigantes metálicos parados cerca del pozo, con sus capuchones rotando como si inspeccionaran la desolación de que fueran causa.

Me pareció que el pozo se había agrandado y a cada momento salía del interior una nube de vapor verdoso que se elevaba hacia el cielo.

Más allá se destacaban las llamaradas procedentes de Chobham, que con las primeras luces del alba se convirtieron en grandes nubes de humo teñidas de rojo.

12
La destrucción de Weybridge y Sheppertor

A
l acrecentarse la luz del día nos alejamos de la ventana, desde la que habíamos observado a los marcianos, y descendimos a la planta baja.

El artillero concordó conmigo que no era conveniente permanecer en la casa. Tenía pensado seguir viaje hacia Londres y unirse de nuevo a su batería, que era la número doce de la Artillería Montada. Por mi parte, yo me proponía regresar de inmediato a Leatherhead, y tanto me había impresionado el poder destructivo de los marcianos, que decidí llevar a mi esposa a Newhaven y salir con ella del país. Ya me daba cuenta de que la región cercana a Londres debía ser por fuerza el escenario de una guerra desastrosa antes que se pudiera terminar con los monstruos.

Pero entre nosotros y Leatherhead se hallaba el tercer cilindro con los gigantes que lo guardaban. De haber estado solo creo que hubiera corrido el riesgo de cruzar por allí. Pero el artillero me disuadió.

—No estaría bien que dejara viuda a su esposa —me dijo.

Al fin accedí a ir con él por entre los bosques hasta Street Chobham, donde nos separaríamos. Desde allí trataría yo de dar un rodeo por Epsom hasta llegar a Leatherhead.

Debí haber partido enseguida; pero mi compañero era hombre ducho en esas cosas y me hizo buscar un frasco, que llenó de güisqui. Después nos llenamos los bolsillos con bizcochos y trozos de carne.

Salimos al fin de la casa y corrimos lo más rápidamente posible por el camino por el que viniera yo durante la noche. Las casas parecían abandonadas. En el camino vimos un grupo de tres cadáveres carbonizados por el rayo calórico y aquí y allá encontramos cosas que había dejado caer la gente en su huida: un reloj, una chinela, una cuchara de plata y otros objetos por el estilo. En la esquina del correo había un carrito con una rueda rota y cargado de cajas y muebles. Entre los restos descubrimos una caja para guardar dinero que había sido forzada.

Excepción hecha del orfanato, que todavía estaba quemándose, ninguna de las casas había sufrido mucho en esa parte. El rayo calórico había tocado la parte superior de las chimeneas y pasado de largo. Pero, salvo nosotros, no parecía haber un alma viviente en Maybury Hill. La mayoría de los habitantes habían huido o estaban ocultos.

Descendimos por el sendero, pasando junto al cuerpo del hombre vestido de negro y empapado ahora a causa de la lluvia de la noche. Al fin entramos en el bosque al pie de la cuesta. Por allí avanzamos hasta el ferrocarril sin encontrar a nadie. El bosque del otro lado de los rieles estaba en ruinas: la mayoría de los árboles habían caído, aunque aún quedaban algunos que elevaban hacia el cielo sus troncos desnudos y ennegrecidos.

Por nuestro lado, el fuego no había hecho más que chamuscar los árboles más próximos sin extenderse mucho. En un sitio vimos que los leñadores habían estado trabajando el sábado; en un claro había troncos aserrados formando pilas, así como también una sierra con su máquina de vapor. No muy lejos se veía una choza improvisada.

No soplaba viento aquella mañana y reinaba un silencio extraordinario. Hasta los pájaros callaban, y nosotros, al avanzar, hablábamos en voz muy baja, mirando a cada momento sobre nuestros hombros. Una o dos veces nos detuvimos para escuchar.

Al cabo de un tiempo nos acercamos al camino y oímos ruido de cascos. Vimos entonces por entre los árboles a tres soldados de caballería que cabalgaban lentamente hacia Woking. Los llamamos y se detuvieron para esperarnos. Eran un teniente y dos reclutas del octavo de húsares, que llevaban un heliógrafo.

—Son ustedes los primeros hombres que vemos por aquí esta mañana —expresó el teniente—. ¿Qué pasa?

Su voz y su expresión denotaban entusiasmo. Los dos soldados miraban con curiosidad. El artillero saltó al camino y se cuadró militarmente.

—Anoche quedó destruido nuestro cañón, señor. Yo me estuve ocultando y ahora iba en busca de mi batería. Creo que avistará a los marcianos a media milla de aquí.

—¿Qué aspecto tienen? —inquirió el teniente.

—Son gigantes con armaduras, señor. Miden treinta metros; tienen tres patas y un cuerpo como de aluminio, con una gran cabeza cubierta por una especie de capuchón.

—¡Vamos, vamos! —exclamó el oficial—. ¡Qué tontería!

—Ya verá usted, señor. Llevan una caja que dispara fuego y mata a todo el mundo.

—¿Un arma de fuego?

—No, señor —repuso el artillero, y describió vívidamente el rayo calórico.

El teniente le interrumpió en mitad de su explicación y me dirigió una mirada. Yo me hallaba todavía a un costado del camino.

—¿Lo vio usted? —me preguntó el oficial.

—Es la verdad —contesté.

—Bien, supongo que también tendré que verlo yo —volvióse hacia el artillero—: Nosotros tenemos orden de hacer salir a la gente de sus casas. Siga usted su camino y preséntese al brigadier general Marvin. Dígale a él todo lo que sabe. Está en Weybridge. ¿Conoce el camino?

—Lo conozco yo —intervine. Él volvió de nuevo su caballo hacia el sur.

—¿Media milla dijo? —preguntó.

—Más o menos —le indiqué hacia el sur con la mano.

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