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Authors: H.G. Wells

Tags: #Ciencia Ficción

La guerra de los mundos (2 page)

BOOK: La guerra de los mundos
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Aquella noche partió otro proyectil invisible en su viaje desde Marte. Iniciaba su trayectoria veinticuatro horas después del primero. Recuerdo que me quedé sentado a la mesa, deseoso de tener una luz para poder fumar y ver el humo de mi pipa, y sin sospechar el significado del resplandor que había descubierto y de todo el cambio que traería a mi vida. Ogilvy estuvo observando hasta la una, hora en que abandonó el telescopio. Encendimos entonces el farol y fuimos a la casa. Abajo, en la oscuridad, se hallaban Ottershaw y Chertsey, donde centenares de personas dormían plácidamente.

Ogilvy hizo numerosos comentarios acerca del planeta Marte y se burló de la idea de que tuviese habitantes y de que éstos nos estuvieran haciendo señas. Su opinión era que estaba cayendo sobre el planeta una profusa lluvia de meteoritos o que se había iniciado en su superficie alguna gigantesca explosión volcánica. Me manifestó lo difícil que era que la evolución orgánica hubiera seguido el mismo camino en los dos planetas vecinos.

—La posibilidad de que existan en Marte seres parecidos a los humanos es muy remota —me dijo.

Centenares de observadores vieron la llamarada de aquella noche y de las diez siguientes. Por qué cesaron los disparos después del décimo nadie ha intentado explicarlo. Quizá sea que los gases producidos por las explosiones causaron inconvenientes a los marcianos. Densas nubes de humo o polvo, visibles como pequeños manchones grises en el telescopio, se diseminaron por la atmósfera del planeta y oscurecieron sus detalles más familiares.

Al fin se ocuparon los diarios de esas anormalidades, y en uno y otro aparecieron algunas notas referentes a los volcanes de Marte. Recuerdo que la revista
Punch
aprovechó el tema para presentar una de sus acostumbradas caricaturas políticas. Y sin que nadie lo sospechara, aquellos proyectiles disparados por los marcianos aproximábanse hacia la Tierra a muchas millas por segundo, avanzando constantemente, hora tras hora y día tras día, cada vez más próximos. Paréceme ahora casi increíblemente maravilloso que con ese peligro pendiente sobre nuestras cabezas pudiéramos ocuparnos de nuestras mezquinas cosillas como lo hacíamos. Recuerdo el júbilo de Markham cuando consiguió una nueva fotografía del planeta para el diario ilustrado que editaba en aquellos días. La gente de ahora no alcanza a darse cuenta de la abundancia y el empuje de nuestros diarios del siglo diecinueve. Por mi parte, yo estaba muy entretenido en aprender a andar en bicicleta y ocupado en una serie de escritos sobre el probable desarrollo de las ideas morales a medida que progresara la civilización.

Una noche, cuando el primer proyectil debía hallarse apenas a diez millones de millas, salía a pasear con mi esposa. Brillaban las estrellas en el cielo y le describí los signos del Zodiaco, indicándole a Marte, que era un puntito de luz brillante en el cénit y hacia el cual apuntaban entonces tantos telescopios. Era una noche cálida, y cuando regresábamos a casa se cruzaron con nosotros varios excursionistas de Chertsey e Isleworth, que cantaban y hacían sonar sus instrumentos musicales. Veíanse luces en las ventanas de las casas. Desde la estación nos llegó el sonido de los trenes y el rugir de sus locomotoras convertíase en melodía debido a la magia de la distancia. Mi esposa me señaló el resplandor de las señales rojas, verdes y amarillas, que se destacaban en el cielo como sobre un fondo de terciopelo. Parecían reinar por doquier la calma y la seguridad.

2
La estrella fugaz

L
uego llegó la noche en que cayó la primera estrella. Se la vio por la mañana temprano volando sobre Winchester en dirección al este. Pasó a gran altura, dejando a su paso una estela llameante. Centenares de personas deben haberla divisado, tomándola por una estrella fugaz. Albin comentó que dejaba tras de sí una estela verdosa que resplandecía durante unos segundos. Denning, que era nuestra autoridad máxima en la materia, afirmó que, al parecer, se hallaba a una altura de noventa o cien millas, y agregó que cayó a la Tierra a unas cien millas al este de donde él se hallaba.

Yo me encontraba en casa a esa hora. Estaba escribiendo en mi estudio, y aunque mis ventanas dan hacia Ottershaw y tenía corridas las cortinas, no vi nada fuera de lugar. Empero, ese objeto extraño que llegó a nuestra Tierra desde el espacio debe haber caído mientras me encontraba yo allí sentado, y es seguro que lo habría visto si hubiera levantado la vista en el momento oportuno. Algunos de los que la vieron pasar afirman que viajaba produciendo un zumbido especial. Por mi parte, yo no oí nada. Muchos de los habitantes de Berkshire, Surrey y Middlesex deben haberla observado caer y en su mayoría la confundieron con un meteorito común.

Nadie parece haberse molestado en ir a verla esa noche.

Pero a la mañana siguiente, muy temprano, el pobre Ogilvy, que había visto la estrella fugaz y que estaba convencido de que el meteorito se hallaba en campo abierto, entre Horsell, Ottershaw y Woking, se levantó de la cama con la idea de hallarlo. Y lo encontró, en efecto, poco después del amanecer y no muy lejos de los arenales. El impacto del proyectil había hecho un agujero enorme y la arena y la tierra fueron arrojadas en todas direcciones sobre los brezos, formando montones que eran visibles desde una milla y media de distancia. Hacia el este habíase incendiado la hierba y el humo azul elevábase al cielo.

El objeto estaba casi enteramente sepultado en la arena, entre los restos astillados de un abeto que había destrozado en su caída. La parte descubierta tenía el aspecto de un enorme cilindro cubierto de barro y sus líneas exteriores estaban suavizadas por unas incrustaciones como escamas de color parduzco. Su diámetro era de unos treinta metros.

Ogilvy acercóse al objeto, sorprendiéndose ante su tamaño y más aún de su forma, ya que la mayoría de los meteoritos son casi completamente esféricos. Pero estaba todavía tan recalentado por su paso a través de la atmósfera, que era imposible aproximarse. Un ruido raro que le llegó desde el interior del cilindro lo atribuyó al enfriamiento desigual de su superficie, pues en aquel entonces no se le había ocurrido que pudiera ser hueco.

Permaneció de pie al borde del pozo que el objeto cavara para sí, estudiando con gran atención su extraño aspecto, y muy asombrado debido a su forma y color desusados. Al mismo tiempo sospechó que había cierta evidencia de que su llegada no era casual. Reinaba el silencio a esa hora y el sol, que se elevaba ya sobre los pinos de Weybridge, comenzaba a calentar la Tierra. No recordó haber oído pájaros aquella mañana y es seguro que no corría el menor soplo de brisa, de modo que los únicos sonidos que percibió fueron los muy leves que llegaban desde el interior del cilindro. Se encontraba solo en el campo.

Súbitamente notó con sorpresa que parte de las cenizas solidificadas que cubrían el meteorito estaban desprendiéndose del extremo circular. Caían en escamas y llovían sobre la arena. De pronto cayó un pedazo muy grande, produciendo un ruido que le paralizó el corazón.

Por un momento no comprendió lo que significaba esto, y aunque el calor era excesivo, bajó al pozo y acercóse todo lo posible al objeto para ver las cosas con más claridad. Le pareció entonces que el enfriamiento del cuerpo debía explicar aquello; mas lo que dio el mentís a esa idea fue el hecho de que la ceniza caía sólo de un extremo del cilindro.

Entonces percibió que el extremo circular del cilindro rotaba con gran lentitud. Era tan gradual este movimiento, que lo descubrió sólo al fijarse que una marca negra que había estado cerca de él unos cinco minutos antes se hallaba ahora al otro lado de la circunferencia. Aun entonces no interpretó lo que esto significaba hasta que oyó un rechinamiento raro y vio que la marca negra daba otro empujón. Entonces comprendió la verdad. ¡El cilindro era artificial, estaba hueco y su extremo se abría! Algo que estaba dentro del objeto hacía girar su tapa.

—¡Dios mío! —exclamó Ogilvy—. Allí dentro hay hombres. Y estarán semiquemados. Quieren escapar.

Instantáneamente relacionó el cilindro con las explosiones de Marte.

La idea de las criaturas allí confinadas resultóle tan espantosa, que olvidó el calor y adelantóse para ayudar a los que se esforzaban por desenroscar la tapa. Pero afortunadamente, las radiaciones calóricas le contuvieron antes que pudiera quemarse las manos sobre el metal, todavía candente. Aun así, quedóse irresoluto por un momento; luego giró sobre sus talones, trepó fuera del pozo y partió a toda carrera en dirección a Woking. Debían ser entonces las seis de la mañana. Encontróse con un carretero y trató de hacerle comprender lo que sucedía; mas su relato era tan increíble y su aspecto tan poco recomendable, que el otro siguió viaje sin prestarle atención. Lo mismo le ocurrió con el tabernero que estaba abriendo las puertas de su negocio en Horsell Bridge. El individuo creyó que era un loco escapado del manicomio y trató vanamente de encerrarlo en su taberna. Esto calmó un tanto a Ogilvy, y cuando vio a Henderson, el periodista londinense, que acababa de salir a su jardín, le llamó desde la acera y logró hacerse entender.

—Henderson —dijo—, ¿vio usted la estrella fugaz de anoche?

—Sí.

—Pues ahora está en el campo de Horsell.

—¡Cielos! —exclamó el periodista—. Un meteorito, ¿eh? ¡Magnífico!

—Pero es algo más que un meteorito. ¡Es un cilindro artificial!… Y hay algo dentro.

Henderson se irguió con su pala en la mano.

—¿Cómo? —inquirió, pues era sordo de un oído.

Ogilvy le contó entonces todo lo que había visto y Henderson tardó unos minutos en asimilar el significado de su relato. Soltó luego la pala, tomó su chaqueta y salió al camino. Los dos hombres corrieron enseguida al campo comunal y encontraron el cilindro todavía en la misma posición. Pero ahora habían cesado los ruidos interiores y un delgado círculo de metal brillante se mostraba entre el extremo y el cuerpo del objeto. Con un ruido sibilante entraba o salía el aire por el borde de la tapa.

Escucharon un rato, golpearon el metal con un palo, y al no obtener respuesta sacaron en conclusión que el ser o los seres que se hallaban en el interior debían estar desmayados o muertos.

Naturalmente, no pudieron hacer nada. Gritaron expresiones de consuelo y promesas y regresaron a la villa en busca de auxilio. Es fácil imaginarlos cubiertos de arena, con los cabellos desordenados y presas de la excitación corriendo por la calle a la hora en que los comerciantes abrían sus negocios y la gente asomaba a las ventanas de sus dormitorios. Henderson fue de inmediato a la estación ferroviaria, a fin de telegrafiar la noticia a Londres. Los artículos periodísticos habían preparado a los hombres para recibir la idea sin demasiado escepticismo.

Alrededor de las ocho había partido ya hacia el campo comunal un número de muchachos y hombres desocupados, que deseaban ver a «los hombres muertos de Marte». Tal fue la interpretación que se dio al relato. A mí me lo contó el repartidor de diarios a eso de las nueve menos cuarto, cuando salí para buscar mi
Daily Chronicle
. Por supuesto, me sobresalté, y no perdí tiempo en salir y cruzar el puente de Ottershaw para dirigirme a los arenales.

3
En el campo comunal de Horsell

E
ncontré un grupo de unas veinte personas que rodeaba el enorme pozo en el cual reposaba el cilindro. Ya he descrito el aspecto de aquel cuerpo colosal sepultado en el suelo. El césped y la tierra que lo rodeaban parecían chamuscados como por una explosión súbita. Sin duda alguna habíase producido una llamarada por la fuerza del impacto. Henderson y Ogilvy no estaban allí. Creo que se dieron cuenta de que no se podía hacer nada por el momento y fueron a desayunar a casa del primero.

Había cuatro o cinco muchachos sentados sobre el borde del pozo y todos ellos se divertían arrojando piedras a la gigantesca masa. Puse punto final a esa diversión, y después de explicarles de qué se trataba, se pusieron a jugar a la mancha corriendo entre los curiosos.

En el grupo de personas mayores había un par de ciclistas, un jardinero que solía trabajar en casa, una niña con un bebé en brazos, el carnicero Gregg y su hijito y dos o tres holgazanes que tenían la costumbre de vagabundear por la estación. Se hablaba poco. En aquellos días el pueblo inglés poseía conocimientos muy vagos sobre astronomía. Casi todos ellos miraban en silencio el extremo chato del cilindro, el cual estaba aún tal como lo dejaran Ogilvy y Henderson. Me figuro que se sentían desengañados al no ver una pila de cadáveres chamuscados.

Algunos se fueron mientras me hallaba yo allí y también llegaron otros. Entré en el pozo y me pareció oír vagos movimientos a mis pies. Era evidente que la tapa había dejado de rotar.

Sólo entonces, cuando me acerqué tanto al objeto, me di cuenta de lo extraño que era. A primera vista, no resultaba más interesante que un carro tumbado o un árbol derribado a través del camino. Ni siquiera eso. Más que nada parecía un tambor de gas oxidado y semienterrado. Era necesario poseer cierta medida de educación científica para percibir que las escamas grises que cubrían el objeto no eran de óxido común, y que el metal amarillo blancuzco que relucía en la abertura de la tapa tenía un matiz poco familiar. El término «extraterrestre» no tenía significado alguno para la mayoría de los mirones.

Al mismo tiempo me hice cargo perfectamente de que el objeto había llegado desde el planeta Marte, pero creí improbable que contuviera seres vivos. Pensé que la tapa se desenroscaba automáticamente. A pesar de las afirmaciones de Ogilvy, era partidario de la teoría de que había habitantes en Marte. Comencé a pensar en la posibilidad de que el cilindro contuviera algún manuscrito, y enseguida imaginé lo difícil que resultaría su traducción, para preguntarme luego si no habría dentro monedas y modelos u otras cosas por el estilo. No obstante, me dije que era demasiado grande para tales propósitos y sentí impaciencia por verlo abierto.

Alrededor de las nueve, al ver que no ocurría nada, regresé a mi casa de Maybury, pero me fue muy difícil ponerme a trabajar en mis investigaciones abstractas.

En la tarde había cambiado mucho el aspecto del campo comunal. Las primeras ediciones de los diarios vespertinos habían sorprendido a Londres con enormes titulares, como el que sigue:

«SE RECIBE UN MENSAJE DE MARTE»

Extraordinaria noticia de Woking

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