—Yo le daré dos —dije por encima del hombro del desconocido.
—¿A cambio de qué?
—Y lo traeré de vuelta para medianoche —agregué.
—¡Caramba! —exclamó el posadero—. ¿Qué apuro tiene? Estoy vendiendo mi cerdo. ¿Dos libras y me lo trae de vuelta? ¿Qué pasa aquí?
Le expliqué apresuradamente que debía irme de mi casa y así obtuve el vehículo en alquiler. En ese momento no me pareció tan importante que el posadero se fuera de la suya. Me aseguré de que me diera el coche sin más demora, y dejándolo a cargo de mi esposa y de la criada, corrí al interior de la casa para empacar algunos objetos de valor que teníamos.
Las hayas de la zona comenzaron a arder mientras me ocupaba yo de esto y las cercanas del camino quedaron iluminadas por una luz rojiza. Uno de los húsares llegó entonces a la casa para advertirnos que nos fuéramos. Estaba por seguir su camino cuando salí yo con mis tesoros envueltos en un mantel.
—¿Qué novedades hay? —le grité.
Se volvió entonces para contestarme algo respecto a que «salen de una cosa que parece la tapa de una fuente», y continuó su camino hacia la puerta de la casa situada en la cima. Una nube de humo negro que cruzó el camino lo ocultó por un instante. Yo corrí hasta la puerta de mi vecino y llamé para convencerme de lo que ya sabía. Él y su esposa habían partido para Londres, cerrando la casa hasta su vuelta.
Volví a entrar para buscar el cofre de la criada, lo cargué en la parte trasera del coche y salté luego al pescante. Un momento más tarde dejábamos atrás el humo y el desorden y descendíamos por la ladera opuesta de Maybury Hill en dirección a Old Wolding.
Frente a nosotros se veía el paisaje tranquilo e iluminado por el sol; a ambos lados estaba la campiña sembrada de trigo y la hostería Maybury con su cartel sobre la puerta. En la parte inferior de la cuesta me volví para mirar lo que dejábamos atrás. Espesas columnas de humo y llamas se alzaban en el aire tranquilo proyectando sombras oscuras sobre los árboles del este. El humo se extendía ya hacia el este y el oeste. El camino estaba salpicado de gente que corría hacia nosotros. Y muy levemente oímos el repiqueteo de las ametralladoras, que al final callaron. También nos llegaron las detonaciones intermitentes de los fusiles. Al parecer, los marcianos incendiaban todo lo que había dentro del alcance del rayo calórico.
No soy muy experto en guiar caballos y tuve que prestar atención al camino. Cuando volví a mirar hacia atrás, la segunda colina había ocultado ya el humo negro. Castigué al equino con el látigo y aflojé las riendas hasta que Woking y Send quedaron entre nosotros y el campo de batalla. Entre ambas poblaciones alcancé y pasé al doctor.
L
eatherhead está a unas doce millas de Maybury Hill. El aroma del heno predominaba en el aire cuando llegamos a las praderas de más allá de Pyrford, y en los setos de ambos lados del camino veíanse multitudes de rosas silvestres. Los disparos, que empezaban mientras salíamos de Maybury Hill, cesaron tan bruscamente como se iniciaron y la noche estaba ahora tranquila y silenciosa. Llegamos a Leatherhead alrededor de las nueve y el caballo descansó una hora mientras cenaba yo con mis primos y les recomendaba el cuidado de mi esposa.
Ella guardó silencio durante el viaje y la vi preocupada y llena de aprensión. Traté de tranquilizarla diciéndole que los marcianos estaban condenados a quedarse en el pozo a causa de su pesadez y que lo más que podían hacer era arrastrarse apenas unos metros fuera del agujero. Pero ella me contestó con monosílabos. De no haber sido por la promesa que hiciera al posadero, creo que me habría obligado a quedarme aquella noche con ella. ¡Ojalá lo hubiera hecho! Recuerdo que estaba muy pálida cuando nos separamos.
Por mi parte, todo ese día había estado bajo los efectos de una gran excitación. Me dominaba algo muy semejante a la fiebre de la guerra, que ocasionalmente hace presa de algunas comunidades civilizadas, y en mi fuero interno no lamentaba mucho tener que volver a Maybury aquella noche. Hasta temí que los últimos disparos significaran la exterminación de los invasores. Sólo puedo expresar mi estado de ánimo diciendo que deseaba participar del momento triunfal.
Eran casi las once cuando inicié el regreso. La noche se tornó muy oscura para mí, que salía de una casa iluminada, y el calor reinante era opresivo. En lo alto pasaban raudas las nubes, aunque ni un soplo de brisa agitaba los setos a nuestro alrededor. El criado de mis primos encendió las lámparas del coche. Por suerte conocía yo muy bien el camino.
Mi esposa quedóse a la luz de la puerta y me observó hasta que subí al carruaje. Después giró sobre sus talones y entró, dejando allí a mis primos, que me desearon buen viaje.
Al principio me sentí algo deprimido al pensar en los temores de mi esposa; pero muy pronto me puse a pensar en los marcianos. En aquel entonces ignoraba yo la marcha de la contienda de aquella noche. Ni siquiera conocía las circunstancias que habían precipitado el conflicto.
Al cruzar por Ockham vi en el horizonte occidental un resplandor rojo sangre, que al acercarme más se fue extendiendo por el cielo. Las nubes de la tormenta que se avecinaba se mezclaron entonces con las masas de humo negro y rojo.
Ripley Street estaba desierto, y salvo una que otra ventana iluminada, la aldea no daba señales de vida; no obstante, a duras penas evité un accidente en la esquina del camino de Pyrford, donde se hallaba reunido un grupo de personas que me daba la espalda.
No me dijeron nada al pasar yo. No sé lo que sabían respecto a los acontecimientos del momento e ignoro si en esas casas silenciosas frente a las que pasé se hallaban los ocupantes durmiendo tranquilamente o se habían ido todos para presenciar los terrores de la noche.
Desde Ripley hasta que pasé por Pyrford estuve en el valle del Wey y desde allí no pude ver el resplandor rojizo. Al ascender la colina que hay más allá de la iglesia de Pyrford, el resplandor estuvo de nuevo a mi vista y los árboles de mi alrededor temblaban con los primeros soplos de viento que traía la tormenta. Después oí dar las doce en el campanario del templo, que dejaba atrás, y luego avisté los contornos de Maybury Hill, con sus árboles y techos recortándose claramente contra el fondo rojo del cielo.
En el momento mismo en que veía esto, un resplandor verdoso iluminó el camino, poniendo de relieve el bosque que se extendía hacia Addlestone. Sentí un tirón de las riendas y vi entonces que las nubes se habían apartado para dejar paso a un destello de fuego verdoso, que iluminó vivamente el cielo y los campos a mi izquierda. ¡Era la tercera estrella que caía!
Inmediatamente después se iniciaron los primeros relámpagos de la tormenta y el trueno comenzó a hacerse oír desde lo alto. El caballo mordió el freno y echó a correr como enloquecido.
Una cuesta suave corre hacia el pie de Maybury Hill, y por allí descendimos. Una vez que se iniciaron los relámpagos, éstos se sucedieron unos tras otros con su correspondiente acompañamiento de truenos. Los destellos eran cegadores y dificultó más mi situación el hecho de que empezó a caer un granizo que me golpeó la cara con fuerza.
De momento no vi más que el camino que tenía delante; pero de pronto me llamó la atención algo que se movía rápidamente por la otra cuesta de Maybury Hill. Al principio lo tomé por el techo mojado de una casa, pero uno de los relámpagos lo iluminó y pude ver que se movía bamboleándose. Fue una visión fugaz, un movimiento confuso en la oscuridad, y luego otro relámpago volvió a brillar y pude ver el objeto con perfecta claridad.
¿Cómo podría describirlo? Era un trípode monstruoso, más alto que muchas casas, y que pasaba sobre los pinos y los aplastaba en su carrera; una máquina andante de metal reluciente, que avanzaba ahora por entre los brezos; de la misma colgaban cuerdas de acero articuladas y el ruido tumultuoso de su andar se mezclaba con el rugido de los truenos.
Un relámpago, y se destacó vívidamente, con dos pies en el aire, para desvanecerse y reaparecer casi instantáneamente cien metros más adelante cuando brilló el siguiente relámpago. ¿Puede el lector imaginar un gigantesco banco de ordeñar que marche rápidamente por el campo? Tal fue la impresión que tuve en esos momentos.
Súbitamente se apartaron los árboles del bosque que tenía delante. Fueron arrancados y arrojados a cierta distancia y después apareció otro enorme trípode, que corría directamente hacia mí.
Al ver al segundo monstruo perdí por completo el valor. Sin lanzar otra mirada desvié el caballo hacia la derecha y un momento después volcaba el coche. Las varas se rompieron ruidosamente y yo me vi arrojado hacia un charco lleno de agua.
Salí del charco casi inmediatamente y me quedé agazapado detrás de un matorral. El caballo yacía muerto y a la luz de los relámpagos vi el coche volcado y la silueta de una rueda que giraba con lentitud. Un momento después pasó por mi lado el mecanismo colosal y siguió cuesta arriba en dirección a Pyrford.
Visto de más cerca, el artefacto resultaba increíblemente extraño, pues noté entonces que no era un simple aparato que marchara a ciegas. Era, sí, una máquina y resonaba metálicamente al avanzar, mientras que sus largos tentáculos flexibles (uno de los cuales asía el tronco de un pino) se mecían a sus costados.
Iba eligiendo su camino al avanzar y el capuchón color de bronce que la remataba se movía de un lado a otro como si fuera una cabeza que se volviera para mirar a su alrededor. Detrás del cuerpo principal había un objeto enorme de metal blanco, como un gigantesco canasto de pescador, y un humo verdoso salía de las uniones de los miembros al andar el monstruo. Un momento después desapareció de mi vista.
Esto es lo que vi entonces y fue todo muy vago e impreciso.
Al pasar lanzó un aullido ensordecedor, que ahogó el retumbar de los truenos. Sonaba como: «¡Alú! ¡Alú!». Un momento más tarde estaba con su compañero, a media milla de distancia, y agachándose sobre algo que había en el campo. Estoy seguro de que ese objeto al que prestaron su atención era el tercero de los diez cilindros que dispararon contra nosotros desde Marte.
Durante varios minutos estuve allí agazapado, observando a la luz intermitente de los relámpagos a aquellos seres monstruosos que se movían a distancia. Comenzaba a caer una llovizna fina y debido a esto noté que sus figuras desaparecían por momentos para reaparecer luego. De cuando en cuando cesaban los destellos en el cielo y la noche volvía a tragarlos.
Estaba yo completamente empapado y pasó largo rato antes que mi asombro me permitiera reaccionar lo suficiente como para subir a terreno más alto y seco.
No muy lejos de mí vi una choza rodeada por un huerto de patatas. Corrí hacia ella en busca de refugio y llamé a la puerta, mas no obtuve respuesta alguna. Desistí entonces, y aprovechando la zanja al costado del camino logré alejarme sin que me vieran los monstruos y llegar al bosque de pinos.
Protegido ya entre los árboles continué andando en dirección a mi casa. Reinaba allí una oscuridad completa, pues los relámpagos eran ahora mucho menos frecuentes, y la lluvia, que caía a torrentes, formaba una cortina a mi alrededor.
Si hubiera comprendido el significado de todo lo que acababa de ver, de inmediato me hubiese vuelto por Byfleet hasta Street Cobham y de allí a Leatherhead a unirme con mi esposa.
Tenía la vaga idea de ir a mi casa y eso fue todo lo que me interesó. Anduve a tropezones por entre los árboles, caí en una zanja y me golpeé contra las tablas para llegar, finalmente, al caminillo del College Arms.
En medio de la oscuridad se tropezó conmigo un hombre y me hizo retroceder. El pobre individuo profirió un grito de terror, saltó hacia un costado y echó a correr antes que me recobrase yo lo suficiente como para dirigirle la palabra. Tan fuerte era la tormenta, que me costó muchísimo ascender la cuesta. Me acerqué a la cerca de la izquierda y fui agarrándome a los postes para poder subir.
Cerca de la cima tropecé con algo blando y a la luz de un relámpago vi entre mis pies un trozo de género y un par de zapatos. Antes que pudiera percibir bien cómo estaba tendido el hombre, volvió a reinar la oscuridad.
Me quedé parado sobre él esperando el relámpago siguiente. Cuando brilló la luz vi que era un hombre fornido que vestía pobremente; tenía la cabeza doblada bajo el cuerpo y estaba tendido al lado de la cerca, como si hubiera sido arrojado hacia ella con tremenda violencia.
Venciendo la repugnancia natural de quien no ha tocado nunca un cadáver, me agaché y le volví para tocarle el pecho. Estaba muerto. Aparentemente, se había desnucado.
Volvió a brillar el relámpago y al verle la cara me levanté de un salto. Era el posadero del «Perro Manchado», a quien alquilara el coche.
Pasé sobre él y continué cuesta arriba, pasando por la comisaría y el College Arms para ir a mi casa. No ardía nada en la ladera, aunque sobre el campo comunal se veía aún el resplandor rojizo y las espesas nubes de humo. Según vi a la luz de los relámpagos, la mayoría de las casas de los alrededores estaban intactas. Cerca del College Arms descubrí un bulto negro que yacía en medio del camino.
Camino abajo, en dirección al puente de Maybury, resonaban voces y pasos, mas no tuve el coraje de gritar para atraer la atención de los que fueran. Entré en mi casa, eché llave a la puerta y avancé tambaleante hasta el pie de la escalera, sentándome en el último escalón. No hacía más que pensar en los monstruos metálicos y en el cadáver aplastado contra la cerca.
Me acurruqué allí con la espalda contra la pared y me estremecí violentamente.
Y
a he aclarado que mis emociones suelen agotarse por sí solas. Al cabo de un tiempo descubrí que estaba mojado y sentía frío, mientras que a mis pies se habían formado charcos de agua. Me levanté casi mecánicamente, entré en el comedor para beber un poco de güisqui y después fui a cambiarme de ropa.
Hecho esto subí a mi estudio, aunque no sé por qué fui allí. Desde la ventana de esa estancia se divisa el campo comunal de Horsell sobre los árboles y el ferrocarril. En el apresuramiento de nuestra partida la habíamos dejado abierta. Al llegar a la puerta me detuve y miré con atención la escena enmarcada en la abertura de la ventana.
Había pasado la tormenta. No existían ya las torres del colegio «Oriental» ni los pinos de su alrededor, y muy lejos, iluminado por un vivido resplandor rojizo, se veía perfectamente el campo que rodeaba los arenales. Sobre el fondo luminoso se veían moverse enormes formas negras extrañas y grotescas.