—¡Humo negro! —gritaban unos y otros. Fue inevitable que cundiera el terror y se contagiaran todos de la misma enfermedad. Mientras mi hermano vacilaba sobre el escalón de la puerta, vio que se acercaba otro vendedor de diarios y adquirió uno. El hombre corría con todos los demás y al mismo tiempo iba vendiendo sus diarios a un chelín el ejemplar… Grotesca combinación de pánico y ansia lucrativa.
Y en ese diario leyó mi hermano el catastrófico despacho del comandante en jefe:
«Los marcianos están descargando enormes nubes de vapor negro y ponzoñoso por medio de cohetes. Han destrozado nuestras baterías, destruido Richmond, Kingston y Wimbledon, y avanzan lentamente hacia Londres, arrasando todo lo que hay a su paso. Es imposible detenerlos. La única manera de salvarse del humo negro es la fuga inmediata».
Eso era todo, pero bastaba. Toda la población de la gran ciudad, de seis millones de habitantes, se ponía en movimiento y echaba a correr; no tardaría mucho en huir en masa hacia el norte.
—¡Humo negro! —gritaban las voces—. ¡Fuego!
Las campanas de las iglesias doblaban sin cesar. Un carro guiado con poca habilidad se volcó en medio de los gritos de sus ocupantes y fue a dar contra una fuente. Las luces se encendían en todas las casas y algunos de los coches que pasaban tenían todavía sus faroles encendidos. Y en lo alto del cielo acrecentábase la luz del nuevo día.
Mi hermano oyó que corrían todos en las habitaciones y subían y bajaban las escaleras. La casera llegó a la puerta envuelta en un salto de cama y seguida por su esposo.
Cuando se dio cuenta de todas estas cosas volvió apresuradamente a su cuarto, puso en sus bolsillos las diez libras que constituían todo su capital y volvió a salir a la calle.
L
os marcianos habían renovado su ofensiva cuando el cura y yo nos hallábamos hablando cerca de Halliford y mientras mi hermano observaba a los grupos de fugitivos que llegaban por el puente de Westminster.
Según puede conjeturarse por los relatos diversos que se hicieron de sus actividades, la mayoría de ellos estuvieron haciendo sus preparativos en el pozo de Horsell hasta las nueve de aquella noche, apresurando un trabajo que provocó grandes cantidades de humo verde.
Tres de ellos salieron alrededor de las ocho, y avanzando lenta y cautelosamente pasaron por Byfleet y Pyrford en dirección a Ripley y Weybridge, llegando así a la vista de las baterías, que esperaban el momento de entrar en acción.
Estos marcianos no avanzaron unidos, sino a una distancia de milla y media uno de otro, y se comunicaron por medio de aullidos, como el ulular de una sirena.
Fueron estos aullidos y los cañonazos procedentes de St. George Hill los que oímos nosotros en Upper Halliford. Los artilleros de Ripley, voluntarios de poca experiencia, que nunca debieron haber ocupado aquella posición, dispararon una andanada prematura e inútil y escaparon a pie y a caballo por la aldea desierta. El marciano al que atacaron marchó tranquilamente hasta sus cañones, sin usar siquiera su rayo calórico, avanzó por entre las piezas de artillería y cayó inesperadamente sobre los cañones de Painshill Park, los cuales destruyó por completo.
Pero los soldados de St. George Hill estaban mejor dirigidos o eran más valientes. Ocultos en un bosquecillo como estaban, parecen haber tomado por sorpresa al marciano que se hallaba más próximo a ellos. Apuntaron sus armas tan deliberadamente como si hicieran prácticas de tiro e hicieron fuego desde una distancia de mil metros.
Las granadas estallaron todas alrededor del monstruo y le vieron avanzar unos pasos más, tambalearse y caer. Todos gritaron jubilosos e inmediatamente volvieron a cargar los cañones. El marciano derribado lanzó un prolongado grito ululante y de inmediato le respondió uno de sus compañeros apareciendo por entre los árboles del sur.
Una de las granadas había destruido una pata del trípode que sostenía al marciano caído. La segunda descarga no hizo blanco, y los otros dos marcianos hicieron funcionar simultáneamente sus rayos calóricos apuntando a la batería. Estalló la munición, se incendiaron los pinos de los alrededores y sólo escaparon uno o dos de los artilleros, que ya corrían sobre la cima de la colina.
Después de esto parece que los tres gigantes sostuvieron una conferencia y se detuvieron, y los exploradores que los observaban afirman que permanecieron allí parados durante la siguiente media hora.
El marciano que fuera derribado salió muy despacio de su capuchón y se puso a reparar el daño sufrido por uno de los soportes de su máquina. Alrededor de las nueve ya había terminado, y se volvió a ver su capuchón por encima de los árboles.
Eran las nueve y algunos minutos cuando llegaron hasta los tres centinelas otros cuatro marcianos, que llevaban gruesos tubos negros. Uno de estos tubos fue entregado a cada cual de los tres y los siete se distribuyeron entonces a igual distancia entre sí, formando una línea curva entre St. George Hill, Weybridge y la aldea de Send, al sudoeste de Ripley.
Tan pronto comenzaron a moverse volaron de las colinas una docena de cohetes, que advirtieron del peligro a las baterías de Ditton y Esher. Al mismo tiempo, cuatro de los gigantes, similarmente armados con tubos, cruzaron el río, y a dos de ellos vimos el cura y yo cuando avanzábamos trabajosamente por el camino que se extiende al norte de Halliford. Nos pareció que se morían sobre una nube, pues una neblina blanca cubría los campos y se elevaba hasta una tercera parte de su altura.
Al ver el espectáculo, el cura lanzó un grito ahogado y echó a correr; pero yo sabía que era inútil escapar de esa manera y me volví hacia un costado para internarme por entre los matorrales y bajar a la ancha zanja que bordea el camino. Él volvió la cabeza, vio lo que hacía yo y fue a unirse conmigo.
Los dos marcianos se detuvieron, el más próximo mirando hacia Sunbury, y el otro, en dirección a Staines, a bastante distancia.
Habían cesado sus aullidos y ocuparon sus posiciones en la extensa línea curva en el silencio más absoluto. Esta línea era una especie de media luna de doce millas de largo. Jamás se ha iniciado una batalla con tanto silencio. Para nosotros y para algún observador situado en Ripley, el efecto hubiera sido el mismo: los marcianos parecían estar en plena posesión de todo lo que cubría la noche, iluminada sólo por la luna, las estrellas y los últimos resplandores ya débiles del día fenecido.
Pero enfrentando a esa media luna desde todas partes, en Staines, Hounslow, Ditton, Esher, Ockham, detrás de las colinas y bosques del sur del río y al otro lado de las campiñas del norte, se hallaban los cañones.
Estallaron los cohetes de señales y llovieron sus chispas fugazmente en lo alto del cielo, y los que servían a los cañones se dispusieron a la lucha. Los marcianos no tenían más que avanzar hacia la línea de fuego e inmediatamente estallaría la batalla.
Sin duda alguna, la idea que predominaba en la mente de todos, tal como ocurría conmigo, era la referente al enigma de lo que los marcianos pensaban de nosotros. ¿Se darían cuenta de que estábamos organizados, teníamos disciplina y trabajábamos en conjunto? ¿O interpretaban nuestros cohetes, el estallido de nuestras granadas y nuestra constante vigilancia de su campamento como interpretaríamos nosotros la furiosa unanimidad de ataque en un enjambre de abejas cuya colmena hubiéramos destruido? ¿Soñaban que podrían exterminarnos?
Un centenar de preguntas similares presentábanse a mi mente mientras vigilaba al centinela. Además, tenía yo presente las fuerzas ocultas que se hallaban en dirección a Londres. ¿Habrían preparado trampas? ¿Estaban listas las fábricas de Hounslow? ¿Tendrían los londinenses el coraje de defender su ciudad hasta el fin?
Luego, al cabo de una espera que nos resultó interminable, oímos el estampido distante de un cañonazo. Siguió otro y luego otro más cercano. Y entonces el marciano que se hallaba próximo a nosotros levantó su tubo y lo descargó como una pistola, produciendo un estampido estruendoso que hizo temblar el suelo. Lo mismo hizo el gigante que estaba hacia el lado de Staines. No hubo fogonazo ni humo, sólo se produjo la detonación. Me llamaron tanto la atención esas armas y las detonaciones continuadas, que olvidé el riesgo y trepé hasta el matorral para mirar hacia Sunbury. Cuando hice esto, una segunda detonación y un proyectil de buen tamaño pasó por el aire en dirección a Houslow.
Esperé, por lo menos, ver humo o fuego u otra evidencia de efectividad. Mas todo lo que vi fue el cielo azul profundo, con una estrella solitaria, y la neblina blanca que se extendía sobre la tierra. Y no hubo otro golpe ni una explosión que hiciera eco a la primera. Volvió a reinar el silencio.
—¿Qué ha pasado? —preguntó el cura acercándoseme.
—¡Sólo el cielo lo sabe! —repuse.
Pasó un murciélago, que se perdió en la distancia. Comenzó luego un distante tumulto de gritos, que cesó de pronto. Miré de nuevo al marciano y vi que iba ahora hacia el este con paso rápido y bamboleante.
A cada momento esperaba yo que disparara contra él alguna de las baterías ocultas, pero el silencio de la noche no fue interrumpido por nada. La figura del marciano fue tornándose más pequeña a medida que se alejaba y, al fin, se lo tragaron la neblina y las sombras de la noche. Siguiendo un mismo impulso, ambos trepamos más arriba. En dirección a Sunbury se veía algo oscuro, como si hubiera crecido súbitamente por allí una colina cónica que nos impidiera ver más allá, y luego, algo más lejos, por el lado de Walton, vimos otro bulto similar. Esas formas elevadas se fueron tornando más bajas y anchas mientras las mirábamos.
Impulsado por una idea súbita, miré hacia el norte y percibí por allí la tercera de aquellas lomas negras.
Reinaba un silencio de muerte. Hacia el sudeste oímos entonces a los marcianos, que aullaban para comunicarse unos con otros, y luego volvió a temblar el aire con el distante detonar de sus armas. Pero la artillería terrestre no respondió al ataque.
En ese momento no comprendimos de qué se trataba; pero después me enteraría yo del significado de aquellas lomas que formaran sobre la tierra. Cada uno de los marcianos que integraban la línea de avanzada que he descrito había descargado por medio del tubo un enorme recipiente sobre las colinas, arboladas, grupos de casas u otro refugio posible para los cañones. Algunos dispararon sólo uno de los recipientes; otros, dos, como el que viéramos nosotros; se dice que el de Ripley descargó no menos de cinco.
Los recipientes se rompían al dar en tierra —no estallaban—, y al instante dejaban en libertad un enorme volumen de un vapor pesado que se levantaba en una especie de nube: una loma gaseosa que se hundía y se extendía lentamente sobre la región circundante. Y el contacto de aquel vapor significaba la muerte para todo ser que respira.
Este vapor era pesado, mucho más que el humo más denso, de modo que después de haberse elevado al romperse el recipiente, volvía a hundirse por el aire y corría sobre el suelo más bien como un líquido, abandonando las colinas y extendiéndose por los valles, zanjas y corrientes de agua, tal como lo hace el gas de ácido carbónico que emerge de las fisuras volcánicas. Y al entrar en contacto con el agua se operaba una transformación química y la superficie del líquido quedaba cubierta instantáneamente por una escoria, que se hundía con lentitud para dejar sitio al resto de la sustancia. Esta escoria era insoluble y resulta extraño que —a pesar del efecto mortal del gas— se pudiera beber el agua así contaminada sin sufrir daño alguno.
El vapor no se disipaba como lo hace el verdadero gas. Quedaba unido en montones, corriendo lentamente por la tierra y cediendo muy poco a poco al empuje del viento para hundirse, al fin, en la tierra en forma de polvo. Con excepción de que un elemento desconocido da un grupo de cuatro líneas en el azul del espectro, nada sabemos sobre la naturaleza de esta sustancia.
Una vez terminada su dispersión, el humo negro se adhería tanto al suelo, aun antes de su precipitación, que a quince metros de altura, en los techos y en los pisos superiores de las casas altas, así como también en los árboles, existía la posibilidad de escapar a sus efectos ponzoñosos, como quedó demostrado aquella noche en Street Chobham y Ditton.
El hombre que se salvó en el primero de estos lugares hace un relato notable de lo extraño de aquella corriente negra y de cómo la vio desde el campanario de la iglesia, así como también del aspecto que tenían las casas de la aldea al elevarse como fantasmas sobre ese mar de tinta. Durante un día y medio permaneció allí, fatigado, medio muerto de hambre y quemado por el sol, viendo el cielo azul en lo alto y abajo la tierra como una extensión de terciopelo negro de la que sobresalían tejados rojos, las copas de los árboles y más tarde setos velados, portones y paredes.
Pero aquello fue en Street Chobham, donde el vapor negro quedó hasta hundirse por sí solo en la tierra. Per lo general, cuando ya había servido a sus fines, los marcianos lo eliminaban por medio de una corriente de vapor.
Esto hicieron con las lomas de vapor próximas a nosotros, mientras los observábamos desde la ventana de una casa abandonada de Upper Halliford, donde nos habíamos refugiado. Desde allí vimos moverse los reflectores sobre Richmond Hill y Kingston Hill, y alrededor de las once tembló la ventana y oímos el estampido de los grandes cañones de sitio que instalaran en aquellos lugares. Las detonaciones continuaron intermitentemente por espacio de un cuarto de hora, disparando granadas al azar contra los marcianos invisibles que se encontraban en Hampton y Ditton. Después se apagaron los pálidos rayos de la luz eléctrica y fueron reemplazados por un resplandor rojizo.
Luego cayó el cuarto cilindro, un brillante meteoro verde. Supe más tarde que había ido a dar en Bushey Park. Antes que entraran en acción los cañones de Richmond y Kingston hubo una andanada breve en dirección al sudoeste, y creo que fueron los artilleros, que dispararon sus armas antes que el vapor negro los envolviera.
De esta manera, y obrando tan metódicamente como lo harían los hombres para exterminar una colonia de avispas, los marcianos extendieron su vapor por todo el campo en dirección a Londres.
Los extremos de su fila se fueron separando lentamente hasta que, al fin, se hallaron extendidos desde Hanwell a Coombe y Malden. Durante toda la noche avanzaron con sus mortíferos tubos. Después que fue derribado el marciano en St. George Hill, ni una sola vez dieron a la artillería la oportunidad de hacer otro blanco. Donde hubiera la posibilidad de que se encontrase un arma oculta descargaban otro recipiente de vapor negro, y donde los cañones estaban a la vista, empleaban el rayo calórico.