—¡Paso! —gritaban las voces—. ¡Abran paso!
Tratar de llegar al cruce del sendero por el camino principal era como querer avanzar hacia las llamas y el humo de un incendio; la multitud rugía como las llamas, y el polvo era tan cálido y penetrante como el humo. Y, en verdad, algo más adelante ardía una villa, cuyo humo aumentaba la confusión reinante.
Dos hombres se cruzaron con ellos. Después pasó una mujer muy sucia, que llevaba un atado de ropas y lloraba sin cesar.
Todo lo que pudieron ver del camino de Londres entre las casas de la derecha era una tumultuosa corriente de personas sucias, que avanzaban apretujadas entre las casas de ambos lados; las cabezas negras, las formas indefinibles, tornábanse claras al llegar a la esquina; pasar y perder de nuevo su individualidad en la confusa multitud, que desaparecía entre una nube de polvo.
—¡Adelante! ¡Adelante! —gritaban las voces—. ¡Paso! ¡Paso!
Las manos de uno presionaban sobre las espaldas de otro. Mi hermano quedóse parado junto al caballo. Luego, irresistiblemente atraído, avanzó paso a paso por el sendero.
Edgware había sido una escena de confusión; Chalk Farm, un tumulto indescriptible; pero esto era toda una población en movimiento. Resulta difícil imaginar a aquella multitud. No tenía carácter propio. Las figuras salían de la esquina y se perdían dando la espalda al grupo parado en el sendero. Por los costados iban los que marchaban a pie, amenazados por las ruedas, cayendo a cada momento a las zanjas y tropezando unos con otros.
Los vehículos iban unos tras otros, dejando poco espacio para los otros coches más veloces, que de cuando en cuando se adelantaban al presentárseles una abertura propicia, obligando así a los caminantes a diseminarse contra las cercas y portales de las casas.
—¡Adelante! —era el grito—. ¡Adelante! ¡Ya vienen!
Sobre un carro viajaba un ciego, que vestía el uniforme del Ejército de Salvación. Iba haciendo ademanes vagos y gritaba:
—¡Eternidad! ¡Eternidad!
Su voz era ronca y muy potente, de modo que mi hermano le oyó hasta mucho después que el ciego se hubo perdido en el polvo del sur. Algunos de los que iban en los carros castigaban a sus caballos y reñían con los demás conductores; otros estaban inmóviles, con la vista fija en el vacío; otros se mordían las uñas o yacían postrados en el fondo de sus vehículos. Los caballos tenían los hocicos cubiertos de espuma y los ojos enrojecidos.
Había coches de plaza, carruajes cerrados, carros y carretas en número infinito. El carretón de un cervecero pasó rechinando con sus dos ruedas de ese lado salpicadas de sangre fresca.
—¡Abran paso! —gritaban todos—. ¡Abran paso!
—¡Eternidad! —continuaba exclamando el ciego.
Veíanse mujeres bien vestidas con niños que lloraban y avanzaban a tropezones, con las ropas elegantes cubiertas de polvo y los rostros bañados en lágrimas. Con muchas de ellas avanzaban hombres: algunos, atentos; otros, salvajes y desconfiados. Al lado de ellos iban algunas mujeres de la calle, que vestían deslucidos trajes negros hechos jirones y proferían gruesas palabrotas. Había también obreros fornidos, hombres desaliñados vistiendo como dependientes, un soldado herido, individuos vestidos con el uniforme de empleados del ferrocarril y uno que sólo tenía puesto un camisón con un abrigo encima.
Pero a pesar de lo variado de su composición, aquella hueste tenía algo en común. Notábase el miedo y el dolor en todos los rostros y el terror los impulsaba. Un tumulto en el camino, una pelea por un poco de espacio, hacía que todos apresuraran el paso. El calor y el polvo habían hecho ya su efecto en la multitud. Tenían el cutis reseco y los labios ennegrecidos y resquebrajados. Todos estaban sedientos, cansados y doloridos. Y entre los gritos diversos se oían disputas, reproches, gemidos de fatiga; las voces de casi todos eran roncas y débiles. Y continuamente se repetían estas palabras:
—¡Paso! ¡Paso! ¡Llegan los marcianos!
Pocos se detenían o se apartaban de la corriente. El sendero tocaba el camino carretero de manera oblicua y daba la impresión de llegar desde Londres. No obstante, muchos entraron en él; los más débiles salieron del montón para descansar un rato e introducirse nuevamente. A cierta distancia de la entrada yacía un hombre con una pierna al descubierto y envuelto en trapos ensangrentados. Lo acompañaban dos amigos.
Un viejo de menguada estatura, que lucía un bigote de corte militar y un sucio levitón negro, salió para sentarse junto al seto; se quitó un zapato —tenía el calcetín ensangrentado—, lo sacudió para sacarle un guijarro y volvió a reanudar la marcha. Poco después se arrojó bajo el seto una niñita de ocho o nueve años y rompió a llorar:
—¡No puedo seguir! ¡No puedo seguir!
Mi hermano salió de su estupefacción y la alzó en brazos para llevársela a la señorita Elphinstone. Tan pronto como la tocó él, la niña quedóse completamente inmóvil, como si la dominara el miedo.
—¡Ellen! —chilló una mujer de la multitud—. ¡Ellen!
La niña apartóse entonces del coche para ir hacia el camino carretero gritando:
—¡Mamá!
—Ya vienen —dijo un jinete que cruzó frente a la entrada del sendero.
—¡Apártese del paso! —gritó un cochero desde lo alto de su vehículo, y mi hermano vio un carruaje cerrado que entraba en el caminillo.
La gente se apretujó para no ser aplastada por el caballo. Mi hermano retiró su coche hacia el seto y el cochero pasó para detenerse junto a la curva. El vehículo tenía una lanza para dos caballos, pero sólo uno iba atado a las riendas.
Mi hermano vio por entre el polvo que dos hombres bajaban del coche una camilla y la ponían sobre el césped.
Uno de ellos se le acercó a todo correr.
—¿Dónde hay agua? —preguntó—. Está moribundo y tiene sed. Es lord Garrick.
—¿Lord Garrick? —exclamó mi hermano—. ¿El juez supremo?
—¿Dónde hay agua?
—Quizá haya algún grifo en una de las casas. Nosotros no llevamos y no me atrevo a dejar a mi gente.
El otro se abrió paso por entre la multitud hasta la puerta de la casa de la esquina.
—¡Adelante! —le gritaban todos dándole empellones—. ¡Ya vienen! ¡Adelante!
Luego llamó la atención de mi hermano un hombre barbudo y de rostro afilado que llevaba un maletín de mano. El maletín se abrió en ese momento y de su interior cayó una masa de soberanos de oro, que se diseminó al dar en tierra. Las monedas rodaron por entre los pies de los hombres y las patas de los caballos. El hombre se detuvo y miró estúpidamente las monedas. En ese momento le golpeó la vara de un coche y le hizo trastabillar. Lanzó un aullido, volvió hacia atrás y la rueda de un carro le pasó rozando el cuerpo.
—¡Paso! —gritaron los que marchaban a su alrededor—. ¡Abran paso!
Tan pronto como hubo pasado el coche, el individuo se arrojó sobre la pila de monedas y comenzó a llevarlas a puñados a sus bolsillos. Un caballo llegó hasta él y un momento después el hombre se levantaba a medias para ser aplastado luego por los cascos.
—¡Cuidado! —gritó mi hermano, y apartando del paso a una mujer esforzóse por asir las riendas del animal.
Antes que pudiera lograrlo oyó un grito bajo las ruedas y vio por entre el polvo que la llanta pasaba sobre la espalda del pobre desgraciado. El conductor del carro asestó un latigazo a mi hermano. Éste corrió enseguida hacia la parte posterior del vehículo. Los gritos le aturdieron un tanto. El hombre se debatía en el polvo, entre su dinero, e incapaz de levantarlo, porque la rueda habíale quebrado la columna vertebral y sus piernas no tenían movimiento. Mi hermano se irguió entonces, gritándole al conductor del coche siguiente, y un hombre que montaba en un caballo negro adelantóse para prestarle ayuda.
—Sáquelo del camino —dijo el jinete.
Tomándolo por el cuello de la levita, mi hermano comenzó a arrastrar al pobre hombre. Pero el otro seguía empeñado en recoger su dinero y miró a su benefactor con expresión colérica, mientras que lo golpeaba con el puño lleno de monedas.
—¡Adelante! ¡Adelante! —gritaban las voces de todos—. ¡Paso! ¡Paso!
Oyóse un ruido estrepitoso al golpear la vara de un carruaje contra la parte posterior del carro que detuviera el jinete.
Mi hermano levantó la vista y el hombre del oro volvió la cabeza para morderle la mano con que le tenía sujeto del cuello. Hubo un choque y el caballo negro se desvió de costado, mientras que avanzaba rápidamente. Uno de los cascos rozó el pie de mi hermano. Éste soltó al caído y dio un salto atrás. Vio entonces que la cólera era reemplazada por el terror en la cara del caído, y un momento después el pobre desgraciado quedaba oculto a su vista; mi hermano se vio arrastrado más allá de la entrada del sendero y debió hacer grandes esfuerzos para volver allí.
Vio que la señorita Elphinstone se cubría los ojos y que un niño miraba fijamente algo oscuro e inmóvil que había en el suelo y era aplastado cada vez más por las ruedas que pasaban.
—¡Volvamos atrás! —gritó entonces, e hizo volver al caballo—. No podemos cruzar este infierno.
Se alejaron por el sendero por espacio de unos cien metros, hasta que quedó oculta a su vista la vociferante multitud. Al pasar por la curva del camino vio mi hermano la cara del moribundo tendido en la zanja. Las dos mujeres se estremecieron al verlo.
Más allá de la curva se detuvo de nuevo mi hermano. La señorita Elphinstone estaba muy pálida y su cuñada lloraba desconsoladamente y habíase olvidado ya de llamar a «George». Mi hermano sintióse horrorizado y perplejo a la vez. Tan pronto como hubieron retrocedido comprendió lo inevitable y urgente que era intentar el cruce. Volvióse entonces hacia la joven.
—Debemos ir por allí —declaró, y de nuevo hizo volver al caballo.
Por segunda vez en ese día demostró la joven su fortaleza de carácter. Para abrirse paso por el torrente humano, mi hermano se internó en él y detuvo a un coche, mientras guiaba a su caballo hacia el otro lado. Un carro enganchó sus ruedas con las de ellos y siguió después de arrancar una larga astilla del cochecillo. Un momento después quedaban prisioneros del torrente y eran arrastrados hacia adelante. Con las marcas de los latigazos que le asestara el cochero, mi hermano saltó al cochecillo y tomó las riendas de mano de la joven.
—Apunte al hombre que está detrás si nos empuja mucho —ordenó dándole el revólver—. No…, apúntele al caballo.
Después comenzó a buscar la oportunidad de desviarse hacia la derecha del camino. Pero una vez en la corriente pareció perder el control y formar parte de la caravana interminable. Cruzaron Chipping Barnet con los demás, y estaban casi una milla más allá del pueblo antes que pudieran abrirse paso hacia el otro lado del camino. El ruido y la confusión eran indescriptibles; pero en el pueblo y más allá había varios caminos secundarios que, en cierto modo, aliviaron la presión de la marcha.
Tomaron hacia el este por Hadley, y allí y algo más adelante se encontraron con una gran multitud que bebía en el arroyo y muchos de cuyos componentes luchaban por llegar hasta el agua.
Luego, desde una colina próxima a Sast Barnet, vieron dos trenes que avanzaban lentamente, uno tras otro, sin señales ni orden, llenos de pasajeros, muchos de los cuales iban hasta sobre los carbones del tender. Ambos convoyes viajaban hacia el norte por las vías del Gran Norteño.
Mi hermano supone que deben haberse llenado fuera de Londres, pues en aquel entonces el terror incontrolable de la población había imposibilitado la entrada en las terminales.
Cerca de ese lugar se detuvieron para descansar por el resto de la tarde, pues la violencia del día habíalos agotado por completo. Comenzaban ya a sufrir los rigores del hambre: la noche estaba fría y ninguno de ellos se atrevió a dormir. Y al caer la noche vieron pasar por el camino a muchas personas, que huían de peligros desconocidos e iban en la dirección de la que llegara mi hermano.
D
e haber sido la destrucción el único objetivo de los marcianos, el lunes habrían podido aniquilar a toda la población de Londres, que se hallaba extendiéndose lentamente por los condados vecinos. La desesperada fuga se realizaba no sólo por Barnet, sino también por Edgware y Waltham Abbey, así como también a lo largo de los caminos al este de Southend y Shoeburyness y por el sur del Támesis hacia Deal y Broadstairs.
Si aquella mañana de junio hubiera podido uno ascender sobre Londres en un globo, todos los caminos del norte y el este que salían del dédalo de calles le hubieran parecido salpicados de negro con los fugitivos, y cada puntito habría sido un ser humano dominado por el terror y la incomodidad física.
En el capítulo anterior he relatado en detalle la descripción que me hizo mi hermano, a fin de que el lector pueda darse cuenta de las reacciones experimentadas por uno de los fugitivos. Jamás en la historia del mundo se ha trasladado y sufrido tanto una masa humana tan extraordinariamente grande. Las legendarias huestes de los godos y los hunos, los ejércitos más numerosos que vio Asia en toda su historia, habrían sido apenas una gota en aquel torrente. Y no era ésta una marcha disciplinada, sino una estampida gigantesca y terrible, sin orden y sin rumbo: seis millones de personas, desarmadas y sin provisiones, avanzando sin pausa. Aquello fue el comienzo del derrumbe de la civilización, de la hecatombe de la humanidad.
Allí abajo el ocupante del globo habría visto el trazado de las calles en toda su extensión, las casas, iglesias, plazas, jardines —todo abandonado—, que se extendían como un enorme mapa…, y hacia el sur completamente borrado el dibujo. Sobre Ealing, Richmond, Wimbledon, le hubiera parecido que una pluma monstruosa había arrojado tinta sobre el mapa. Lenta e incesantemente se iba extendiendo cada manchón negro, lanzando ramificaciones por aquí y por allá, amontonándose a veces contra una elevación del terreno y derramándose luego rápidamente sobre un valle recién hallado, tal como una gota de tinta se extiende sobre un papel secante.
Y más allá, del otro lado de las colinas azules que se elevan al sur del río, los relucientes marcianos marchaban de un lado a otro, derramando calmosa y metódicamente su nube ponzoñosa sobre la región y disipándola luego con chorros de vapor cuando había servido a sus fines. Después tomaban posesión del terreno así ganado. No parecen haber tenido la idea de exterminar, sino más bien la de desmoralizar por completo al pueblo y acabar con la oposición. Hicieron estallar todos los depósitos de pólvora que hallaron, cortaron los cables telegráficos y arruinaron las vías ferroviarias. Estaban cortando los tendones de la humanidad. Parecían no tener apuro en extender el campo de sus operaciones, y aquel día no pasaron de la parte central de Londres.