En casa. Una breve historia de la vida privada (60 page)

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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Historia

BOOK: En casa. Una breve historia de la vida privada
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Es evidente que no todas estas terribles enfermedades estaban directamente relacionadas con la higiene, pero la gente no lo sabía, ni le importaba. A pesar de que todo el mundo era consciente de que la sífilis se transmitía por contacto sexual, algo que, claro está, podía tener lugar en cualquier sitio, la enfermedad acabó imborrablemente asociada a las casas de baños. En general, las prostitutas tenían prohibido acercarse a menos de cien pasos de las casas de baños, establecimientos que al final acabaron clausurándose en toda Europa. Con la desaparición de las casas de baños, la mayoría de la gente (que, todo hay que decirlo, ya se lavaba poco) perdió la costumbre de lavarse. No es que la limpieza fuese una gran desconocida, pero sí que era un poco selectiva. «Lávate las manos a menudo, los pies de vez en cuando y la cabeza jamás», decía un proverbio inglés. La reina Isabel, según cuenta una célebre cita, se bañaba fielmente una vez al mes «lo necesite o no». En 1653, John Evelyn, el cronista, tomó la decisión de lavarse el pelo una vez al año. Robert Hooke, el científico, se lavaba los pies a menudo (porque le resultaba relajante), pero por lo que parece no dedicaba mucho tiempo a remojarse por encima de los tobillos. Samuel Pepys menciona en su diario, que escribió durante nueve años y medio, un único baño de su esposa. En Francia, el rey Luis XIII no se bañó hasta el día de su séptimo cumpleaños, en 1608.

El agua, cuando se utilizaba, solía ser puramente con fines medicinales. Hacia 1570, Bath y Buxton eran ya balnearios populares, pero incluso en estos casos la gente se mostraba recelosa. «Me parece que no puede ser limpio que haya tantos cuerpos juntos en la misma agua», anotó Pepys en el verano de 1668, planteándose la experiencia del balneario. Pero aun así, le gustó y pasó dos horas en el agua el día de su inmersión inaugural, y después pagó para que lo llevaran de vuelta a sus habitaciones envuelto en una sábana.

Cuando los europeos empezaron a visitar en masa el Nuevo Mundo, eran tan tremendamente malolientes que los indios no dejaban de comentar cómo apestaban. Nada, sin embargo, les hacía más gracia a los indios que la costumbre europea de sonarse la nariz con un pañuelo fino, doblarlo cuidadosamente a continuación y volver a guardarlo en el bolsillo como si fuese un valioso recuerdo.

Sin duda,
algunos
estándares de limpieza eran de esperar. Cuando un observador de la corte del rey Jacobo I apuntó que el rey nunca se acercaba al agua excepto para humedecerse los dedos con una servilleta mojada, lo escribió con cierto tono de repugnancia. Y hay que destacar que los que eran mugrientos de verdad eran en general célebres por ello. Entre estos debemos incluir al onceavo duque de Norfolk, que se oponía de forma tan violenta al agua y el jabón que sus criados tenían que esperar a que estuviera borracho como una cuba para darle un buen fregado; Thomas Paine, el folletista, cuya superficie era una acumulación ininterrumpida de suciedad; e incluso el refinado James Boswell, cuyo olor corporal maravillaba a muchos en una época en la que ese detalle indicaba sin duda alguna cosa. Pero Boswell no era nada en comparación con su contemporáneo, el marqués d’Argens, que llevó durante tantos años la misma camiseta que cuando por fin le convencieron de que se la quitase, se le había pegado de tal manera a su cuerpo «que salió acompañada de trozos de piel». Los había, no obstante, que se jactaban de su suciedad. La aristócrata lady Mary Wortley Montagu, una de las primeras grandes viajeras de la historia, iba tan mugrienta que un conocido se quejó de ello después de estrecharle la mano. «¿Y qué diríais si vierais mis pies?», respondió lúcidamente lady Mary. La gente estaba tan poco acostumbrada a exponerse al agua en grandes cantidades que la idea les inspiraba pavor. Cuando Henry Drinker, un destacado filadelfio, instaló una ducha en su jardín en un momento tan tardío como 1798, su esposa Elizabeth se negó a probarla durante más de un año, «por no haberme mojado entera ni una sola vez en los últimos veintiocho años», explicó.

En el siglo
XVIII
la forma más fiable de darse un baño era estar loco. En este caso, no cesaban de poner en remojo al interesado. En 1701, sir John Floyer argumentó a favor de los baños fríos como cura de un montón de enfermedades. Su teoría era que al sumergir el cuerpo en agua fría se producía una sensación de «Terror y Sorpresa» que tonificaba los sentidos embotados y fatigados.

Benjamin Franklin lo probó con otra táctica. Durante los años que pasó en Londres, desarrolló la costumbre de tomar «baños de aire» tumbándose al sol desnudo delante de una ventana abierta en la planta superior de su casa. No por ello estaría más limpio, pero por lo que parece no le hizo ningún daño y al menos debía de servir para que sus vecinos tuvieran algo de que hablar. También curiosamente popular era el «lavado en seco», consistente en frotarse con un cepillo para abrir los poros y a buen seguro desalojar de paso los piojos. Mucha gente creía que el lino poseía cualidades especiales que absorbían la suciedad de la piel. Tal y como lo expresa Katherine Ashenburg, «se “lavaban” cambiándose de camisa». La mayoría, sin embargo, combatía la suciedad y el olor camuflándolos con cosméticos y perfumes o simplemente ignorándolos. Cuando todo el mundo apesta, nadie apesta.

Pero llegó un momento en que el agua se puso de repente de moda, aunque solo en su vertiente medicinal. En 1702, la reina Ana acudió a Bath para tratarse la gota, una iniciativa que fomentó considerablemente la reputación curativa de sus aguas y su prestigio, aunque los problemas de Ana en realidad no tenían nada que ver con el agua y sí con su sobrealimentación. Pronto empezaron a brotar como setas las ciudades balneario: Harrogate, Cheltenham, Llandrindod Wells en Gales. Las ciudades costeras, sin embargo, reivindicaban que las aguas curativas de verdad eran las del mar, aunque, curiosamente, solo las de los alrededores de sus comunidades. Scarborough, en la costa de Yorkshire, garantizaba que sus aguas eran un bálsamo contra la «Apoplejía, Epilepsia, Catalepsia, Vértigo, Ictericia, Melancolía Hipocondriaca y Flatulencia».

El pionero más famoso de las curas de aguas fue el doctor Richard Russell, que en 1750 escribió en latín un libro sobre las propiedades curativas del agua de mar, traducido al inglés cuatro años más tarde como
A Dissertation Concerning the Use of Sea-Water in Diseases of the Glands
. El libro de Russell recomendaba el agua de mar como eficaz tratamiento de múltiples trastornos, desde la gota y el reuma hasta la congestión cerebral. Los enfermos no solo tenían que sumergirse en agua de mar, sino además beberla en grandes cantidades. Russell abrió consulta en el pueblo pesquero de Brighthelmstone, en la costa de Sussex, y tuvo tanto éxito que el pueblo creció y creció hasta transformarse por arte de magia en Brighton, el centro turístico costero más en boga del mundo en su época. Russell ha sido calificado como «el inventor del mar».

En los primeros tiempos, muchos se bañaban desnudos (y causaban a menudo gran indignación entre los aficionados a mirar, a veces con la ayuda de un telescopio), mientras que los más recatados se envolvían generosamente, y a veces incluso de manera peligrosa, en pesados ropajes. Pero la indignación de verdad se inició cuando los elementos más pobres empezaron a presentarse por allí y a desnudarse en la playa «en cantidades promiscuas» y zambullirse en el agua para disfrutar de lo que en realidad era, para la mayoría, su único baño del año. Las máquinas de baño se inventaron por mera cuestión de pudor. Eran simples carromatos que podían arrastrarse hasta el agua, con puertas y peldaños que permitían al cliente entrar en el agua con seguridad y discreción. Una gran parte de los efectos beneficiosos de los baños de mar no era tanto la inmersión como el enérgico frotamiento con franelas secas que se realizaba después.

El futuro de Brighton quedó permanentemente asegurado cuando en septiembre de 1783, justo cuando el Tratado de París daba fin a la revolución norteamericana, el príncipe de Gales visitó por vez primera el centro turístico. Confiaba en encontrar allí alivio para la inflamación de garganta que le aquejaba, y así fue. Le gustó tanto que ordenó de inmediato la construcción en la localidad del que sería su pabellón exótico. El príncipe hizo instalar una bañera privada, que llenarían con agua de mar, para no quedar expuesto a la mirada del pueblo cuando llevara a cabo sus tratamientos.

Jorge III, buscando también privacidad, viajó a Weymouth, un tranquilo puerto situado más al oeste, en Dorset, pero se quedó consternado cuando se encontró con miles de adeptos abarrotando la playa a la espera de presenciar su primer chapuzón. Cuando se metió en el agua, envuelto en un voluminoso vestido de sarga de color azul, una banda escondida en una máquina de baño cercana empezó a tocar el «Dios salve al rey». Aun con todo esto, el rey continuó disfrutando de sus viajes a Weymouth, adonde viajó casi cada año hasta que su creciente locura le imposibilitó seguir sometiendo su agitado cerebro a la mirada pública.

Tobias Smollett, novelista y médico que sufría problemas de pecho, abrió consulta en el Mediterráneo. Cada día tomaba un baño en las costas de Niza, para el asombro de los locales. «Lo veían muy extraño, que un hombre aparentemente tísico se sumergiera en el mar, sobre todo cuando hacía tanto frío; y algunos médicos pronosticaron su muerte inmediata», escribió un contemporáneo. Pero la consulta de Smollett fue un éxito y su libro de viajes,
Travels through France and Italy
, publicado en 1766, colaboró de forma significativa en la emergencia de la Riviera.

Los charlatanes tardaron muy poco en darse cuenta del dinero que podían obtener con los baños. Uno de los de mayor éxito fue James Graham (1745-1794). Autoproclamado médico, y sin título alguno que no fuera su audaz arrojo, Graham cosechó un éxito enorme en Bath y Londres durante la segunda mitad del siglo
XVIII
. Utilizaba imanes, pilas y cualquier otro aparato que emitiera un sonido rítmico para curar a pacientes de todo tipo de males, pero sobre todo de todos aquellos responsables de la infelicidad sexual, como la impotencia y la frigidez. Elevó los baños medicinales a un nivel seductoramente erótico, ofreciendo a sus clientes baños de leche, baños con masaje y baños de barro —o Baños de Tierra, como él los denominaba—, ofrecido todo ello en un entorno teatral con música, esculturas clásicas, ambiente perfumado y colaboradoras en paños menores, una de las cuales se dice que fue Emma Lyon, la futura lady Hamilton y amante de lord Nelson. Para los clientes cuyos problemas no respondían a tan tentadores servicios, Graham ofrecía una gigantesca y tremendamente electrificada «Cama Celestial» a 50 libras la noche. El colchón estaba relleno con pétalos de rosa y especias.

Por desgracia, Graham se dejó arrastrar por su éxito y empezó a jactarse de cosas que incluso sus más devotos seguidores encontraban insostenibles. Dio una conferencia con el rimbombante título de «Cómo vivir muchas semanas, meses o años sin comer absolutamente nada», mientras que en otra garantizó a sus oyentes una vida sana hasta los ciento cincuenta años de edad. Su negocio empezó a tambalearse a medida que sus pretensiones fueron tornándose más descabelladas, hasta que inició una caída en picado. En 1782, le fueron embargados todos sus bienes para pagar sus deudas y aquel fue el final de James Graham.

Graham aparece siempre descrito como un curandero risible, y por supuesto que lo era en gran parte, pero merece también la pena recordar que muchas de sus creencias —los baños fríos, la comida sencilla, las camas duras, las ventanas de los dormitorios abiertas para ventilar con aire gélido y, sobre todo, el perdurable horror por la masturbación— se convirtieron en valorados aditamentos de la vida inglesa que se prolongaron mucho más allá de su breve periodo de importancia celestial.

Con el tiempo, la gente fue aceptando la idea de que mojarse de vez en cuando no era malo y las teorías sobre la higiene personal que habían dominado el mundo durante tanto tiempo sufrieron con ello un abrupto revés. Ahora, en lugar de ser malo tener la piel sonrosada y los poros abiertos, empezó a imponerse la creencia de que la piel era en realidad un ventilador maravilloso, de que
a través de
la piel se expulsaban el dióxido de carbono y otras inhalaciones tóxicas, y de que si el polvo y otras acrecencias bloqueaban los poros, las toxinas naturales quedaban atrapadas en el interior y se acumulaban peligrosamente. Era por eso por lo que la gente sucia —los grandes sin lavar, que mencionaba Thackeray— enfermaba con tanta frecuencia. Sus poros obstruidos los estaban matando. En una gráfica muestra, un médico demostró cómo un caballo, embadurnado por completo con alquitrán, se debilitaba a toda velocidad y moría lastimosamente. (De hecho, el problema del caballo no tenía que ver con la respiración, sino con la regulación de la temperatura, aunque eso era, desde el punto de vista del caballo, meramente académico.)

Pero lavarse por el simple hecho de ir limpio y oler bien fue una idea de lenta asimilación. Cuando en un sermón de 1788 John Wesley, fundador del metodismo, acuñó la frase «La limpieza nos acerca a la santidad», se refería a la ropa limpia, no a un cuerpo limpio. En relación con la limpieza del cuerpo, recomendaba solo «afeitarse con frecuencia y lavarse los pies». Cuando el joven Karl Marx inició sus estudios universitarios hacia 1830, su preocupada madre le dio instrucciones especiales con referencia a la higiene, y en particular le mandó «fregarse semanalmente con esponja y jabón». Es evidente que en tiempos de la Gran Exposición las cosas estaban cambiando. De hecho, en la exposición se exhibieron más de setecientos jabones y perfumes, lo que refleja la existencia de cierto nivel de demanda, mientras que dos años más tarde la limpieza recibió otro oportuno empujón cuando el Gobierno abolió por fin el viejo impuesto sobre el jabón. Incluso así, en un momento tan tardío como 1861, un médico inglés escribía aún un libro titulado
Baths and How to Take Them
.

Pero lo que realmente llevó a los victorianos a prestar atención a los baños fue darse cuenta de que podían convertirse en un castigo glorioso. Los victorianos tenían una especie de instinto para el masoquismo y el agua se convirtió en un medio perfecto para dejarlo de manifiesto. Numerosos diarios dejan constancia de gente que tenía que romper el hielo de sus lavamanos para realizar sus abluciones matutinas, y el reverendo Francis Kilvert describió con placer los carámbanos de hielo que colgaban de su bañera y taladraban su piel mientras se bañaba felizmente la mañana del día de Navidad de 1870. También las duchas ofrecían muchas oportunidades de castigo y solían diseñarse para que fuesen lo más potentes posible. Uno de los primeros tipos de ducha resultaba tan feroz, que sus usuarios tenían que protegerse la cabeza con un tocado antes de meterse debajo de ella si no querían que las cañerías de su casa les dejaran sin sentido.

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