Read En casa. Una breve historia de la vida privada Online
Authors: Bill Bryson
Tags: #Ensayo, Historia
Todo esto incentivó una forma alternativa de eliminar los cadáveres que resultó sorprendentemente controvertida en el siglo
XIX
. El movimiento a favor de la incineración no tuvo nada que ver con ningún tipo de religión ni con la espiritualidad. Se trataba de buscar una manera práctica de eliminar muchos cuerpos de un modo limpio, eficiente y no contaminante. Sir Henry Thompson, fundador de la Cremation Society of England, demostró la eficacia de sus hornos incinerando un caballo en Woking en 1874. La demostración funcionó a la perfección, pero provocó un clamor de protesta entre los que se oponían emocionalmente a la idea de quemar un caballo o cualquier otro animal. En Dorset, un tal capitán Hanham construyó su propio crematorio y lo utilizó con eficiencia y desafiando todas las leyes para eliminar los cadáveres de su esposa y de su madre. Otros, temerosos de ser arrestados, enviaron a sus seres queridos a países donde la incineración era legal. Charles Wentworth Dilke, el escritor y político que fue uno de los cofundadores del
Gardener’s Chronicle
junto con Joseph Paxton, embarcó en 1874 a su fallecida esposa con destino a Dresde para que fuese incinerada después de que muriese de parto. Otro temprano exponente fue Augustus Pitt Rivers, uno de los arqueólogos más destacados del siglo
XIX
, que no solo expresó su deseo de ser incinerado, sino que además insistió en que lo fuera también su esposa, a pesar de sus continuas objeciones. «Maldita sea, mujer,
arderás
.» Le decía cuando ella sacaba el tema a relucir. Pitt Rivers falleció en 1900 y fue incinerado, sin que la práctica fuera todavía legal. Su esposa le sobrevivió y recibió el entierro que siempre había anhelado.
En general, en Gran Bretaña la oposición continuó atrincherada durante mucho tiempo. Muchos consideraban inmoral la destrucción voluntaria de un cadáver. Otros aludían a consideraciones prácticas. Un punto que a menudo sacaban a relucir los que se oponían a la incineración era que destruía las pruebas en caso de asesinato. Tampoco ayudaba a la causa el hecho de que uno de sus principales defensores estuviese loco. Se llamaba William Price. Era un médico del Gales rural famoso por sus excentricidades, que eran múltiples. Era druida, vegetariano y cartista militante; se negaba a llevar calcetines y a tocar monedas. Con más de ochenta años de edad, tuvo un hijo con su ama de llaves al que puso el nombre de Jesucristo. Cuando el bebé murió, a principios de 1884, Price decidió incinerarlo sobre una pira en los terrenos de su casa. Cuando los habitantes del pueblo vieron las llamas y corrieron hacia el lugar para ver qué sucedía, encontraron a Price vestido al modo de los antiguos druidas, danzando en torno a la hoguera y entonando extraños cánticos. Indignados y aturullados, corrieron para detenerlo y Price, en medio de aquella confusión, arrancó el bebé medio quemado de las llamas y se retiró con él hacia el interior de la casa, donde lo conservó en una caja debajo de su cama hasta que fue arrestado unos días más tarde. Price fue llevado a juicio, pero fue liberado cuando el juez determinó que no había cometido ningún acto contundentemente criminal, pues el bebé no había llegado a ser incinerado. Pero aquel hecho retrasó de forma sustancial la causa de la incineración.
Y a pesar de que la incineración empezaba a ser un acto rutinario en muchas partes, no se legalizó en Gran Bretaña hasta 1902, justo a tiempo de que nuestro estimado señor Marsham pudiera elegirla como alternativa. Decidió no hacerlo.
No sería fácil encontrar alegato sobre la higiene más equivocado, o como mínimo más incompleto, que el realizado por el célebre crítico arquitectónico Lewis Mumford en su clásico
La ciudad en la historia
, publicado en 1961:
Durante miles de años, los habitantes de las ciudades convivieron con soluciones higiénicas deficientes, y con frecuencia asquerosas, revolcándose en desperdicios y suciedad que a buen seguro tenían capacidad para poder eliminar, pues la labor ocasional de retirada difícilmente podía resultar más repugnante que andar y respirar entre la presencia constante de tal inmundicia. Si pudiera explicarse esta indiferencia ante una suciedad y un olor que resultan repulsivos para muchos animales, incluidos los cerdos, que tratan por todos los medios de mantener limpios tanto su propio cuerpo como sus guaridas, tal vez obtendríamos también una pista de la naturaleza lenta e intermitente del avance tecnológico en sí, durante los cinco milenios que siguieron al nacimiento de la ciudad.
De hecho, como ya hemos visto con Skara Brae en las islas Orcadas, el ser humano lleva muchísimo tiempo gestionando, a veces con una efectividad sorprendente, la suciedad, la basura y los desperdicios, y hemos de tener en cuenta que Skara Brae no es un caso aislado. Una vivienda de hace 4.500 años del valle del Indo, en un lugar llamado Mohenjo-Daro, disponía de un ingenioso sistema de conductos para las basuras a través del cual los desperdicios se eliminaban del habitáculo para quedar depositados en un podridero. En la antigua Babilonia había desagües y un sistema de alcantarillado. La civilización minoica disponía, hace más de 3.500 años, de agua corriente, bañeras y otras comodidades civilizadas. En resumen, la limpieza y el cuidado del cuerpo han sido importantes para muchas culturas y desde hace tanto tiempo, que resulta complicado saber por dónde empezar.
Los antiguos griegos adoraban el baño. Les gustaba andar desnudos —
gymnasium
significa «el lugar desnudo»— y hacer ejercicio hasta sudar de forma saludable, y tenían la costumbre de finalizar sus tareas diarias con un baño comunal. Pero todo esto eran básicamente chapuzones higiénicos. Para ellos, bañarse era una cosa ágil, algo que tenía que realizarse con rapidez. En realidad, los baños en serio —los baños lánguidos— se inician con Roma. Nadie se ha bañado jamás con tanta devoción y precisión como los romanos.
Los romanos amaban el agua —en una casa de Pompeya se han descubierto treinta grifos— y su red de acueductos abastecía sus principales ciudades con una abundancia extrema de agua fresca. El volumen de agua en Roma era superior a un metro cúbico diario por habitante, un auténtico derroche, siete u ocho veces más de lo que el romano medio necesita hoy en día.
Para los romanos, los baños eran algo más que un simple lugar donde ir a lavarse. Eran un refugio diario, un pasatiempo, una forma de vida. Los baños romanos tenían bibliotecas, tiendas, gimnasios, barberos, esteticistas, pistas de tenis, bares y burdeles. Los frecuentaban gentes de todos los estamentos sociales. «Era normal, cuando se conocía a un hombre, preguntarle dónde tomaba sus baños», escribe Katherine Ashenburg en su brillante historia de la limpieza,
The Dirt on Clean
. Había baños romanos construidos a una escala auténticamente palaciega. Los grandes baños de Caracalla tenían capacidad para mil seiscientos bañistas; los de Diocleciano tenían un aforo de tres mil personas.
El romano que acudía a los baños chapoteaba y boqueaba a lo largo de diversas piscinas con temperaturas distintas, desde el
frigidarium
, en el extremo más frío de la escala, hasta el
calidarium
en el otro. Por el camino, el romano o la romana se detenía en el
unctuorium
(o
unctuarium
) para recibir un masaje con aceites olorosos y después continuaba hacia el
laconium
, o sala de vapor, donde, después de sudar un rato, se retiraban los aceites con la ayuda de un instrumento denominado estrígilo con el que se eliminaban la suciedad y otras impurezas. Todo seguía un orden ritual, aunque los historiadores no se ponen por completo de acuerdo en cuál era exactamente ese orden, a buen seguro porque los detalles específicos varían de un lugar a otro y de una época a otra. Hay muchas cosas que desconocemos sobre los romanos y sus hábitos de baño: si los esclavos se bañaban en compañía de los ciudadanos libres, cuán a menudo se bañaban, cuánto tiempo dedicaban al baño o hasta qué punto se tomaban con entusiasmo esa actividad. Los romanos expresaban de vez en cuando su inquietud por el estado del agua y lo que encontraban flotando en ella, lo que sugiere que quizás no siempre tuvieran tantas ganas de remojarse como en general damos por sentado.
Parece, sin embargo, que durante gran parte de la época romana los baños estuvieron marcados por un rígido decoro que garantizaba una rectitud sana, pero que con el paso del tiempo la vida en los baños —igual que sucedió con la vida en Roma, en general— se volvió cada vez más retozona y acabó siendo habitual que hombres y mujeres se bañaran juntos y, posiblemente aunque de ninguna manera con total seguridad, que las mujeres se bañaran con los esclavos varones. Nadie sabe muy bien lo que los romanos hacían allí, pero fuera lo que fuese no sentaba del todo bien a los primeros cristianos. Consideraban los baños romanos licenciosos y depravados: sucios desde un punto de vista moral, aunque no desde el higiénico.
El cristianismo siempre se sintió curiosamente inquieto con respecto a la limpieza y desde el principio desarrolló la extraña tradición de equiparar la santidad con la suciedad. Cuando santo Tomás Becket murió en 1170, los que arreglaron su cuerpo destacaron con aprobación que su ropa interior «bullía de piojos». A lo largo del periodo medieval, uno de los métodos infalibles para ganarse el honor eterno consistía en hacer el juramento de no lavarse. Mucha gente peregrinaba desde Inglaterra a Tierra Santa, pero cuando un monje llamado Godric lo hizo sin mojarse ni una sola vez, se convirtió, de forma inevitable, en san Godric.
En la Edad Media, la propagación de la peste obligó a la gente a replantearse su actitud con respecto a la higiene y a pensar qué podía hacer para modificar su susceptibilidad a las epidemias. Por desgracia, todo el mundo llegó a la conclusión equivocada. Las mejores mentes del momento coincidieron en que el baño abría los poros de la epidermis y fomentaba que los vapores mortales invadieran el organismo. La mejor política era, pues, taponar los poros con suciedad. Durante los seiscientos años siguientes, la gente dejó de bañarse, de mojarse incluso si podía evitarlo… y como consecuencia de ello pagó un incómodo precio. Las infecciones pasaron a formar parte de la vida diaria. Los furúnculos eran lo habitual. Los sarpullidos y las manchas cutáneas se convirtieron en sucesos rutinarios. La gente pasaba el día rascándose. El malestar era constante y las enfermedades graves se aceptaban con resignación.
Surgieron enfermedades devastadoras que acababan con la vida de millones de personas y que luego, a menudo, desaparecían misteriosamente. La más destacada fue la peste (que en realidad eran dos enfermedades: la peste bubónica, cuyo nombre deriva de los inflamados bubones que aparecían en el cuello, las ingles o las axilas de las víctimas, y la incluso más letal e infecciosa peste neumónica, que atacaba el sistema respiratorio), pero había muchas más. El sudor inglés, una enfermedad sobre la que apenas sabemos nada, vivió epidemias en 1485, 1508,1517 y 1528, matando a miles de personas antes de desaparecer, y no regresar nunca más (o al menos no lo ha hecho hasta el momento). Hacia 1550 fue seguida por otra extraña fiebre —«la enfermedad nueva»—, que «arrasó de forma horrible el reino y mató una cantidad sobrecogedora de hombres de todo tipo, pero en especial caballeros y hombres de gran riqueza», como apuntó un contemporáneo. Entretanto, y a veces de forma simultánea, se produjeron brotes de ergotismo, una infección provocada por un hongo del centeno. Quien consumía centeno contaminado sufría delirios, ataques epilépticos, fiebre, pérdida de consciencia y, en muchos casos, la muerte. Un aspecto curioso del ergotismo es que producía una tos similar al ladrido del perro, por lo que se considera el origen de la expresión en inglés
barking mad
[54]
.
Pero la peor enfermedad, tanto por su frecuencia como porque resultaba devastadora, era la viruela. Había dos tipos principales de viruela: la común y la hemorrágica. Ambas eran malas, aunque la hemorrágica (que producía hemorragias internas además de pústulas cutáneas) era más dolorosa y mortal, acabando con la vida del 90 % de quienes la contraían, una tasa de mortalidad que casi doblaba a la de la viruela común. Hasta el siglo
XVIII
, con la introducción de la vacuna, la viruela mataba a cuatrocientas mil personas al año en toda la Europa situada al oeste de Rusia. Ninguna otra enfermedad se acercó ni de lejos a las cifras totales de víctimas de la viruela.
La viruela se comportaba de un modo cruelmente caprichoso con los que sobrevivían a ella, dejando a muchos de ellos ciegos o con horribles cicatrices, e ilesos a otros. A pesar de ser una enfermedad con mil años de existencia, no empezó a ser común en Europa hasta principios del siglo
XVI
. Su primera aparición en los registros ingleses se remonta a 1518. Los brotes de viruela se iniciaban con la aparición repentina de fiebres altas, acompañadas por dolores, malestar y mucha sed. Las pústulas se presentaban hacia el tercer día y se extendían por el cuerpo en cantidades que variaban de una víctima a otra. Lo peor era recibir la noticia de que un ser querido estaba «extremadamente lleno». En los peores casos, la víctima acababa convertida en una única pústula enorme. Esta fase iba acompañada de más fiebre y luego las pústulas se reventaban, liberando un pus de olor nauseabundo. Si la víctima sobrevivía a ello, sobrevivía normalmente a la enfermedad. Pero sus problemas no habían terminado, ni mucho menos. Las pústulas, convertidas ahora en costras, empezaban a picar de manera agonizante. Y hasta que las costras no caían no podía saberse si quedarían cicatrices y cuál sería su alcance. La reina Isabel estuvo a punto de morir de joven víctima de la viruela, pero se recuperó por completo y no le quedaron cicatrices. Su amiga, lady Mary Sydney, que la crió, no tuvo tanta suerte. «Cuando me fui era una bella dama —escribió su marido—… y cuando regresé me encontré la dama más horrorosa que la viruela pudiera haber creado.» La duquesa de Richmond, que sirvió de modelo para la figura de Britania que aparecía en el penique inglés, quedó del mismo modo desfigurada un siglo más tarde.
La viruela tuvo también mucho que ver con el tratamiento de otras enfermedades. La liberación de pus llevó a la convicción de que el cuerpo intentaba con ello quitarse de encima venenos, por lo que las víctimas de la viruela eran sometidas a vigorosas sangrías, purgas, cortes y sudoraciones extremas, remedios que pronto empezaron a aplicarse a todo tipo de males y que casi siempre solo servían para empeorar las cosas. El término en inglés que identifica a la viruela,
smallpox
[viruela pequeña], pretende diferenciar la enfermedad de la sífilis, o
great pox
[viruela grande].