Read En casa. Una breve historia de la vida privada Online
Authors: Bill Bryson
Tags: #Ensayo, Historia
El patrón de mortalidad presentaba anomalías sorprendentes. Una de las víctimas había muerto en Hampstead y otra en Islington, a kilómetros de distancia un lugar del otro. Snow se desplazó a pie hasta el lugar donde habían vivido las remotas víctimas y entrevistó a familiares y vecinos. Resultó que la víctima de Hampstead era una forofa del agua de Broad Street —le gustaba tanto, que cargaba con ella regularmente hasta su casa— y había bebido un trago poco antes de caer enferma. La víctima de Islington era su sobrina, que había estado visitándola y también había bebido de aquella agua.
Snow consiguió convencer al consejo parroquial para que se retirase la manivela que accionaba una bomba de agua de Broad Street, después de lo cual los fallecimientos por cólera en el barrio se acabaron, o eso es lo que suele decirse. De hecho, la epidemia empezaba ya a amainar en el momento en que se retiró la manivela, en gran parte debido a la huida de muchos vecinos.
A pesar de todas las evidencias acumuladas, las conclusiones de Snow siguieron siendo rechazadas. Cuando Snow se presentó frente a un selecto comité parlamentario, su presidente, sir Benjamin Hall, se negó a reconocer sus descubrimientos. Empleando un tono de perplejidad, Hall le preguntó a Snow: «¿Tiene que comprender el Comité, tomando el caso de los que se dedican a hervir huesos para diversos fines, que por muy ofensivos que sean para el sentido del olfato los efluvios que emanan de los establecimientos donde hierven huesos, usted sigue sin considerarlos perjudiciales en ningún sentido para la salud de los habitantes del barrio?».
«Eso opino yo», replicó Snow, pero por desgracia su actitud, siempre modesta y apocada, era menos directa que sus conclusiones, y las autoridades siguieron rechazándolas.
Hoy en día resulta difícil apreciar hasta qué punto resultaban radicales e inoportunos los puntos de vista de Snow. Muchas autoridades lo detestaban enérgicamente por ello. La revista
Lancet
llegó a la conclusión de que se embolsaba dinero de empresas cuyo interés era seguir inundando el ambiente de «vapores pestilentes, miasmas y repelentes abominaciones de todo tipo» y enriquecerse envenenando a sus vecinos. «Después de una detallada indagatoria —concluyó la investigación parlamentaria—, no vemos razón para adoptar esta creencia.»
Y al final sucedió lo inevitable. En el verano de 1858, Londres sufrió una combinación de ola de calor y sequía durante la cual la suciedad se acumuló sin que las aguas pudieran eliminarla. Las temperaturas superaron con creces los treinta grados centígrados y allí se quedaron, una circunstancia excepcional para Londres. El resultado fue «El Gran Hedor», como lo denominó
The Times
. El Támesis se volvió tan ponzoñoso que nadie soportaba siquiera acercarse a él. «Quien aspira una sola vez el hedor, ya jamás podrá olvidarlo», escribió un periódico. En los nuevos edificios del Parlamento corrieron completamente las cortinas y las empaparon con una solución de cloruro de calcio con la intención de mitigar los letales olores, pero el resultado fue muy similar al pánico. Las sesiones del Parlamento tuvieron que suspenderse. Algunos de sus miembros, según Stephen Halliday, intentaron aventurarse en la biblioteca, cuyos ventanales dominaban el río, «pero al instante se vieron obligados a retirarse, tapándose la nariz con un pañuelo».
Snow nunca consiguió hacer valer sus ideas. Murió de forma repentina como consecuencia de un ataque de apoplejía en pleno Gran Hedor, sin saber que un día acabaría siendo considerado un héroe. Tenía solo cuarenta y cinco años de edad. Su muerte pasó prácticamente desapercibida.
Por suerte, estaba a punto de entrar en escena otra figura heroica: Joseph Bazalgette. Por casualidad, Bazalgette tenía sus oficinas a la vuelta de la esquina de la consulta de Snow, aunque por lo que se sabe ambos hombres nunca llegaron a coincidir. Bazalgette era un hombre menudo, bajito y ligero como una pluma, pero compensaba su estatura de jockey con un bigote espectacularmente poblado que le llegaba literalmente de oreja a oreja. Como en el caso de ese otro gran ingeniero victoriano, Isambard Kingdom Brunel, era de ascendencia francesa, aunque su familia llevaba instalada en Inglaterra treinta y cinco años cuando Joseph nació en 1819. Su padre era comandante de la Marina Real y Bazalgette se crió en un ambiente privilegiado, siendo educado por tutores privados y disfrutando de todas las ventajas que podía ofrecerle la vida.
Descartado de la carrera militar debido a su estatura de duendecillo, se formó como ingeniero de ferrocarriles, pero en 1849, cuando contaba treinta años, entró en la Metropolitan Commission of Sewers, donde pronto ascendió al puesto de ingeniero jefe. La sanidad nunca pudo tener mejor adalid. Nada relacionado con el alcantarillado y la eliminación de residuos escapó de su escrutinio. Preocupado por el hecho de que Londres apenas disponía de baños públicos, concibió un plan para colocar lavabos públicos en los puntos más estratégicos de la ciudad. Calculó que recogiendo la orina y vendiéndola como producto industrial (la orina rancia era vital para la fabricación del alumbre, entre otras cosas), cada urinario generaría unos ingresos anuales de 48 libras, un retorno de la inversión de lo más atractivo. El plan nunca llegó a hacerse realidad, pero sirvió para inculcar la convicción generalizada de que, en todo lo que a alcantarillado se refería, Joseph Bazalgette era el hombre a quien había que acudir.
Después del Gran Hedor, se hizo patente la necesidad de reconstruir el sistema de alcantarillado de Londres, una tarea que fue encargada a Bazalgette. Era un reto formidable. Bazalgette tenía que insertar en una ciudad inmensamente concurrida casi dos mil kilómetros de túneles, que tenían que durar un tiempo indefinido, llevarse hasta la última partícula de residuos generados por tres millones de personas y gestionar un futuro crecimiento de dimensiones desconocidas. Tendría que adquirir terrenos, negociar derechos de paso, conseguir y distribuir materiales y dirigir a multitudes de trabajadores. Hasta el último aspecto de aquella tarea resultaba agotador solo de pensarlo. La construcción de los túneles exigió 318 millones de ladrillos, y la extracción y redistribución de más de dos millones y medio de metros cúbicos de tierra. Y todo ello se hizo con un presupuesto de solo 3 millones de libras.
Bazalgette excedió de manera brillante todas las expectativas. Durante el proceso de construcción del nuevo sistema de alcantarillado, transformó casi seis kilómetros de margen del río con la creación de los diques de Chelsea, Albert y Victoria (donde fue a parar una cantidad importante de la tierra extraída). Los nuevos diques no solo proporcionaban espacio para un imponente colector —una especie de autopista de cloacas—, sino que además dejaban capacidad suficiente para ubicar una nueva línea de metro y para conducciones subterráneas de gas y otros suministros, y para una nueva vía de descongestión por arriba. El conjunto reclamó veintiuna hectáreas de terrenos, sobre los que se repartieron parques y paseos. Una característica inherente de los diques fue que provocaron el estrechamiento del río, cuyo caudal, como consecuencia de ello, cobró velocidad, mejorando así la limpieza de sus aguas. Sería difícil identificar otro proyecto de ingeniería que haya aportado un abanico más amplio de mejoras para la salud pública, el transporte, el tráfico, el esparcimiento y el funcionamiento del río. Y es el sistema que sigue funcionando en Londres. Dejando aparte los parques de la ciudad, los diques siguen contándose entre los entornos más agradables de Londres.
Debido a la limitación presupuestaria, Bazalgette solo pudo permitirse llevar el alcantarillado hasta el extremo oriental de la metrópolis, hasta un lugar llamado Barking Reach. Allí, potentes tuberías de desagüe vertían diariamente al Támesis setecientos mil metros cúbicos de aguas residuales sin tratar, grumosas e intensamente pestilentes. Barking quedaba aún a treinta kilómetros de distancia de mar abierto, tal y como la consternada y desgraciada gente que vivía a lo largo de esos treinta kilómetros nunca cesó de destacar, pero las mareas eran lo bastante fuertes como para arrastrar la mayor parte del vertido de forma segura (aunque no siempre inodora) hasta el mar, y garantizar que nunca más volviera a haber epidemias en Londres provocadas por las aguas residuales.
Los nuevos vertidos de aguas residuales desempeñaron, sin embargo, un desafortunado papel en la mayor tragedia jamás vivida en aguas del Támesis. En septiembre de 1878, una embarcación de recreo de nombre
Princess Alice
, cargada a rebosar de excursionistas, regresaba a Londres después de una jornada en la costa cuando colisionó con otra embarcación en Barking, justo en el lugar y en el momento en que los dos gigantescos conductos de desagüe entraban en acción. El
Princess Alice
se hundió en menos de cinco minutos. Casi ochocientas personas perecieron ahogadas en un sofocante cenagal de aguas residuales sin tratar. A los que consiguieron nadar les resultó casi imposible abrirse camino entre la viscosa suciedad. Los cuerpos siguieron emergiendo a la superficie durante días. Muchos, informó
The Times
, estaban tan hinchados como consecuencia de las bacterias gaseosas, que ni siquiera pudieron enterrarse en ataúdes de tamaño normal.
En 1876, Robert Koch, por aquel entonces un desconocido médico rural alemán, identificó el microbio
Bacillus anthracis
, responsable del ántrax. Siete años más tarde, identificó el
Vibrio cholerae
, otro bacilo, como el causante del cólera. Por fin había pruebas de que microorganismos individuales eran los causantes de determinadas enfermedades. Resulta notable pensar que tuvimos luz eléctrica y teléfonos mucho antes de que nos enteráramos de que los gérmenes matan a la gente. Edwin Chadwick nunca creyó en eso, y siguió toda su vida sugiriendo métodos para eliminar olores y mantener un ambiente sano. Una de sus últimas y más singulares propuestas fue la construcción, en diversos puntos de Londres, de una serie de torres tomando como modelo la novedosa Torre Eiffel de París. Según la visión de Chadwick, las torres actuarían como potentes ventiladores, atrayendo aire fresco y sano de las alturas y bombeándolo hacia el suelo. En verano de 1890 se fue a la tumba implacablemente convencido de que la causa de las epidemias eran los vapores atmosféricos.
Entretanto, Bazalgette se dedicó a otros proyectos. Construyó algunos de los puentes más bellos de Londres, en Hammersmith, Battersea y Putney, y trazó en el corazón de Londres diversas calles, novedosas y osadas, concebidas para aliviar la congestión provocada por el tráfico, entre ellas Charing Cross Road y Shaftesbury Avenue. Al final de su vida fue nombrado caballero, pero en realidad nunca alcanzó la fama que se merecía. Es lo que suele suceder con los ingenieros especializados en alcantarillado. Su persona está conmemorada con una modesta estatua en el dique Victoria, a orillas del Támesis. Falleció pocos meses después que Chadwick.
Construcción de un túnel de alcantarillado cerca de Old Ford, Bow, en el este de Londres.
En América la situación era más complicada que en Inglaterra. Los que viajaban a Norteamérica se quedaban sorprendidos al descubrir que las epidemias solían ser allí excepcionales y mucho más benignas. Y había un buen motivo para ello: las comunidades norteamericanas eran en general más limpias. No tanto porque sus habitantes fueran más melindrosos en sus costumbres, sino porque sus pueblos y ciudades eran más abiertos y espaciosos, lo que generaba una menor probabilidad de contaminación e infecciones. Pero, por otro lado, los habitantes del Nuevo Mundo tenían varias enfermedades adicionales que combatir, y algunas de ellas eran totalmente inescrutables. Una de estas era la que se conocía como «la enfermedad de la leche». La gente que bebía leche en Norteamérica sufría a veces delirios y moría acto seguido con rapidez —la madre de Abraham Lincoln fue una de sus víctimas—, pero la leche infectada no tenía ni un olor ni un sabor distintos a los de la leche corriente, y nadie conocía el agente infeccioso. No fue hasta bien entrado el siglo
XIX
cuando alguien dedujo por fin que el problema eran las vacas que pastaban una planta llamada raíz de culebra blanca, inofensiva para las vacas pero que convertía su leche en un producto tóxico.
Más letal y temida incluso era la fiebre amarilla. Se trataba de una enfermedad viral que recibía el nombre de fiebre amarilla porque la piel de las víctimas solía tornarse cetrina. Los verdaderos síntomas, no obstante, eran fiebres elevadas y vómitos de color negruzco. La fiebre amarilla llegó a Norteamérica a bordo de los barcos de esclavos procedentes de África. El primer caso está registrado en Barbados en 1647. Era una enfermedad horrorosa. Un médico que la contrajo declaró haber tenido la sensación de «tener tres o cuatro ganchos tirándome de los globos oculares y como si una persona, situada detrás de mí, tirara con fuerza de ellos para arrancarlos de las órbitas en dirección a la nuca». Se desconocía la causa, pero había la sensación generalizada —más un instinto que certidumbre intelectual— de que la raíz del asunto se encontraba en las aguas putrefactas.
En la década de 1790, un heroico inmigrante inglés llamado Benjamin Latrobe inició una larga campaña para sanear los suministros de aguas. Latrobe estaba solo en América como consecuencia de su infortunio personal. En Inglaterra disfrutaba de una carrera profesional de éxito como arquitecto e ingeniero cuando su esposa falleció de parto en 1793. Desolado, decidió emigrar a Norteamérica, el lugar natal de su madre, para intentar reconstruir allí su vida. Durante un tiempo fue el único arquitecto e ingeniero con formación reglada del país, y como tal se hizo cargo de numerosos encargos importantes, desde el edificio del Bank of Pennsylvania en Filadelfia hasta el nuevo edificio del Capitolio en Washington.