Read En casa. Una breve historia de la vida privada Online
Authors: Bill Bryson
Tags: #Ensayo, Historia
Tal vez no exista otra palabra en inglés que haya sufrido más transformaciones en su vida que
toilet
. Originalmente, hacia 1540, hacía referencia a un tipo de paño y era un diminutivo de
toile
, una palabra que se utiliza aún en la actualidad para describir cierto tipo de tejido. Después se convirtió en una tela con la que se cubrían los tocadores. Después pasó a referirse a los objetos que podían encontrarse encima del tocador (de ahí la palabra inglesa
toiletries
, que abarca los distintos artículos de tocador). Después se convirtió en el tocador en sí, después en la acción de vestirse
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, a continuación en el acto de recibir visitas mientras uno se vestía, después en el vestidor, luego en cualquier tipo de habitación contigua al dormitorio, a continuación en una habitación utilizada para lavarse, y finalmente en el lavabo en sí. Eso explica por qué
toilet water
describe en inglés el agua de colonia, algo con lo que alegremente podrías remojarte la cara o, de un modo simultáneo, remojarte en un
toilet
.
Garderobe
, una palabra hoy extinta en inglés, sufrió una transformación similar aunque más compactada. La palabra es una combinación de
guard
[«guardar»] y
robe
[«vestido»] y en sus orígenes hacía referencia a un cuarto de almacenaje, después a cualquier habitación de carácter privado, luego (brevemente) a un dormitorio y al final a un retrete. Aunque lo último que los retretes ofrecían era privacidad. Los romanos eran especialmente aficionados a combinar evacuación con conversación. Sus letrinas públicas tenían en general veinte o más asientos dispuestos en íntima proximidad y la gente las utilizaba con la misma desinhibición con la que hoy en día se sube a un autobús. (Para responder a una pregunta inevitable, había un canal de agua que corría por el suelo delante de cada fila de asientos; los usuarios empapaban en agua unas esponjas sujetas a palos para enjuagarse.) Sentirse cómodo en compañía de desconocidos fue algo que se prolongó hasta tiempos modernos. Hampton Court tenía una «Gran Casa de Alivio» capaz de albergar a catorce usuarios a la vez. Carlos II siempre iba al lavabo acompañado por dos criados. Mount Vernon, la casa de George Washington, tenía un encantador retrete íntimo con dos asientos, uno al lado del otro.
Durante mucho tiempo los ingleses destacaron por su despreocupación por la intimidad para hacer sus necesidades. Giacomo Casanova, el aventurero italiano, comentó después de una visita a Londres la frecuencia con la que había visto a la gente «aliviar sus esclusas» delante de todo el mundo al borde de los caminos o junto a cualquier edificio. Pepys anota en su diario que su mujer se ponía de cuclillas en la calle «para hacer sus cosas».
Water closet
data de 1755 y en su origen indicaba el lugar donde se administraban los enemas reales. Los franceses de 1770 se referían a los retretes interiores como
un lieu à l’anglaise
, o «un lugar inglés», un término cuya pronunciación podría ser quizás la explicación del origen de la palabra inglesa
loo
[«váter»]. En Monticello, Thomas Jefferson instaló tres retretes interiores —seguramente los primeros de Norteamérica— que incorporaban respiraderos para disipar los malos olores. Según los estándares de Jefferson (y, de hecho, según ningún tipo de estándar) no eran tecnológicamente avanzados: los excrementos caían en recipientes que después vaciaban los esclavos. Sin embargo, en la Casa Blanca —o la Casa del Presidente, como se denominaba entonces—, Jefferson hizo instalar en 1801 tres de los primeros inodoros con cisterna del mundo. Funcionaban con cisternas situadas en la azotea que acumulaban el agua de lluvia.
El reverendo Henry Moule, un vicario de Dorset, inventó el inodoro de tierra a mediados del siglo
XIX
. El inodoro de tierra consistía básicamente en una silla con orinal que incorporaba un depósito de almacenamiento lleno de tierra que, al tirar con una manivela, liberaba una dosis calculada de tierra en el receptáculo, camuflando con ello el olor y la visión de los restos allí depositados. Los inodoros de tierra fueron muy apreciados durante un tiempo, sobre todo en zonas rurales, pero fueron rápidamente superados por los inodoros con cadena, que no solo camuflaban los excrementos, sino que además se los llevaban envueltos en un torrente de agua. O, como mínimo, lo hacían cuando funcionaban bien, lo que no siempre sucedía, ni siquiera a menudo, en los primeros tiempos.
La mayoría siguió utilizando orinales, que se guardaban en un armario del dormitorio o del vestidor y que (por razones completamente misteriosas) se conocían como
jordans
. A los extranjeros les horrorizaba la costumbre inglesa de guardar los orinales en armarios o aparadores del comedor, que los hombres sacaban de allí y utilizaban en cuanto las mujeres se retiraban. Había habitaciones provistas también con una «silla para las necesidades», siempre situada en una esquina. Moreau de Saint-Méry, un francés que visitó Filadelfia, comentó pasmado que había visto a un hombre retirar las flores de un jarrón para orinar en su interior. Otro francés que visitó la ciudad hacia la misma época informó de que había solicitado un orinal para su dormitorio y que había recibido la respuesta de que lo hiciese por la ventana, como todo el mundo. Cuando insistió en que le dieran
algo
donde poder hacer sus necesidades, su perpleja anfitriona le trajo una tetera, no sin recordarle luego con insistencia que necesitaba que se la devolviera a la mañana siguiente a tiempo para poder preparar el desayuno.
La característica más notable de las anécdotas relacionadas con este tipo de prácticas es que siempre —siempre, de verdad— son de gente de un determinado país que se queja horrorizada de las costumbres de la gente de otro país. Había tantas quejas sobre las costumbres en el retrete de los franceses, como quejas que los franceses pudieran realizar sobre las costumbres de los demás. Un comentario que circuló durante muchos siglos era que en Francia había «muchos orines en las chimeneas». Los franceses se vieron asimismo comúnmente acusados de hacer sus necesidades en las escaleras, «una práctica que aún seguía llevándose a cabo en Versalles en el siglo
XVIII
», escribe Mark Girouard en
Life in the French Country House
. Versalles se jactaba de tener cien cuartos de baño y trescientas sillas con orinal, todos ellos curiosamente infrautilizados, y en 1715 se publicó un edicto tranquilizando a sus residentes y visitantes porque a partir de aquella fecha se limpiarían semanalmente las heces de los pasillos.
Las aguas residuales iban a parar mayoritariamente a pozos negros, que por norma general estaban desatendidos y su contenido se filtraba a menudo en los recursos acuíferos de las proximidades. En los peores casos, se desbordaban. Samuel Pepys anotó en su diario una de estas ocasiones: «Cuando bajé al sótano […] metí el pie en una montaña enorme de excrementos […] con lo que he descubierto que el evacuatorio de casa del señor Turner está lleno y entra en mi sótano, lo que me preocupa».
Los encargados de limpiar los pozos negros eran conocidos como los hombres de los excrementos, y si alguna vez ha existido una forma menos envidiable que esa de ganarse la vida creo que aún tiene que ser descrita. Trabajaban en equipos de tres o cuatro. Uno de ellos —el más novato, podríamos perfectamente asumir— bajaba al pozo negro para cargar a paladas los excrementos en cubos. Un segundo hombre se situaba junto al pozo negro y se encargaba de subir y bajar los cubos, y el tercero y el cuarto transportaban los cubos hasta un carromato. Era un trabajo tan peligroso como desagradable. Los trabajadores corrían el riesgo de asfixiarse e incluso de ser víctimas de explosiones, pues trabajaban con la luz de una lámpara en entornos tremendamente repletos de gases. En 1753,
Gentleman’s Magazine
relataba el caso de un hombre de los excrementos que entró en el sótano donde se encontraba el pozo negro de una taberna de Londres y al instante quedó asfixiado por la toxicidad del ambiente. «Gritó pidiendo ayuda, y cayó de inmediato de bruces en el suelo», informó un testigo. Un compañero del hombre, que corrió rápidamente en su ayuda, cayó asfixiado de un modo similar. Se acercaron al sótano dos hombres más, pero no pudieron ni entrar debido a la toxicidad del aire, aunque consiguieron abrir un poco la puerta, liberando con ello lo peor de los gases. Cuando los rescatadores consiguieron sacar a los dos hombres, uno había muerto ya y nada pudo hacerse para salvar la vida del otro.
Los hombres de los excrementos tenían honorarios muy elevados y por esa razón los pozos negros de los barrios más pobres apenas se vaciaban y se desbordaban con frecuencia, un hecho que no es de sorprender teniendo en cuenta las presiones que normalmente sufrían los pozos negros del interior de las ciudades. El apiñamiento en muchos barrios londinenses era casi inimaginable. En St. Giles, el peor de los enjambres de Londres —escenario de
La calle de la ginebra
de Hogarth—, vivían cincuenta y cuatro mil personas en solo unas cuantas calles. Según un cálculo, en las veintisiete casas de un callejón vivían mil cien personas, lo que se traduce en más de cuarenta personas por vivienda. En Spitalfields, más al este, los inspectores descubrieron a sesenta y tres personas viviendo en una sola casa. La casa tenía nueve camas, una por cada siete ocupantes. Fue por entonces cuando apareció una nueva palabra en inglés, de procedencia desconocida, para describir este tipo de barrios:
slums
[«barrios bajos»]. Charles Dickens fue uno de los primeros en utilizarla, en una carta fechada en 1851.
Naturalmente, estas gigantescas masas de humanidad generaban volúmenes impresionantes de excrementos, mucho más de lo que cualquier sistema de pozos negros pudiera llegar a abarcar. En un informe bastante típico, un inspector hablaba de haber visitado dos casas en St. Giles en las que los sótanos estaban llenos de suciedad hasta una altura de casi un metro. En el exterior, continuaba el inspector, el patio estaba cubierto por una capa de quince centímetros de excrementos. Habían dispuesto ladrillos a modo de pasarela para que los ocupantes de la casa pudieran cruzar el patio.
En Leeds, en la década de 1830, un estudio llevado a cabo en los barrios más pobres descubrió que muchas calles «flotaban sobre aguas residuales»; una calle, en la que vivían ciento setenta y seis familias, llevaba quince años sin ser limpiada. En Liverpool, hasta una sexta parte de sus habitantes vivía en sótanos oscuros donde podían filtrarse desperdicios de todo tipo. Y, claro está, los excrementos humanos no eran más que una pequeña parte de los montones gigantescos de porquería que generaban las ciudades superpobladas y de rápido desarrollo industrial. En Londres, el Támesis absorbía todo lo que nadie quería: carne podrida, gatos y perros muertos, basura, residuos industriales, heces humanas y muchas cosas más. Los animales eran conducidos a diario hasta el mercado de Smithfield para ser transformados en bistecs y costillas de cordero; se calcula que por el camino depositaban a lo largo del año cuarenta mil toneladas de excrementos. Eso, claro está, además de los excrementos de perros, caballos, gansos, patos, pollos y cerdos en celo que se criaban a nivel doméstico. Los fabricantes de cola, los tintoreros, los fabricantes de sebo para velas, los negocios de productos químicos de todo tipo, todos incorporaban sus derivados al mar de la pecina diaria. Gran parte de estos detritos en estado de descomposición acababan yendo a parar al Támesis con la esperanza de que la marea los arrastrara mar adentro. Pero las mareas, claro está, se mueven en ambas direcciones, y la marea que se llevaba los desperdicios hacia el mar los retornaba en gran parte de nuevo cuando volvía a subir. El río era un «torrente continuo de estiércol líquido», según palabras de un observador. Smollett, en
Humphry Clinker
, decía que «el excremento humano es la parte menos ofensiva», pues en el río flotaban también «todas las drogas, minerales y venenos utilizados en la mecánica y la manufactura, enriquecidos con los cadáveres putrefactos de bestias y hombres; y mezclado todo ello con los restos de las bañeras, casetas de perros y alcantarillas». El Támesis se tornó tan nocivo que cuando se produjo una fuga en un túnel que estaba excavándose en Rotherhithe, lo primero que salió por la brecha no fue agua de río, sino gases concentrados, que se incendiaron al entrar en contacto con las lámparas de los mineros, poniéndolos en la absurda y desesperada posición de tener que intentar correr más que las aguas que se aproximaban a ellos y las nubes de aire abrasador.
Los afluentes que desembocaban en el Támesis solían ser incluso peores que el mismo Támesis. La Flota del Río estaba en 1831 «casi inmóvil flotando sobre suciedad en estado sólido». El Serpentine de Hyde Park llegó a estar tan putrefacto que la gente que paseaba por el parque se situaba contra la dirección del viento para no oler sus efluvios. En la década de 1860 se dragó de su fondo una capa de aguas negras de cuatro metros y medio de profundidad.
Y a ese cenagal vino a sumarse algo que, inesperadamente, tuvo consecuencias desastrosas: el inodoro con cisterna. Los inodoros con cisterna llevaban ya un tiempo en funcionamiento. El primero de ellos fue construido por John Harington, ahijado de la reina Isabel. Cuando Harington le mostró el invento en 1597, la reina se mostró encantada y lo hizo instalar de inmediato en Richmond Palace. Pero la novedad iba muy por delante de su tiempo y transcurrieron casi doscientos años antes de que Joseph Bramah, ebanista y cerrajero, patentara en 1778 el primer váter con cadena moderno. Su aceptación fue discreta. Le siguieron muchos modelos más. Pero los primeros inodoros no funcionaban muy bien. Algunos funcionaban al revés, llenando la habitación de muchas más cosas de las que el horrorizado propietario esperaba librarse para siempre. Hasta el desarrollo de la tubería en U y el sifón —ese pequeño depósito de agua que regresa al fondo de la taza cada vez que se tira de la cadena—, las tazas de los inodoros actuaban a modo de conducto de olores de los pozos negros y las aguas residuales. Las tufaradas, sobre todo en temporadas de calor, podían llegar a ser insoportables.
Este problema lo resolvió uno de los inventores con un apellido, como veremos, de lo más apropiado, Thomas Crapper
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(1837-1910), que nació en el seno de una familia humilde de Yorkshire y se dice que llegó caminando a Londres con once años de edad. Allí se convirtió en aprendiz de fontanero en Chelsea. Crapper inventó el clásico inodoro, que en Gran Bretaña sigue siendo muy común, con una cisterna elevada que se activa tirando de una cadena. Conocido como el Marlboro Silent Water Waste Preventer, era limpio, a prueba de fugas, inodoro y maravillosamente fiable, y su fabricación hizo riquísimo a Crapper, y tan famoso que muchas veces se piensa que su apellido es el origen del término del argot
crap
y de sus muchos derivados. De hecho,
crap
, como término que hace referencia a la materia fecal, es muy antiguo, y
crapper
, para referirse al inodoro, es un americanismo que no registró el
Oxford English Dictionary
hasta 1922. El apellido de Crapper es, pues, por lo que parece, una simple y feliz casualidad.