Read En casa. Una breve historia de la vida privada Online
Authors: Bill Bryson
Tags: #Ensayo, Historia
El verdadero conflicto de las camas, sobre todo en época victoriana, es que eran inseparables de la más problemática de las actividades: el sexo. Dentro del matrimonio, el sexo era, claro está, necesario de vez en cuando. Mary Wood-Allen, en su popular e influyente
Lo que debe saber la joven
, aseguraba a sus jóvenes lectoras que participar en intimidades físicas dentro del matrimonio estaba permitido, siempre y cuando se hiciera «sin una partícula de deseo sexual». Se consideraba que el estado de humor y las reflexiones de la madre en el momento de la concepción y a lo largo del embarazo afectaban al feto de forma profunda e irremediable. Se aconsejaba a las parejas no mantener relaciones a menos que estuvieran «en plena simpatía» entre ellos en ese momento por miedo a engendrar un hijo fallido.
Para evitar la excitación, se instruía a las mujeres que tomasen aire fresco, que evitasen pasatiempos estimulantes como la lectura y jugar a las cartas y, sobre todo, que nunca utilizaran el cerebro más allá de lo estrictamente necesario. Educarlo no era solo una simple pérdida de tiempo y recursos, sino que además era peligrosamente nocivo para su delicada constitución. En 1865, John Ruskin opinaba en un ensayo que las mujeres deberían cultivarse con el único fin de convertirse en esposas útiles para sus maridos, y nada más. Incluso la norteamericana Catherine Beecher, que para los estándares de la época era una feminista radical, defendía con pasión que las mujeres tenían que disfrutar de derechos de educación plenos y equitativos, siempre y cuando se reconociera que necesitaban un tiempo adicional para arreglarse el pelo.
Para los hombres, el desafío más destacado y preocupante era no derramar ni una gota de líquido seminal fuera de los sagrados vínculos del matrimonio… y tampoco muchas dentro de esos vínculos si podían conseguirlo. Según explicaba una autoridad, el líquido seminal, retenido en el interior del cuerpo, enriquecía la sangre y tonificaba el cerebro. La consecuencia de la descarga ilícita de este elixir era un debilitamiento, en el sentido más literal del término, de la mente y el cuerpo. Por lo tanto, incluso en el seno del matrimonio había que ser frugal a nivel espermático, pues la práctica frecuente del sexo generaba esperma «lánguido» y, como consecuencia de ello, descendencia apática. Se recomendaba practicar el sexo una vez al mes como máximo.
La autodestructiva masturbación era a todas luces impensable. Las famosas consecuencias de la masturbación incluían virtualmente toda enfermedad indeseable conocida por la ciencia médica, sin excluir la locura y la muerte prematura. Había que sentir lástima por los que contaminaban su persona de esta manera, «pobres criaturas trémulas y rastreras, pálidas, zanquilargas y miserables que se arrastran por la tierra», según los describía un cronista. «Cualquier acto de contaminación de la propia persona es un terremoto, una explosión, un golpe mortalmente paralizante», declaró otro. Los casos de estudio insistían muy gráficamente en los riesgos. Un médico llamado Samuel Tissot describía a uno de sus pacientes babeando continuamente, goteando sangre aguada por la nariz y «defecando en la cama sin percatarse de ello». Eran estas últimas cuatro palabras las que resultaban especialmente demoledoras.
Lo peor de todo era que la adicción a la masturbación se transmitía de forma automática a la descendencia, por lo que cada suceso de placer perverso no solo ablandaba el cerebro del practicante, sino que además minaba la vitalidad de generaciones aún por nacer. El análisis más concienzudo de los peligros sexuales, eso sin mencionar lo exhaustivo de su título, lo aportó sir William Acton en
The Functions and Disorders of the Reproductive Organs, in Chilhood, Youth, Adult Age, and Advanced Life, Considered in Their Physiological, Social and Moral Relations
, publicado por vez primera en 1857. Fue él quien decidió que la masturbación producía ceguera. Y fue también el responsable de la famosa afirmación: «Debería decir que la mayoría de las mujeres no están muy preocupadas por ningún tipo de sensación sexual».
Estas creencias prevalecieron durante un tiempo asombrosamente largo. «Muchos de mis pacientes me explicaron que su primer acto de masturbación tuvo lugar mientras presenciaban un espectáculo musical», informó con gravedad, y quizás también con cierta improbabilidad, el doctor William Robinson en un trabajo sobre los trastornos sexuales publicado en 1916.
Por suerte, la ciencia estaba preparada para echar un cable. Un remedio, descrito por Mary Roach en
Bonk: The Curious Coupling of Sex and Science
, era el anillo para el pene con púas, desarrollado hacia 1850, que se pasaba por el pene en el momento de acostarse (o en cualquier otro momento), recubierto con púas metálicas que se clavaban si el pene aumentaba impíamente de tamaño más allá de un mínimo rango de desviación permitido. Otros artilugios utilizaban corrientes eléctricas para despertar de una sacudida al sujeto y obligarle a hacer penitencia.
Pero hay que decir que no todo el mundo coincidía con estos puntos de vista conservadores. Ya en 1836, una autoridad médica francesa llamada François Lallemand publicó un estudio en tres volúmenes en el que relacionaba las relaciones sexuales frecuentes con un buen estado de salud. George Drysdale, un médico escocés, se quedó tan impresionado con esta afirmación que formuló una filosofía de amor libre y sexo desinhibido que publicó en un libro titulado
Physical, Sexual and Natural Religion
. Publicado en 1855, vendió noventa mil ejemplares y fue traducido a once idiomas, «incluyendo el húngaro», como indica el
Dictionary of National Biography
poniendo su habitual y encantador énfasis en los detalles más triviales. Es evidente que en la sociedad había
cierto
deseo de poder disfrutar de una mayor libertad sexual. Pero por desgracia, la sociedad en general estaba todavía a más de un siglo de poder conseguirlo.
En una atmósfera tan cargada y confusa como aquella, no es de extrañar que para muchos disfrutar de unas buenas relaciones sexuales fuera una aspiración inalcanzable, y ningún caso fue más sonado que el del propio John Ruskin. En 1848, cuando el gran crítico de arte se casó con Euphemia «Effie» Chalmers Gray, de diecinueve años de edad, la relación empezó con mal pie y la situación jamás llegó a recuperarse. El matrimonio nunca se consumó. Como ella misma relató posteriormente, Ruskin le confesó que «se había imaginado a las mujeres como algo muy distinto a lo que vio que yo era y que el motivo por el que no me convirtió nunca en su Esposa fue porque sintió repugnancia hacia mi persona la primera noche…».
Al final, incapaz de continuar de aquella manera (o, en realidad, deseosa de empezar de la misma manera pero con otras personas), Effie inició un proceso de nulidad matrimonial contra Ruskin, los detalles del cual se convirtieron en carne de la prensa popular en muchos lugares, y a continuación se fugó con el artista John Everett Millais, con quien tuvo una vida feliz y ocho hijos. El momento elegido para fugarse con Millais fue desafortunado, pues en aquel momento Millais estaba pintándole un retrato a Ruskin. Ruskin, hombre de honor, siguió posando para Millais, pero nunca volvieron a dirigirse la palabra. Los simpatizantes de Ruskin, que los había a montones, respondieron al escándalo fingiendo que no lo había. Hacia 1900 el episodio había quedado diluido hasta tal punto que William G. Collingwood fue capaz de escribir, sin sonrojarse lo más mínimo,
The Life of John Ruskin
sin siquiera insinuar que Ruskin hubiera estado casado, y mucho menos que hubiese salido huyendo del dormitorio ante la imagen del vello púbico femenino.
Ruskin nunca superaría su gazmoñería ni daría muestras de desear hacerlo. Después del fallecimiento de Joseph Mallord William Turner —en 1851—, recibió el encargo de examinar las obras que el gran artista había dejado al país, y descubrió entre ellas diversas acuarelas de naturaleza alegremente erótica. Horrorizado, Ruskin decidió que aquello solo podía haberse dibujado «bajo ciertas condiciones de locura», y las destruyó en su mayoría por el bien de la nación, robando con ello a la posterioridad varias obras de valor incalculable.
La huida de Effie Ruskin de su infeliz matrimonio fue tanto una suerte como un hecho excepcional, pues en el siglo
XIX
las actas de divorcio, como cualquier cosa que tuviera que ver con el matrimonio, estaban abrumadoramente predispuestas a favor de los hombres. Para obtener el divorcio en la Inglaterra victoriana, al marido le bastaba con demostrar que su esposa se había acostado con otro hombre. La mujer, sin embargo, tenía que demostrar que su esposo había exacerbado su infidelidad cometiendo incesto, bestialismo o cualquier otra transgresión oscura e inexcusable incluida en una reducida lista de fechorías. Hasta 1857, el divorcio significó para la mujer la pérdida del derecho sobre todas sus propiedades y, en general, la pérdida de sus hijos. De hecho, la esposa no tenía ningún derecho ante la ley: ni derecho de propiedad, ni derecho de expresión, ni libertades de ningún tipo más allá de aquellas que su esposo decidiera concederle. Según William Blackstone, el gran teórico legal, una vez casada la mujer renunciaba a su «entidad o existencia legal». La esposa carecía por completo de personalidad legal.
Pero había países algo más liberales que otros. En Francia, de manera excepcional, la mujer podía divorciarse del hombre en caso de adulterio, aunque solo en la circunstancia de que la infidelidad se hubiera producido en el hogar marital. En Inglaterra, sin embargo, los criterios eran muy injustos. En un conocido caso, una mujer llamada Martha Robinson vivía víctima de las continuas palizas y abusos por parte de su marido, un hombre cruel e inestable. Al final, él acabó transmitiéndole la gonorrea y después estuvo a punto de envenenarla echándole en la comida polvos para combatir las enfermedades venéreas sin que ella lo supiera. Con la salud mermada y los ánimos por los suelos, la mujer interpuso una demanda de divorcio. El juez escuchó con atención sus alegatos, pero acabó desestimando el caso, enviando a casa a la señora Robinson con la orden de que intentara tener más paciencia.
Ser mujer era difícil incluso cuando las cosas marchaban bien, pues se consideraba que la condición de mujer era casi patológica. Existía la creencia, más o menos universal, de que las mujeres, una vez alcanzada la pubertad, enfermaban o estaban casi permanentemente al borde de caer enfermas. El desarrollo de los pechos, el útero y el aparato reproductor «agotaban la energía de la reserva finita que todos los individuos poseen», según palabras de una autoridad en el tema. La menstruación aparecía descrita en textos médicos como si fuera un acto mensual de negligencia deliberada. «Cuando se produce dolor en cualquier fase del periodo mensual, es debido a la existencia de algo erróneo en el vestido, la dieta, o las costumbres personales y sociales de esa persona», escribió un observador (varón, claro está).
La dolorosa ironía es que las mujeres solían
encontrarse mal
debido a que las consideraciones del decoro les negaban los cuidados médicos adecuados. En 1856, cuando una joven ama de casa de Boston, de origen respetable, le confesó entre lágrimas a su médico que a veces se descubría pensando sin querer en hombres distintos a su esposo, el médico le ordenó una serie de rigurosas medidas de emergencia, entre las que había baños fríos y enemas, la eliminación de cualquier tipo de estímulo, incluyendo las comidas picantes y la lectura de novelas frívolas, y el fregado concienzudo de la vagina con bórax. Se decía que las novelas de carácter frívolo fomentaban pensamientos morbosos y predisponían a la histeria nerviosa. Tal y como un autor resumió muy seriamente: «La excitación que produce en los órganos corporales de las jóvenes la lectura de novelas románticas tiende a generar su desarrollo prematuro, y la niña se convierte físicamente en mujer meses o incluso años antes de lo que debería».
Incluso en un momento tan avanzado como 1892, Judith Flanders informa de un hombre que llevó a su esposa a que le hicieran una revisión ocular. Le dijeron que el problema no era otro que un desprendimiento de matriz y que no recuperaría la visión hasta que le fuera practicada una histerectomía.
Las exploraciones superficiales eran lo máximo que un médico podía permitirse acercarse en lo que a los asuntos reproductivos de las mujeres se refiere. Y las consecuencias podían ser gravísimas, pues los médicos no podían llevar a cabo exámenes ginecológicos.
In extremis
, y solo en casos muy excepcionales, podían llegar a tantear por debajo de una sábana en una habitación en penumbra. Pero en la mayoría de ocasiones, las mujeres que presentaban algún problema médico localizado en la zona que se extiende desde el cuello hasta las rodillas tenían que limitarse a señalar en un muñeco, y completamente ruborizadas, la zona afectada.
En 1852, un médico norteamericano citaba con orgullo que las «mujeres prefieren sufrir el extremismo del peligro y el dolor antes que renunciar a los escrúpulos de delicadeza que impiden la completa exploración de sus enfermedades». Algunos médicos se negaban a utilizar el fórceps en el parto basándose en que con ello permitían que las mujeres con pelvis estrecha dieran a luz hijos, transmitiendo en consecuencia esa minusvalía a sus hijas.
La inevitable consecuencia de todo esto era que la ignorancia de la anatomía y la fisiología femenina entre los médicos era casi medieval. Los anales de la medicina muestran el mejor ejemplo de candidez profesional en el celebrado caso de Mary Toft, una criadora de conejos analfabeta de Godalming, Surrey, que durante varias semanas del otoño de 1726 logró convencer a las autoridades médicas, incluyendo a dos médicos de la casa real, de que estaba dando a luz conejos. La noticia fue una auténtica sensación nacional. Varios médicos asistieron a los partos, y se mostraron de lo más asombrados. Solo cuando otro médico real, un alemán llamado Cyriacus Ahlers, investigó con más atención el tema, dictaminó que todo había sido una patraña de Toft, que confesó por fin el engaño. Fue encarcelada durante un breve tiempo acusada de fraude pero enseguida volvió a su casa en Godalming y, a partir de ahí, nadie volvió a saber de ella.
La comprensión de la anatomía y la fisiología femeninas estaban aún a años luz. En una fecha tan avanzada como 1878, el
British Medical Journal
publicó una briosa y extensa misiva preguntándose si el contacto de la mano de una mujer con la menstruación podía estropear un jamón. Judith Flanders destaca que un médico fue inhabilitado del ejercicio de su profesión por destacar por escrito que un cambio en la coloración de la zona que rodea la vagina poco después de la concepción era un indicador útil de embarazo. La conclusión era totalmente válida; pero el problema era que solo podía llegarse a ella mediante la observación directa. El médico en cuestión nunca pudo volver a ejercer. Mientras, en Estados Unidos, James Platt White, un respetado ginecólogo, era expulsado de la American Medical Association por permitir que sus alumnos observaran a una mujer dando a luz (con el permiso de la interesada).