En casa. Una breve historia de la vida privada (26 page)

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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Historia

BOOK: En casa. Una breve historia de la vida privada
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Reposa con fuerza sobre él, tierra, pues él

Depositó sobre ti una pesada carga.

Blenheim es incuestionablemente una obra gloriosa y exagerada, pero pasmosa, es evidente, y su escala es tan desmesurada que casi siempre impresiona a quien la visita por vez primera. Resulta difícil creer que alguien quisiera vivir en una inmensidad tan opresiva y, de hecho, los Marlborough apenas vivieron allí. No se trasladaron a la mansión hasta 1719 y el duque murió solo dos años después.

Independientemente de lo que cada uno piense de Vanbrugh y sus creaciones, la época de los arquitectos convertidos en auténticas celebridades acababa de empezar
[32]
.

Antes de la época de Vanbrugh, los arquitectos no eran personajes muy conocidos. La fama recaía normalmente en los que pagaban por las casas, no en quienes las diseñaban. Hardwick Hall, de la que hablamos en el capítulo dedicado al hall, fue uno de los grandes edificios de su época, pero simplemente se supone que su arquitecto fue Robert Smythson. Es una suposición a buen seguro acertada, por todo tipo de razones, pero no existen pruebas reales de ello. Smythson fue de hecho el primer hombre que fue denominado arquitecto —o que estuvo cerca de ser denominado arquitecto— en un monumento fechado hacia 1588, en el que aparece descrito como «arquitecto y agrimensor». Pero como sucede con muchos otros de su época, se sabe poquísimo sobre su vida anterior, incluyendo dónde nació y cuándo. Aparece por vez primera en los registros de Longleat House, en Wiltshire, en 1568, cuando tenía ya más de treinta años y era maestro masón. Se desconoce por completo dónde había estado antes.

Incluso después de que la arquitectura se reconociera como profesión, la mayoría de los arquitectos tenían otras procedencias. Iñigo Jones era diseñador de producciones teatrales, Christopher Wren era astrónomo, Robert Hooke científico, Vanbrugh soldado y dramaturgo, William Kent pintor y diseñador de interiores. Como profesión formal, la arquitectura se desarrolló muy tarde. Los exámenes obligatorios no se introdujeron en Gran Bretaña hasta 1882 y la arquitectura no se impartió como disciplina académica a tiempo completo hasta 1895.

Hacia mediados del siglo
XIX
, sin embargo, la arquitectura doméstica empezó a atraer mucho respeto y atención, y durante un tiempo nadie tuvo mayor cantidad de ambas cosas que Robert Adam. Si Vanbrugh fue el primer arquitecto convertido en una celebridad, Adam fue el más grande. Nacido en 1728 en Escocia, hijo de un arquitecto, era uno de los integrantes de un cuarteto de hermanos, todos ellos arquitectos de éxito, aunque Robert fue el genio indiscutible de la familia y el que recordará la historia. El periodo comprendido entre 1755 y 1785 se conoce a veces como la Edad de Adam.

Un retrato de Adam expuesto en la National Portrait Gallery de Londres, realizado hacia 1770, cuando tenía poco más de cuarenta años, nos muestra a un hombre de aspecto bondadoso tocado con una peluca empolvada de color gris, aunque en realidad Adam no fue un tipo especialmente agradable. Era arrogante y egoísta y trataba mal a sus empleados, pagándoles poco y manteniéndolos en un estado de servidumbre perpetua. Los multaba severamente si los sorprendía realizando algún trabajo para otro que no fuera él, aunque fuera un simple boceto para su propio entretenimiento. Los clientes de Adam, sin embargo, veneraban su talento y durante treinta años no pararon de darle trabajo. Los hermanos Adam se convirtieron en una especie de empresa de arquitectura. Eran propietarios de canteras, de un negocio de madera para la construcción, de una adobería, de un taller para la fabricación de estucos y de muchas cosas más. Llegó un momento en el que tenían dos mil empleados. Diseñaban no solo casas, sino también todos los objetos de su interior: muebles, chimeneas, alfombras, camas, lámparas, llegando incluso a detalles menores como los pomos de las puertas, los tiradores de las campanillas y los tinteros.

Los diseños de Adam eran intensos —abrumadores a veces— y poco a poco fueron cayendo en desgracia. Sentía una debilidad ineludible por la decoración excesiva. Entrar en una estancia diseñada por Adam es casi como meterse dentro de un enorme pastel recubierto de azúcar escarchado. De hecho un crítico contemporáneo lo calificó de «cocinero de pasteles». A finales de la década de 1780, Adam fue tachado de «azucarado y afeminado» y se quedó tan pasado de moda que tuvo que retirarse a su Escocia natal, donde murió en 1792. En 1831 había caído hasta tal punto en el olvido que la influyente
Lives of the Most Eminent British Architects
ni siquiera lo menciona. Pero aquel destierro no duró mucho tiempo. Hacia 1860 su reputación vivió un renacimiento, que continúa hoy en día, aunque actualmente se le recuerda más por sus suntuosos interiores que por su arquitectura.

La característica que todos los edificios de la época de Adam tenían en común era la devoción rigurosa por la simetría. Vanbrugh, sin duda alguna, no logró la simetría completa en Castle Howard, pero fue una cuestión fortuita. En otras partes, sin embargo, todo se adhería a la simetría como si fuera una ley inmutable del diseño. Cualquier ala debía tener un ala pareja, fuera necesaria o no, y toda ventana y frontón de un lado de la entrada principal debía tener su reflejo perfecto en las ventanas y los frontones del otro lado, independientemente de lo que pudiera haber detrás. El resultado era a menudo la construcción de alas que en realidad nadie quería. No fue hasta el siglo
XIX
cuando este absurdo tocó a su fin, y fue una destacable propiedad de Wiltshire —una de las más extraordinarias que se haya construido nunca— la que inició este proceso.

Se llamaba Fonthill Abbey y fue la creación de dos hombres extraños y fascinantes: William Beckford y el arquitecto James Wyatt. Beckford era increíblemente rico. Su familia poseía plantaciones en Jamaica y llevaba un siglo dominando el comercio del azúcar en las Indias Occidentales. Su madre lo mimaba de tal modo que siempre procuró que su hijo disfrutara de todas las ventajas que le aportaba su alta cuna. Recibió clases de piano de Wolfgang Amadeus Mozart, que contaba entonces ocho años de edad. Sir William Chambers, el arquitecto del rey, le enseñó a dibujar. La riqueza de Beckford era tan inagotable y gigantesca que cuando recibió su herencia al cumplir los veintiún años, dilapidó 40.000 libras —una cifra colosal— en una fiesta. En uno de sus poemas, lord Byron lo llamaba «el hijo más rico de Inglaterra», y seguramente tenía razón.

En 1784, Beckford se convirtió en el protagonista principal del escándalo más espectacular y jugoso de su época, cuando salió a la luz su implicación en un par de flirteos tempestuosos y frenéticamente peligrosos. Uno de ellos era con Louisa Beckford, la esposa de un primo hermano suyo. Al mismo tiempo, se enamoró también de un joven frágil y delicado llamado William Courtenay, el futuro noveno conde de Devon, al que todo el mundo coincidía en calificar como el chico más bello de Inglaterra. Durante varios tórridos años, y a buen seguro agotadores, Beckford mantuvo ambas relaciones, con frecuencia bajo el mismo techo. Pero en otoño de 1784 se produjo una repentina ruptura. Beckford recibió o descubrió una nota en la mano de Courtenay que le provocó un ataque de celos. No se sabe lo que decía la nota, pero provocó en Beckford una reacción desaforada. Se dirigió a la habitación de Courtenay y, según las palabras algo confusas de uno de sus invitados, «le atizó con la fusta, lo que generó un ruido, y la puerta se abrió; Courtenay estaba en camisón, y Beckford en alguna que otra postura… una historia curiosa».

Y tanto que sí.

La desgracia de todo el asunto es que Courtenay era el niño mimado de su familia —el único chico entre catorce hermanas— y era, además, muy joven. Tenía dieciséis años cuando se produjo el incidente, pero podía tener diez cuando cayó bajo la depravada influencia de Beckford. No era un asunto que la familia de Courtenay quisiera dejar pasar, y podríamos dar por descontado que el cornudo primo de Beckford tampoco se sentiría muy feliz. Deshonrado y sin esperanza de redención, Beckford huyó al continente. Viajó extensamente y escribió, en francés, una novela gótica titulada
Vathek: An Arabian Tale
, que resulta prácticamente ilegible en la actualidad pero que fue muy admirada en su día.

Entonces, en 1796, con su deshonra ni mucho menos próxima a su fin, Beckford hizo algo completamente inesperado. Regresó a Inglaterra y anunció su plan de derribar la mansión que tenía la familia en Wiltshire, Fonthill Splendens, que contaba tan solo catorce años de antigüedad, y construir una nueva casa en su lugar… y no una casa cualquiera, sino la mansión más grande de Inglaterra después de Blenheim. Era una decisión extraña, pues no tenía previsto llenar la casa con compañía. El arquitecto seleccionado para llevar a cabo aquel leve ejercicio de demencia fue James Wyatt.

Wyatt es una figura que, curiosamente, ha quedado arrinconada. Su única biografía importante, escrita por Antony Dale, fue publicada hará cuestión de medio siglo. Tal vez podría ser más célebre, pero debido al hecho de que muchos de sus edificios ya no existen, hoy en día se le recuerda más por lo que destruyó que por lo que construyó.

Nacido en Staffordshire, hijo de un granjero, Wyatt se sintió atraído por la arquitectura desde joven y pasó seis años en Italia estudiando dibujo arquitectónico. En 1770, con solo veinticuatro años de edad, diseñó el Panteón, un salón de exposiciones y sala de reuniones inspirado en líneas generales en el antiguo edificio romano del mismo nombre, que ocupó un lugar destacado en Oxford Street, Londres, durante ciento sesenta años. Horace Walpole lo consideraba «el edificio más bello de Inglaterra». Por desgracia, Marks & Spencer no era de la misma opinión y en 1931 lo derribó para construir unos grandes almacenes.

Wyatt fue un arquitecto de talento y distinguido —durante el reinado de Jorge III fue nombrado topógrafo del Office of Works, lo que significaba ser el arquitecto oficial del país—, pero un desastre continuo como ser humano. Era desorganizado, olvidadizo y fue un eterno disoluto. Era un borrachín empedernido y se corría a menudo unas juergas tremendas. Un año se saltó cincuenta reuniones semanales seguidas del Departamento de Obras Públicas. Su supervisión del departamento era tan nefasta que uno de los empleados fue capaz de realizar tres años seguidos de vacaciones. Pero cuando estaba sobrio era una persona de trato agradable y era elogiado ampliamente por su encanto, buen carácter y visión arquitectónica. Un busto suyo exhibido en la National Portrait Gallery lo muestra recién afeitado (y limpio, de hecho un rasgo excepcional en él), con una buena mata de pelo y un rostro que parece curiosamente afligido, o tal vez solo algo resacoso.

A pesar de sus carencias, se convirtió en el arquitecto más codiciado de su época, pero aceptó más encargos de los que era capaz de gestionar y apenas conseguía prestar la debida atención a alguno de ellos, para exasperación de sus clientes. «Si consigue un buen puro y tener una botella a su lado, ya no le importa nada más», escribió uno de sus numerosos clientes frustrados.

«Existe un abrumador consenso de opinión —escribió su biógrafo Dale— en cuanto a que Wyatt tenía tres fallos destacados: una ausencia total de capacidad para los negocios, una inhabilidad completa para aplicarse de forma constante o intensiva […] y una tremenda imprevisión.» Y eso que son palabras de un observador favorable. Wyatt era, en resumen, incompetente e imposible. Un cliente llamado William Windham estuvo atrapado durante once años en una obra que debería de haberle supuesto solo una parte de ese tiempo. «Cualquier persona tiene derecho a sentirse impaciente —escribió con fatiga Windham a su arquitecto ausente— al encontrar las habitaciones principales de su casa casi inhabitables porque no ha sido capaz de obtener de usted lo que no sería más que un trabajo de un par de horas.» Ser cliente de Wyatt equivalía a ser un sufridor.

Pero su carrera fue tanto un éxito como notablemente productiva. En el transcurso de cuarenta años, construyó o remodeló cien casas de campo, restauró cinco catedrales e hizo muchas cosas para cambiarle la cara a la arquitectura británica, aunque hay que decir que no siempre para bien. Su forma de tratar las catedrales fue especialmente temeraria y demoledora. Un crítico llamado John Carter se sentía tan inquieto ante la predilección de Wyatt por destrozar los interiores antiguos que lo apodó el Destructor y dedicó doscientos doce artículos en el
Gentelman’s Magazine
—básicamente toda su carrera— a atacar el estilo y el carácter de Wyatt.

En la catedral de Durham, Wyatt tenía planes de coronar el edificio con una imponente aguja. Nunca llegó a suceder, lo cual quizás no es mala cosa, puesto que en Fonthill quedaría muy pronto patente que pocos lugares había más peligrosos que justo debajo de una torre construida por Wyatt. Quiso también derribar la antigua capilla Galilea, donde descansan los restos mortales de Beda el Venerable y uno de los grandes logros de la arquitectura normanda inglesa. Por suerte, también ese plan fue rechazado.

Beckford estaba cautivado por el arrojado ingenio de Wyatt, pero mascullaba de indignación por sus hábitos disolutos y su tremenda falta de fiabilidad. Pero aun así, consiguió mantenerlo lo bastante centrado como para que dibujase los planos y empezase a trabajar poco antes del cambio de siglo.

Todo en Fonthill se diseñó a una escala fantástica. Las ventanas tenían una altura de quince metros. Las escaleras medían igual de ancho que de largo. La puerta principal alcanzaba los nueve metros de altura, pero estaba hecha de tal manera que parecía aún más alta gracias a la costumbre de Beckford de emplear a porteros enanos. Cortinas de veinticuatro metros colgaban de los cuatro arcos del Octógono, una cámara central de la que irradiaban cuatro brazos. La visión desde el pasillo central se prolongaba más allá de noventa metros. La mesa de comedor —siendo Beckford su único ocupante noche tras noche— medía quince metros de largo. Los techos se perdían en una remota penumbra de cerchas góticas. Fonthill era muy probablemente la residencia más extenuante jamás construida, y todo ello para un hombre que vivía solo y era conocido en todas partes como «el hombre a quien ningún vecino recurriría». Para preservar su intimidad, Beckford construyó un muro formidable, conocido como «la barrera», que rodeaba toda la finca. Medía más de tres metros y medio de altura, tenía una longitud de veinte kilómetros y estaba rematado con pinchos de hierro.

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