Read En casa. Una breve historia de la vida privada Online
Authors: Bill Bryson
Tags: #Ensayo, Historia
La ambivalencia dominante quedó demostrada por la señora de Cornelius Vanderbilt, que asistió a un baile de disfraces vestida de luz eléctrica para celebrar la instalación de electricidad en su casa de la Quinta Avenida de Nueva York, pero que después lo hizo desinstalar todo cuando se sospechó que había sido el origen de un pequeño incendio. Otros detectaban amenazas más capciosas. Una autoridad, de nombre S. F. Murphy, identificó un montón de dolencias inducidas por la electricidad: vista cansada, cefaleas, mala salud en general y posiblemente incluso «el apuramiento prematuro de la vida». Un arquitecto afirmó estar seguro de que la electricidad provocaba pecas.
Durante los primeros años, nadie pensó en clavijas y enchufes, por lo que cualquier aparato eléctrico que hubiera en la casa tenía que conectarse directamente al sistema eléctrico. Cuando con el cambio de siglo aparecieron por fin los enchufes, estuvieron disponibles solo como parte integrante de las luces de techo, lo que implicaba tener que encaramarse a una silla o una escalera para poder conectar cualquier aparato. Los enchufes de pared aparecieron a continuación, pero no eran muy de fiar. Por lo que se dice, los primeros solían chisporrotear y humear y a veces incluso disparaban chispas. En Manderston, una gran finca escocesa, hasta bien avanzada la época eduardiana, y según Juliet Gardiner, era costumbre lanzar cojines para aplacar la furia de un enchufe de pared en concreto.
El aumento del número de consumidores se vio además contenido porque la década de 1890 fue un periodo de crisis económica. Pero el alumbrado eléctrico acabó mostrándose irresistible. Era limpio, constante, fácil de mantener y estaba disponible al instante y en cantidades infinitas con solo accionar un interruptor. La iluminación con gas había tardado medio siglo en consolidarse, pero la generalización del alumbrado eléctrico fue mucho más rápida. Hacia 1900, en prácticamente todas las ciudades, el alumbrado eléctrico era ya la norma, y los aparatos eléctricos le siguieron a continuación: el ventilador eléctrico en 1891, el aspirador en 1901, la lavadora y la plancha en 1909, la tostadora en 1910, la nevera y el lavavajillas en 1918. Al inicio de la década de 1920, eran ya comunes cerca de cincuenta tipos de electrodomésticos y los artilugios eléctricos estaban tan de moda que los fabricantes producían todo lo que se les pasaba por la cabeza, desde tenacillas para rizar el pelo hasta un pelador de patatas eléctrico. La utilización de la electricidad en Estados Unidos pasó de 79 kilovatios/hora per cápita en 1902 a 960 en 1929, y así hasta llegar a los más de 13.000 actuales.
Es adecuado otorgarle a Thomas A. Edison el mérito de gran parte de todo esto, siempre y cuando recordemos que su genialidad no fue la invención de la luz eléctrica, sino de los métodos necesarios para producirla y suministrarla a una grandiosa escala comercial, una ambición y un reto en realidad muy superiores. Y también mucho más lucrativos. Gracias a Edison, la luz eléctrica se convirtió en la maravilla de la época. Pero resulta interesante, como veremos dentro de poco, que la luz eléctrica acabara siendo uno de los pocos inventos de Edison que hizo en realidad lo que él esperaba que hiciese.
Joseph Swan quedó tan eclipsado que pocos han oído hablar de él fuera de Inglaterra, y tampoco es que allí sea exageradamente famoso. El
Dictionary of National Biography
británico le concede tres modestas páginas, menos que las que otorga a la cortesana Kitty Fisher o a diversos aristócratas sin ningún tipo de talento. Aunque eso ya es mucho más de lo que le otorgan a Frederick Hale Holmes, que ni siquiera aparece mencionado. La historia es muchas veces así.
Leyendo a la luz de la vela.
Si tuviéramos que resumirlo en una sola frase, diríamos que la historia de la vida privada es la historia de ir sintiéndose confortable y cómodo poco a poco. Hasta el siglo
XVIII
, el concepto de sentirse confortable en casa era tan desconocido que ni siquiera existía una palabra que lo definiera. «Confortable» significaba simplemente «capaz de ser consolado». El confort se entendía como el consuelo que se ofrece al herido o al afligido. La primera persona que utilizó la palabra en su sentido moderno fue el escritor Horace Walpole, que en una carta a un amigo escrita en 1770 le comentaba que una tal señora White le atendía muy bien y le hacía sentirse «lo más confortable posible». A principios del siglo
XIX
, todo el mundo hablaba de tener un hogar confortable o de disfrutar de una vida confortable, pero antes de la época de Walpole, nadie hacía mención de ello.
En ningún lugar de la casa se plasma mejor el espíritu del confort (si no la realidad) que en la estancia de curioso nombre en la que ahora nos encontramos: el salón. El término inglés que define esta pieza,
drawing room
, es la abreviatura de otro mucho más antiguo,
withdrawing room
, que hace referencia a un espacio donde la familia podía retirarse [
withdraw
] del resto de los miembros de la casa para disfrutar de una mayor privacidad, un término que nunca acabó precisamente de instalarse con confort en el uso general del inglés. Durante un tiempo, en los siglos
XVII
y
XVIII
, el término
drawing room
se vio desafiado en los círculos ingleses más refinados por el
salon
francés, que a veces se anglicanizó para dar lugar a la palabra
saloon
. Ambas palabras, sin embargo, acabaron poco a poco asociándose a espacios exteriores a la casa, de modo que el
saloon
vino primero a referirse a una estancia donde socializar en un hotel o en un barco, después a un local donde se servían bebidas alcohólicas, y finalmente, y de forma algo inesperada, a un tipo de automóvil, la berlina.
Salon
, por otro lado, quedó vinculado de manera indeleble a lugares relacionados con actividades artísticas, antes de que se lo apropiaran (a partir de 1910) los proveedores de tratamientos capilares y de belleza.
Parlour
, la palabra que durante mucho tiempo han preferido los norteamericanos para denominar a la habitación principal de la casa, tiene cierto sabor a siglo
XIX
, pero de hecho es la denominación más antigua de todas. Aparece registrada por primera vez como una habitación donde los monjes podían ir a hablar (derivando del francés
parler
, hablar) en 1225 y fue extendida a contextos seculares hacia el último cuarto del siglo siguiente.
Drawing room
es el término que utilizó Edward Tull en el plano de la rectoría y es casi seguramente la palabra que emplearía el culto señor Marsham, aunque es probable que incluso entonces estuviera ya en minoría. Hacia mediados del siglo
XIX
estaba siendo suplantada en todos los ambientes, excepto en los más distinguidos, por
sitting room
, un término que aparece por primera vez en inglés en 1806. Un cambio posterior fue
lounge
, que originariamente hacía referencia a un tipo de sillón o sofá, después a una chaqueta de tipo deportivo y, finalmente, a partir de 1881, a una habitación.
Partiendo del supuesto de que era un tipo convencional, el señor Marsham debió de intentar que esta fuera la estancia más confortable de la casa, con el mobiliario más mullido y de mejor calidad. En la práctica, sin embargo, lo más probable es que fuera cualquier cosa menos confortable durante la mayor parte del año, pues el salón de casa posee una única chimenea que no podría calentar más que una pequeña zona central de la habitación. Incluso con un buen fuego, y soy testigo de ello, en pleno invierno te plantas allí y ves el vaho salir de tu boca.
Aunque el salón se convirtió en el punto central del confort en la casa, la historia de hecho no empieza allí; y tampoco empieza en la casa. Empieza fuera de ella, más o menos un siglo antes de que naciera el señor Marsham, con un simple descubrimiento que hizo muy ricas a familias terratenientes como la suya y que le permitiría un día construirse una preciosa rectoría. El descubrimiento fue simplemente este: no era necesario que la tierra descansara con regularidad para conservar su fertilidad. No fue en absoluto una de las ideas más brillantes, pero cambió el mundo.
Tradicionalmente, la tierra de cultivo inglesa estaba dividida en largas franjas denominadas
furlongs
y estos
furlongs
se dejaban en barbecho una temporada de cada tres —a veces una temporada de cada dos— para que recuperasen su capacidad de producir cosechas sanas
[27]
. Esto significaba que, en un año cualquiera, un tercio de los campos de cultivo eran improductivos. Como consecuencia de esta práctica, no había alimento suficiente para mantener vivas grandes cantidades de animales durante el invierno, y a los terratenientes no les quedaba otra alternativa que sacrificar cada otoño una parte importante de su ganado y afrontar un largo periodo de vacas flacas hasta la llegada de la primavera.
Pero los campesinos ingleses descubrieron entonces algo que los campesinos holandeses sabían ya desde hacía mucho tiempo: si en los campos en barbecho se sembraban nabos, tréboles o un par de plantas más, el suelo se renovaba de forma milagrosa y se obtenía además un generoso forraje invernal. Era la infusión de nitrógeno la que obraba el milagro, aunque nadie lo entendió muy bien durante casi doscientos años. Lo que
sí
se entendió, y se valoró en gran manera, fue que aquello transformaba de un modo drástico las fortunas agrícolas. Además, como los animales seguían con vida durante el invierno, producían cantidades adicionales de abono que enriquecían más si cabe el suelo.
Resulta difícil exagerar el milagro que todo eso pudo parecer. Antes del siglo
XVIII
, la agricultura británica daba bandazos de crisis en crisis. Un académico llamado W. G. Hoskins calculó (en 1964) que, entre 1480 y 1700, una cosecha de cada cuatro era mala, y que casi una de cada cinco era catastróficamente mala. Pero ahora, gracias al simple recurso de la rotación de cultivos, la agricultura pudo estabilizarse con un ritmo de prosperidad continua y más o menos fiable. Fue esta prolongada edad de oro la que dio al campo la atmósfera de próspero atractivo del que disfruta aún hoy en día, y la que permitió a muchos como el señor Marsham adoptar ese gratificante y novedoso producto: el confort.
También los granjeros se beneficiaron de un nuevo artefacto con ruedas que inventó hacia 1700 Jethro Tull, un granjero y pensador agrícola de Berkshire. Conocido como sembradora, permitía plantar directamente las semillas en la tierra en lugar de esparcirlas a mano. Las semillas eran caras, y la nueva sembradora de Tull redujo la cantidad necesaria de las tres o cuatro fanegas por cada media hectárea, a menos de una; y como que las semillas quedaban plantadas a mayor profundidad y en surcos bien definidos, brotaban con más éxito, por lo que las cosechas mejoraron también y pasaron de ser de entre veinte a cuarenta fanegas por cada media hectárea a cifras tan elevadas como ochenta fanegas.
La nueva vitalidad en este ámbito quedó también reflejada en programas de cría de ganado. Casi todas las grandes razas ganaderas —Jersey, Guernsey, Hereford, Aberdeen Angus, Ayrshire
[28]
— fueron creaciones del siglo
XVIII
. También las ovejas fueron manipuladas con éxito para convertirse en los bultos anormalmente lanudos que vemos hoy. Una oveja medieval daba unos 700 gramos de lana; las ovejas de nueva creación del siglo
XVIII
daban hasta cuatro kilos. Y debajo de toda aquella lana encantadora, las ovejas eran además gratamente rollizas. Entre 1700 y 1800, el peso medio de las ovejas vendidas en el mercado de Smithfield en Londres se dobló, pasando de los diecisiete kilos a los treinta y seis. Las terneras engordaron en igual medida. Y del mismo modo creció la producción láctea.
Pero todo esto tenía un coste. Para que los nuevos sistemas de producción funcionasen era necesario amalgamar pequeños campos para convertirlos en campos más grandes y desarraigar de sus tierras a muchos campesinos. Este sistema de cercamiento, en el que campos pequeños que antiguamente habían dado de comer a muchos se transformaban ahora en campos cercados mucho más grandes pero que enriquecían a unos pocos, hizo de la agricultura algo inmensamente lucrativo para aquellos con grandes posesiones, y pronto, en muchas zonas, ese fue casi el único tipo de posesión que siguió existiendo. Los cercamientos habían avanzado poco a poco con el paso de los siglos, pero el fenómeno se aceleró entre 1750 y 1830, cuando unos dos millones y medio de hectáreas de tierra de labranza británica quedaron cercadas. El cercamiento fue duro para los campesinos desalojados, pero les dio a ellos y a sus descendientes la posibilidad de trasladarse a vivir a las ciudades y convertirse en las abnegadas masas de la nueva Revolución industrial, que estaba justo iniciándose y estaba siendo subvencionada en gran parte con la riqueza sobrante de los cada vez más acaudalados terratenientes.
Muchos terratenientes descubrieron además que se asentaban sobre grandes vetas de carbón, justo en el momento en que el carbón se había vuelto de repente imprescindible para la industria. Esto no siempre representó un gran avance en lo que a belleza se refiere —en un momento del siglo
XVIII
, desde Chatsworth House se veían ochenta y cinco minas de carbón a cielo abierto, o eso ha quedado escrito—, pero se tradujo en gratificantes montañas de dinero. Otros hicieron fortuna arrendando la tierra al ferrocarril o construyendo canales y controlando los derechos de paso. El duque de Bridgewater obtenía unos beneficios anuales del 40 % del monopolio de un canal que tenía en la parte oeste de sus fincas. Y todo ello en una época en la que no existía el impuesto sobre la renta, ni el impuesto sobre plusvalías, ni el impuesto sobre dividendos o intereses: no existía prácticamente nada capaz de interrumpir el flujo regular de dinero ingresado. Mucha gente nacía en un mundo en el que no había que hacer nada con la riqueza, solo almacenarla. El tercer conde de Burlington, para tomar un ejemplo entre muchos, era propietario de inmensas fincas en Irlanda —unas diecisiete mil hectáreas en total— y jamás visitó aquel país. Al final fue nombrado lord tesorero de Irlanda y siguió sin visitarlo.